Ni Seseña ni Benidorm

El dilema entre crecimiento y crisis es recurrente. En la ciudad suele corresponderse con épocas de desorientación teórica e ideológica, que buscan acuerdos para superar las contradicciones. Estamos en una crisis, o lo que se podría llamar una acelerada desaceleración económica del sector de la construcción, tras una larga fase de desorbitado crecimiento que, a su vez, preludiaba un estancamiento inmobiliario. Desde el segundo semestre de 2006 es difícil que veamos un repunte al alza, al menos hasta bien acabado el segundo semestre de 2008.

La situación de alarma es tan inusitada como la fuerte reacción de prudencia de los compradores ante la información asimétrica que recibieron antes -como potenciales consumi-dores- y después, durante la previsible crisis de demanda frente a una oferta saturada en segmentos concretos. Se trata de un efecto de la subida de los tipos de interés y de las incertidumbres económicas provocadas por la marcha de la economía norteamericana y del mercado hipotecario en general. Esa incierta evolución, entre otras razones estructurales de mayor peso, abre un debate sobre la sostenibilidad general del sector de la construcción en nuestro país y su influencia en el PIB, en el que la edificación residencial ha llegado a alcanzar cuotas de casi el 16%, con un número de unidades de vivienda producida que no habíamos conocido nunca.

Ese debate coincide también con dos factores muy entrelazados: por un lado, la nueva percepción del cambio climático como una realidad inapelable desde el punto de vista científico y, por otro lado, con la relación directa que tiene la construcción y la vida de la ciudad, precisamente con el aumento o la disminución de ese cambio. Estas circunstancias se suman al persistente debate acerca de las torres en la ciudad y la pugna entre lo que se ha dado en llamar ciudad densa o -en otro sentido- compacta, frente a la despilfarradora ciudad difusa, basada en la cultura del despilfarro y del predominio irresponsable del automóvil y la movilidad insostenible.

En un país de tan grande y profundo crecimiento económico y edificatorio, las torres arquitectónicas de media y alta envergadura se proponen como una solución responsable para conseguir la densidad suficiente para equilibrar los costes ambientales y las cargas del metabolismo urbano en materia de energía y recursos, porque la experiencia del sprawl, producido por los suburbios alimentados por urbanizaciones de baja densidad y viviendas adosadas constituye una tara inaceptable para una ciudad equilibrada. El crecimiento metropolitano de estos años ha sido tan intenso que lasconurbaciones surgidas a su calor han producido todo tipo de desastres en baja y media densidad -unifamiliar y plurifamiliar-, tanto en la costa como en los desarrollos de ciudades del centro de la Península.

En todas las ciudades se solicitan, proyectan y promueven rascacielos más o menos altos y, en algunos casos, simplificando al extremo, se propone la ciudad turística de Benidorm como una alternativa sostenible o, al menos, como un mal menor, frente al caos conglomerado por el desarrollo espasmódico de las ciudades españolas. La simplificación proviene tanto de estudiar la construcción en altura como un caso singular y aislado, como de eludir los contextos en que se produce o debería producirse. Medidas como la limitación de plantas en algún territorio como Madrid aumentan el desconcierto, alimentado por la sensación de que las torres de firma resuelven el crecimiento deslavazado de las periferias, o mejoran a priori la vida en los centros.

Sin embargo, reducir el problema de la densidad al de la construcción singular en altura es doblemente engañoso. Al menos, lo parece tanto como sería, de forma sarcástica, considerar las 13.000 viviendas nacidas en el municipio de Seseña -al albur de decisiones administrativas sin amparo ambiental ni ordenación territorial digna de nuestro tiempo- como un ejemplo de construcción compacta y en altura, al menos mayor de la habitual. Semejante razonamiento serviría para argumentar que tales alternativas constituyen una solución al problema de la densidad de la ciudad compacta que un crecimiento sostenible delimita y requiere. Al margen de la ocultación de que tales experimentos, Seseña y Benidorm -como ejemplos relevantes de impostación de la densidad y la altura-, lo son de islas en el territorio, la exacerbación de estos modelos u otros parecidos quiebra un principio de información racional. Este principio exigiría informar a la ciudadanía acerca del hecho de que el territorio así construido ni constituye ciudad (aunque cuente con los equipamientos legales) ni favorece la soberanía de los ciudadanos sobre el espacio colectivo, y menos aún sobre el espacio público (aunque responda a un plan).

Con frecuencia creemos que ser ciudadano es ser peatón o habitante, consumidor... o turista. Sin embargo, la condición de ciudadanos la otorgan realmente otros atributos que están en el Gobierno, la decisión, el uso y el disfrute de la ciudad, plenos e iguales para todos. La doble simplificación consiste asimismo en hacer creer que no hay modelos de ciudad densa, sostenible y compacta que rebajen las cargas ambientales y contribuyan al confort urbano: y eso aunque estas ciudades existan y se desarrollen en las alturas convenientes, con los espacios libres necesarios (y no sólo reglamentarios), con los sistemas de usos y transportes adecuados (y no sólo suficientes o discriminatorios para edades, sexos o minorías), con los aportes de mezclas de usos, de accesos y de transferencia social responsables (y no sólo con las suficientes reservas de vivienda pública). Y, sobre todo, con la calidad de vida, el intercambio de flujos económicos y la dignidad estética y arquitectónica que tienen o intentan tener muchas ciudades españolas.

Vitoria, Santiago, Córdoba, Pamplona, Sevilla, Gijón, Girona o León..., por citar sólo unos pocos ejemplos a los que habría que añadir Sarigurren o Valdespartera (como nuevos barrios eficientes), van por ese camino. Las ciudades españolas luchan por la calidad de vida y contra el cambio climático, desde la nueva visión del transporte público, mediante la densificación ordenada del territorio para la residencia en relación con otros usos y desde la implicación de la ciudadanía que las dirige y regula. No desde la promoción de islas temáticas y desarrollos sin contexto urbano, en el que la carga ambiental se multiplica.

Simplificar o amplificar, siquiera irónicamente, los dudosos modelos de Benidorm y Seseña que -en mi opinión profesional- pertenecen claramente a un pasado obsoleto o propugnar, sin límites claros, la construcción de islas en altura es exagerado. En ese aspecto, las boutades de algunas afirmaciones poco matizadas vuelven a esconder la tentación dogmática de los arquitectos hacia la ciudad, sujeta a movimientos pendulares y cíclicos. Tales actitudes desmesuradas crecen o entran en crisis a la par que los discursos teóricos y económicos sobre la ciudad. A veces se olvida que los profesionales del urbanismo y la arquitectura podemos caer en involuciones gremiales o endogámicas extemporáneas. Especialmente, si llevamos a la opinión pública presunciones -más allá del bien y del mal- que medien acerca de proyectos o teorías exentos de responsabilidad social (o ambiental); lo que a todas luces, además de falso, es inaceptable en una democracia madura.

Carlos Hernández Pezzi, arquitecto y presidente del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España.