Ni Carles Puigdemont puede ocultar ya el fin del procés. Su show de aparecer en medio de Barcelona para esfumarse al cabo de unos minutos solo sirvió para alimentar el relato de la ‘resistencia’. Es decir, presentando a ERC como una traidora que entregaba el poder al PSC, mientras su conseller de Interior se aliaba con el Estado para detenerle. Ahora bien, Puigdemont seguirá siendo el mismo político frustrado hoy que mañana, porque la crisis del independentismo hace tiempo que no se puede paliar con trucos de magia.
Basta palpar el caldo de cultivo en el seno del movimiento. Muchos afines a la ruptura llevaban días molestos porque los republicanos apoyen a un Govern del PSC. Ahora bien, ello no quita que esos mismos votantes crean que Puigdemont les dejó tirados al no lograr el Estado propio. Es la principal diferencia del sentir del independentismo entre el 1 de octubre de 2017 y el 8 de agosto de 2024: la pugna ya no solo bascula entre ERC y Junts, sino que existe otra vía, la de la frustración, donde muchos ya no están dispuestos a reírle las gracias a un “president legítim” del que saben que ha enterrado el procés, como ERC, y se agarra a sus últimas bazas. Por eso, la “conmoción nacional” que algunos auguraban en Cataluña, si era detenido, en ningún caso habría sido de tanta envergadura como el 1-O. Desde hace tiempo, se nota una desconexión emocional de muchos ciudadanos hacia la causa, aunque consideren injustos los procesos penales acontecidos.
Así que Puigdemont tiró de ilusionismo para salvar a Junts en esta nueva etapa. Quiso mostrar que esta vez sí cumplía con su palabra de volver, a diferencia de otras veces. Le urgía reivindicarse como la llama que mantendrá vivo el sueño de independencia, en oposición al tripartit encubierto que puede nacer en Cataluña. Y probablemente, haya una parte de gente que conecte con el misterio de su finta, o el intento de burla: el nihilismo encuentra cierto alivio en el golpe de efecto, y él sigue siendo el líder indiscutible de ese espacio. Pero más allá de las bengalas, la realidad es que Puigdemont sigue atado a la aplicación de la Ley de Amnistía que pactó con Pedro Sánchez.
Por eso, todo apuntaba a que la estrategia del líder de Junts pasaba por entregarse. Desde que perdió el aforamiento, al dejar de ser eurodiputado, se arriesgaba a ser devuelto a España por la malversación, una vez el juez Pablo Llarena emitiera una nueva euroorden. De hecho, su detención servía para acelerar la aplicación de la medida de gracia: en caso de ir a prisión, podía pedir el amparo al Tribunal Constitucional, tal que este se pronunciara en contra de la posición del Tribunal Supremo, y le dejara libre. Todo dependería de cuánto tardara el TC en resolver su situación, si semanas o meses.
La eventual detención de Puigdemont reventaría la legislatura de Sánchez: si el líder de Junts acaba en la cárcel, este Gobierno no tendrá nuevos presupuestos, solo los prorrogados, ni nuevas leyes que aprobar, hasta que no saliera de ella. En La Moncloa pueden respirar aliviados de que la situación no se haya zanjado por ahora con ese escenario. Pero en Interior deben rendir cuentas por otro asunto también peliagudo: ¿Cómo logró el expresident cruzar la frontera y esfumarse después entre la muchedumbre?
Aunque, claro está, Puigdemont eligió con precisión la investidura de Salvador Illa para ajustar cuentas con ERC. Su aparición quería ser presentada como un “hito heroico”, movilizando a un país entero en su búsqueda. Pero de fondo, su show es el síntoma de un fracaso. Tanto tiempo negociando una amnistía para que no le estuviera siendo aplicada. Y si uno atendía a la composición del Arc de Triomf en Barcelona este jueves, allí básicamente había ciudadanos de una media de 50 años. Los indultos y la amnistía impedirán que otra generación de jóvenes se socialice en la idea del martirologio independentista, porque aquellos chavales que en 2012 tenían veinte años, hoy tienen más de treinta y están frustrados. La soledad de sus líderes también se hizo notar antes con la vuelta de Marta Rovira.
Y es que ambos partidos se han dedicado a apuñalarse durante diez años, en un juego de suma-cero del que ahora se benefician otros. La soberanista y xenófoba Aliança Catalana ha empezado a pescar en ese mar revuelto con discurso que va más allá del tema migratorio. Pide paso, bajo la idea de que tanto Junts como ERC se han rendido ante el Estado. Por su parte, Illa es el síntoma, no la causa, de que el independentismo pierda el Govern: el ciudadano prounidad de España está más desacomplejado que nunca, y los afines a la ruptura, en cambio, desmovilizados e incapaces de crear nuevos adeptos.
Sin embargo, Puigdemont cerró el procés con un juego de ilusionismo que se puede disipar con el paso de los días. La prueba es que Salvador Illa es president, aunque la incompetencia de ERC al frente de Interior, y todavía el limbo de la Ley de Amnistía tapen su protagonismo. Pero la normalidad política que traerá el PSC es el mayor hito del cambio de ciclo: que no sea ruidoso no quiere decir que no exista, sino al contrario, es su irrefutable síntoma.
Estefanía Molina, politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y en el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER. Presenta el podcast 'Selfi a los 30' (SER Podcast).