El mundo occidental no tiene ni objetivos comunes, ni enemigos, por lo que se dispersa en un desbarajuste alarmante. En ausencia de esos dos cementos de unión, el positivo de los proyectos, y el negativo de los adversarios exteriores, los países industrializados han quedado al albur de la competición económica. El debate internacional ya no es político, como en su día anunció Fukuyama, ni estratégico, desde que Deng Xiaoping decidió que China jugaría con las reglas del orden mundial, sino que se ha convertido en una disputa puramente económica: cómo hacer mi país más rico que los otros. Ya no hay ilusiones de otro tipo. En estas circunstancias, cada uno juega por su pellejo, y los nacionalismos, los populismos y el proteccionismo encuentran campos fértiles para medrar.
A lo largo de la historia, los Estados se han asociado para realizar proyectos o para luchar contra enemigos comunes. Los Aliados se unieron frente al ascenso de Hitler y de las otras potencias fascistas. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, estuvo claro que aquel propósito compartido tenía fecha de caducidad, de manera que los aliados liberales y democráticos se asociaron por un lado, mientras que los países comunistas caminaron por el suyo. Durante la Guerra Fría, el cemento de unión de los occidentales fue reactivo, se definía como la lucha contra el bloque comunista, pero cumplía bien su función. Con una orientación positiva, la integración europea no se hizo contra nadie, sino persiguiendo el fin pacificador de acercar antiguos enemigos a través del mercado primero y de las instituciones y políticas comunes después. La década de 1990 estuvo presidida por nuevos objetivos compartidos: consolidar la democracia en Europa, ampliar las instituciones para incluir a todo el continente, y reforzar la Unión.
En los años 2000, la globalización supuso un nuevo impulso hacia un mundo más organizado –la OMC se consolidó con la entrada de China–, y la lucha contra el terrorismo también nos unió, aunque la intervención del Presidente George W. Bush en Iraq a punto estuvo de romper ese vínculo. La crisis financiera fue seguida por una respuesta decidida, con la rápida creación del G-20 en 2008, pero, una vez pasado el choque más pernicioso y olvidado el potencial desestabilizador de la crisis, los objetivos comunes definidos entonces se han diluido en nuestra década.
Frente a la ausencia que hoy padecemos de visión común occidental y global, existen dos tentaciones que deben evitarse y una posible solución. La primera tentación es volver a un mundo fragmentado de intereses nacionales. Los populismos son una mala versión de la democracia, impulsada por líderes retrógrados y miopes, en la que los votantes solo se interesan por sus habichuelas e ignoran el mundo exterior. La segunda tentación es agitar el fantasma de los adversarios venidos de fuera, lo que permite crear un impulso nacional, o también, llegado el caso, una misión colectiva de los países que identifican a enemigos señalados. Ya hemos visto antes estas maniobras divisorias en la historia. El Presidente Trump sigue tales tendencias, cuando apunta a la inmigración como amenaza, o cuando busca en el continente asiático un blanco, que bien pudiera ser Corea del Norte para ejercer una acción ejemplarizante.
La posible solución no se halla en el horizonte cercano, y por esa razón las perspectivas a medio plazo son preocupantes. Ante la fragmentación, necesitamos identificar objetivos comunes referidos a problemas globales. Los ciudadanos deben comprender que, aunque la democracia se ejercita dentro de las fronteras, nuestras decisiones y nuestros Gobiernos forman parte de la gobernanza global. Además, los problemas de fuera no son ajenos, ni podemos aislarnos de ellos, ya que nos afectan directamente, como muestran la llegada masiva de refugiados o el deterioro imparable del medio ambiente. Más que muros, hace falta más política exterior concertada.
Los objetivos comunes deben definirse en los planos europeo, occidental y global, porque en un mundo interdependiente los riesgos y amenazas incumben a todos y debemos actuar conjuntamente en varios niveles. Hoy demasiados países y líderes están optando por la vía del “yo primero, lo demás no importa”. Los líderes con visión histórica y los países más responsables tienen delante de sí una tarea formidable.
Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid.