Ni pasión, ni gloria

Cuando llega el sábado de la Semana Santa no alcanzamos a saber si estamos en el día que acabó la pasión o la jornada en la que empieza la gloria. No hay radiografía más perfecta de la sociedad española del presente que la Semana Santa. Los medios de comunicación cometemos un error, el enésimo, al no cerrar nuestras Semanas Santas con números extraordinarios sobre lo ocurrido durante siete días.

¿Somos laicos o religiosos? Aviesa pregunta que exige una respuesta a su altura. Ni lo uno ni lo otro. Un poco de todo. Cuestión que exige grandes dosis de humor. La Semana Santa española, desde Cádiz a Girona, hay que tomársela con gracia y señorío y un cierto distanciamiento. Los sectores más radicales de la izquierda española, o buena parte de ellos y sin excepciones regionales, nacionales o federalistas –eso sí, todos ateos convictos–, participan en las Semanas Santas como costaleros, organizadores, cobradores, promotores, defensores de las tradiciones populares, o incluso voceros de la Virgen de no sé qué o el Cristo sufriente. Sin embargo, las clases asentadas, todas de profundas creencias religiosas se van a la playa, a la segunda residencia o de viaje exótico.

No me toque usted los pasos de Semana Santa, o las representaciones sagradas de la Pasión, el Prendimiento y la Muerte del Cristo (que hubiera escrito Papini, si es que hoy día alguien osara meterse en el mundo de Giovanni Papini, que tanto nos influyó a algunos de nosotros apenas estrenado el pantalón largo). España entera demuestra durante la Semana Santa que el elemento de unión de los nacionalismos castellanos, catalanes o vasco-navarros, es decir, lo que consintió ganar a Franco la Guerra Civil frente a los laicos, está representado en la Semana Santa.

Una misión pedagógica de esta modernidad descompuesta en la que estamos sería recuperar la Semana Santa como tiempo de reflexión sobre nuestra historia. Una cosa muy leve, nada identitaria. Algo tan sencillo como conversar e ir señalando singularidades ocultas que deberían ser analizadas. ¡Ojo, nada de prohibir! Aquí cuando se reúnen tres gurús y doscientos fieles ya redactan un papel que amenaza a alguien y promueve una censura. Los pasos de Semana Santa, que en Sevilla, sólo en Sevilla, recolectan cuatro millones de euros a repartir a costa del espectador, tendrán con el tiempo un final similar al de la Tauromaquia. Lo digo como una evidencia y sin ningún ánimo de ofender a los abanderados de la fe. Los pasos de Semana Santa, en Sevilla, en Zamora o en amplias zonas de Catalunya son espectáculos pensados para gente holgada y turistas urbanos.

Hay como un cierto prurito que trata de ocultar las escenas truculentas de las Semanas Santas españolas. El párroco de un pueblo de Catalunya ha rechazado la habitual colaboración de la Legión para uno de los pasos de Semana Santa, alega que lo militar siempre ha estado fuera de las procesiones catalanas. Sin ningún respeto, mosén, es usted un cínico o un ignorante, o ambas cosas. Desde el carlismo hasta el franquismo, el ejército ha sido acompañante nato de las procesiones catalanas, y las vascas, y las madrileñas. Hasta en Asturias, poco procesional fuera de Oviedo, la irredenta de las dos grandes revoluciones del siglo XX, los pasos de Semana Santa apenas si tienen eco fuera de la tradición folklórica y chusquera.

Porque a estos golfantes conviene recordarles que un paso de Semana Santa es una forma de desfile militar, y sólo a un idiota se le escapa el carácter de organización armada “de fe” en la estructura de toda cofradía. En la última novela de Luis Martín Santos que quedaría inconclusa por su muerte en 1964, y que significativamente se titulaba Tiempo de destrucción, dedicaba muchas páginas a la Semana Santa de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja). Concretamente a los picaos.

Nuestras desvergonzadas televisiones, dirigidas por deficientes culturales expertos en rating –conozco asnos de la economía que se mueven como águilas en las bolsas españolas–, suelen saciarse en el escándalo retratando a musulmanes que se flagelan con toda suerte de cuchillos sobre su cabeza calva y derraman la sangre que le cae por el rostro. Los picaos de San Vicente de la Sonsierra convertirían las escenas islámicas en un espectáculo para niños. ¡Y los descalzos con cadenas y pies sangrantes! Nuestra Semana Santa, entre la huida vacacional y la fuerza de la fe, está llamada lentamente a desaparecer, como la Tauromaquia, dicho sea sin ánimo de ofender por el comparativo. Al fin y al cabo ambas pertenecen al terreno del espectáculo, y cada vez más, al de la inversión turística.

Es verdad que se ha producido un remake de viejas épocas que ya creíamos finiquitadas. Cuando yo llevaba pantalón corto, la Semana Santa se reducía a una manifestación omnipresente del nacionalcatolicismo, cuya sede oficial, no lo olviden nunca, estaba en Barcelona, gracias a lo cual se celebró el equivalente a las famosas jornadas alemanas del nacionalsocialismo, que tan magníficamente filmó Leni Riefenstahl. Me estoy refiriendo al Congreso Eucarístico Internacional de 1952, que aún está esperando a ese historiador patriota de la escuela del maestro Fontana que lo escriba como magno acontecimiento de la catalanidad ante el mundo, o tan sólo como la exhibición del Generalísimo ante el mundo católico en diálogo con el papa Pío XII. Nunca olvidaré cuando un niño bien de la asentada sociedad barcelonesa me comentó que su único recuerdo del Congreso Eucarístico fue una carrera de coches que se hizo unos días después, por la Diagonal. Pasa siempre, unos se sienten comprometidos y hasta heridos, y otros sacan su mejor sonrisa para decirte que apenas si recuerdan cómo era Franco, con el que convivieron durante cuarenta años.

Entonces, aunque para la mayoría no fuera la edad de la pérgola y el tenis, que decía el poeta, lo cierto es que había una procesión que nos fascinaba por su morbo, aunque no tuviéramos ni idea de lo que era la fascinación –todavía no habíamos visto a Audrey Hepburn en Tiffany, ni habíamos leído el prodigioso relato de Truman Capote–. Ni tampoco el morbo –Fumanchú, el Hombre Invisible o Drácula carecían del morbo que tenía sin embargo un confesor metido en una caseta de madera con rejillas y ventanas, llamado confesionario, que te hacía de psicoanalista sin diván–. ¡Cómo iban a soportar los más brillantes de aquellos hijos de la gleba que una señorita les contara sus interioridades sobre el deseo, el dedo y la regla! Cuando lo pienso siento conmiseración por ellos. ¡No se puede pedir a un desertor del hambre, sin más futuro que la carrera eclesiástica para medrar, que se comporte en noble aristocrático, a lo Francisco de Borja, uno de mis santos favoritos por su coherencia!

Esa procesión se llamaba, si la memoria no me falla, la de la Merced. Salía de la Audiencia Provincial de Oviedo, hermoso edificio dieciochesco, y el morbo y la fascinación la producía el indulto y liberación de un preso. Iba en traje de calle y a cara descubierta, y así recorría la ciudad. Tengo entendido que durante los años de la transición, y luego, fue proscrita dicha costumbre que implicaba al Ministerio de Justicia, tan proclive a los Actos de Fe en ella misma, y que debería tener su propio paso de Semana Santa, bajo la advocación de Santa Rita –porque lo que se da no se quita, lema que todo magistrado tiene por norma implícita del gremio–. Pues bien, ahora me aseguran que ha vuelto, con la única diferencia de que el preso indultado lleva capucha, para preservar su dignidad individual y su anonimato, cosa que hoy el Ministerio del Interior concede a quien le peta.

¿Se imaginan el día que la procesión de la Merced, que me temo aún durará muchos años, permita salir, obviamente con capucha mercedaria, a Bárcenas, a Prenafeta, a los del Palau en grupo, porque donde cabe uno cabe un ciento, y a la familia Pujol, tan creyente, en ese momento trascendental de aunar fe y patrimonio?

Gregorio Morán

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