Ni heroína ni villana: la sana debilidad de Cristina Fernández de Kirchner

En el video-selfi en el que anuncia que no va a competir por la presidencia argentina este año, Cristina Fernández de Kirchner no menciona solo el objetivo electoral inmediato de derrotar al gobierno de Mauricio Macri sino uno más estructural: gobernar a una Argentina que amenaza con volverse, una vez más, ingobernable.

Quienes la aman dirán que la expresidenta —quien durante su gestión de ocho años contribuyó a que crezca sin pausa la división que hoy sofoca a la política argentina— ha tenido un gesto de grandeza en pos del bien del país. Para sus detractores, su decisión inesperada es hipócrita y mentirosa: Fernández de Kirchner se vestirá de cordero durante la campaña para ejercer el poder por asalto una vez que llegue a la vicepresidencia, con el objetivo último de evadir la acción de la justicia.

En Argentina tenemos una tendencia a sobreanalizar los hechos y, en ello, perder la simpleza de sus significados más evidentes. Más allá del patrón psicológico detrás la capitulación de Cristina Fernández de Kirchner en favor de su ex jefe de gabinete Alberto Fernández (de 2007 a 2008), la realidad es que su movida implica un freno a la tendencia de polarización, radicalización e intransigencia que ha mostrado durante los últimos años la mayoría de la dirigencia, conocida popularmente como “grieta”. Será heroína o villana según cuál sea el final de la película, cuya trama también depende de la evolución narrativa de los demás personajes; pero a esta altura del guion, Fernández de Kirchner parece estar yendo en la dirección correcta.

“Esta fórmula que proponemos, estoy convencida, es la que mejor expresa lo que en este momento de la Argentina se necesita para convocar a los más amplios sectores sociales y políticos, y económicos también. No solo para ganar una elección, sino para gobernar”, dice Fernández de Kirchner en el video publicado el 18 de mayo en sus redes sociales, tres días antes de enfrentar su primer juicio oral y público bajo cargos de beneficiar a empresarios amigos con la obra pública durante su gobierno.

Quien asuma la presidencia el 10 de diciembre tiene enfrente un desafío titánico. El país está estructuralmente estancado desde hace dos periodos presidenciales. La economía será en 2019 un 2 por ciento más chica que en 2011, y este año va a cerrar dos años seguidos de recesión por primera vez desde la Gran Crisis de 2001. La inflación para los consumidores promedia el 55 por ciento anual, la mayorista el 70 por ciento anual. El Producto Interno Bruto industrial per cápita del país es más bajo que en 1975. Desde el año pasado el país respira artificialmente con el oxígeno de 57.000 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional (FMI), el mayor préstamo jamás otorgado por el organismo y que pronto habrá que pagar (o renegociar). Por el 50 por ciento de devaluación en el último año y la recesión, la deuda pública ya se acerca al 100 por ciento del PBI. Para diciembre de 2018, el 32 por ciento de los argentinos eran pobres y el número va a seguir creciendo este año.

La dirigencia argentina no tiene margen de error. Desde 1995 que Latinobarómetro realiza su encuesta regional de apoyo a la democracia, el resultado para el país en 2018 fue el segundo más bajo de la serie: 58 por ciento. Solo fue peor el porcentaje de 2001, con 57 por ciento. Todavía recorre muchos hogares de los argentinos el fantasma de aquella crisis que tuvo “corralito” a los depósitos bancarios, desató protestas masivas que pedían “que se vayan todos” e hizo que se sucedieran cinco presidentes en dos semanas. Pero el miedo al cuco no termina de instalarse en los pasillos del poder, siempre más inmune a las vicisitudes de una vida cotidiana en la que impacta sin amortiguación la malaria de la economía.

Con su autopase al segundo plano de la carrera presidencial formal, Fernández de Kirchner confiesa una debilidad política y un límite a su capacidad de conducir un proceso político sustentable en las condiciones actuales. Mauricio Macri sufre la misma debilidad. ¿Se tiene que retirar también? No necesariamente. En Argentina, como en otras democracias presidenciales, y salvo que medie una tragedia, un presidente tiene derecho, si tiene voluntad, a buscar su reelección. Pero su partido, Propuesta Republicana (PRO), sí tiene la obligación de cambiar, moverse también al centro, buscar canales comunicantes con la oposición y reemplazar el marketing de la exclusión que tan bien le ha funcionado en las campañas por la realidad de la negociación política. La jugada de Fernández de Kirchner lo obliga a hacerlo.

La larga disputa electoral que se está iniciando no promete solucionar por sí misma ninguno de los problemas del país. La dirigencia política tiene hasta el 22 de junio para presentar su oferta electoral, que luego será sometida, en al menos dos pero seguramente en tres instancias de voto (primarias en agosto, generales en octubre y segunda vuelta en noviembre), a la voluntad de una sociedad fatigada por el deterioro de las condiciones de vida, las grietas inertes y la falta de esperanza.

Sorprendentemente, la sociedad argentina le ha dado a su dirigencia (y a sí misma) una vida más: la oportunidad de asumir en conjunto su propia debilidad y morigerar la lucha por el poder. El camino es un consenso que la mayoría declama, pero que por ahora pocos practican. Y que requiere más sustancia que forma por fuera del proceso electoral, a diferencia de la convocatoria reciente que hizo el presidente Macri. El primer paso es salir de posiciones irreductibles, sean personales, económicas o políticas, antes de que sea demasiado tarde para evitar la próxima crisis de gobernabilidad.

Marcelo J. García es columnista del Buenos Aires Times, analista político y director de Contexto Consultores.

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