Ni modernidad, ni posmodernidad: transmodernidad

Hace ya más de 30 años se proclamó el fin de la modernidad, el fin de la Historia (Francis Fukuyama), el fin de los grandes relatos (Jean-François Lyotard). ¿Cuál era esa modernidad que concluía? No es que la datación fuera unánime. Para algunos comenzó en 1492 con la incorporación del Nuevo Mundo; para otros, en el gabinete de Descartes cuando proclamó aquello del “yo pienso” y puso al individuo, al sujeto, frente al cosmos. Pero, en general, parece haber mayor consenso en que arrancaría con la apuesta de la Ilustración por la razón y el progreso. En el terreno práctico se caracterizaría por el desarrollo de la industrialización y la secularización de nuestras sociedades. Tendríamos así, según esta última interpretación, un lapso que iría del siglo XVIII al XX, en donde han surgido grandes narrativas que pretendieron dar explicaciones sistemáticas: la fenomenología del espíritu hegeliana, el marxismo, el psicoanálisis…

Frente a ello, en la década de los ochenta del pasado siglo, la posmodernidad vino a decretar la quimera de esa voluntad de sistema. Ni el sujeto, ni la razón, ni la historia, ni la universalidad constituían monolíticos anclajes seguros, nos vimos arrojados a la dispersión, a la heterogeneidad. El ser humano era una invención reciente (Foucault); la razón solo podía aportar pequeños relatos, micrologías; el progreso era una estafa; la historia, un presente continuo; la universalidad, puro eurocentrismo imperialista. La verdad, simple interpretación.

Y desde entonces, venimos denominando a nuestra época posmoderna. Con reticencia de los defensores de la modernidad a ultranza, no dispuestos a ceder ninguna de sus señas de identidad al relativismo. Festivamente unos, recordemos que la Movida madrileña también fue posmoderna. Con encono revanchista los poscoloniales, las posfeministas, los posfundamentalistas, los poshegemónicos…. Con cansancio y desprecio quienes ven periclitada esa corriente “posmo” y buscan volver a la Ilustración —como si nada hubiera ocurrido—, o los que abanderan el nuevo realismo, o aquellos que defienden repliegues identitarios premodernos.

Pues todos yerran al ver, defendiéndola o atacándola, a nuestra época como posmoderna.

Una de las características de la condición posmoderna era la imposibilidad de los grandes relatos, omniexplicativos, sistémicos, y, sin embargo, hoy nos hallamos envueltos en un nuevo gran relato: la globalización —ciertamente no como sistema racional, pero en mayor medida totalizador—, apoyado en la virtualidad de las nuevas tecnologías de la comunicación. Una nueva instrumentación digital en la que el algoritmo sustituye a la razón.

Lo post fue solo un breve momento de ruptura frente a cierta prepotencia de una modernidad triunfante, donde se mostraron sus quiebras e ingenuidades. Ninguna ruptura define nuestro presente. No es el prefijo post sino el trans el que da cuenta de nuestra realidad. Transformación acelerada, transmisibilidad instantánea.

El discurso posmoderno se pensó como esa ruptura, pero era un falso rupturismo, porque llevaba implícita una hegemonía del signo frente al referente, que nos iba a conducir al constructivismo extremo en el que nos encontramos: hiperrealismo, narcisismo, sustitución de la realidad por el deseo, consumo del yo, extenuación de lo real, manipulación y metamorfosis de la naturaleza por lo artificial y tecnológico.

Los elementos que definieron la posmodernidad entraron pronto en una delirante fase explosionada y finalmente mutante. Lo nacional, sus instituciones y potestad son sustituidas por lo transnacional en virtud del globalismo. La naturaleza se convierte en un producto transgénico. El sexo se diluye en lo transgénero, pura gestualidad elegible. Y finalmente lo humano busca ser superado por el transhumanismo. Trans, trans, TRANS.

El nuestro no es ya un pluriverso posmoderno, sino un transmoderno metaverso.

La transmodernidad es el nuevo paradigma geopolítico (capitalismo financiero, preeminencia del mercado frente a la política), epistemológico (lógica borrosa), gnoseológico (razón digital, constructivismo), social (disolución de los agentes sociales, populismo), ético (narcisismo hedonista), psicológico (inseguridad, transidentidad), vivencial (precariedad emocional). La transmodernidad como síntesis un tanto caótica de elementos modernos, posmodernos y regresiones premodernas nos acoge y expulsa en nuestro tránsito cotidiano, transversales, transmutados, tránsfugas al fin.

Sin embargo, esto sería únicamente la fase descriptiva de la transmodernidad como nuevo paradigma. Para superar sus aspectos negativos, se requiere además un impulso prospectivo, precisamos de un modelo crítico transcendente, una razón transmoderna, que analice esta explosión mutante transnacional, transgénica, transgénero, transhumana, y recupere la justa dimensión de la nación, la naturaleza, el sexo y lo humano; que retome, como síntesis superadora, los retos pendientes de la modernidad (progreso, emancipación, justicia…), incorporando las críticas posmodernas, sin perderse en su relativismo; que se asiente en un sensato realismo, atienda a nuestras condiciones materiales, respete con empatía la diferencia, y asuma una ética con dimensión global. Es necesaria una crítica de la razón digital y una crítica política transmoderna de la transmodernidad.

Solo así pensaremos y actuaremos a la altura de los tiempos, y quizás, lúcidos y transgresores, podremos transcenderlos.

Rosa María Rodríguez Magda es autora de La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna, Transmodernidad y La condición transmoderna.

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