Ni tecnófobos, ni tecnófilos

Parece necesario analizar críticamente la sociedad de mercado en la que nos vamos transformando. Una sociedad en la que bajo el control de grandes grupos de inversión global, empresas campeonas de los servicios, de la publicidad, las comunicaciones o la distribución, junto a los gigantes de la informática, están conformando un mundo a su medida. Empresas que hoy son las que tienen mayor valor —en capitalización bursátil— del mundo.

A la altura de 2018, de los 7.400 millones de habitantes del planeta más de la mitad somos población online. Solo Facebook contaría con 2.200 millones de cuentas, mientras existen 5.000 millones de cuentas de correo electrónico. Somos miles de millones los usuarios de sus aparatos, aplicaciones o contenidos. Que les pagamos con dinero, o bien como emisores (gratuita minería de datos personales) o receptores (de publicidad cada vez más personalizada).

Porque se están generando nuevos modelos de negocio, nuevos productos o procesos ahora digitalizados: en los transportes, industria, ocio (compras multimillonarias de objetos virtuales en videojuegos), información, biotecnologías, sanidad, comunicaciones, hostelería (personal de limpieza, viviendas turísticas), educación, viajes, big data o robótica, entre muchos otros. Una monetización que se acelera con la digitalización online de las más diversas necesidades sociales (sanitarias, recreativas, asistenciales, geriátricas, vacaciones, ciberseguridad, ocio, etcétera).

Sociedades en las que megaempresas globales abducen lo público y lo colaborativo, desarrollando estrategias privativas tanto en la capa física o de transporte y dispositivos como en la capa lógica de transmisión o software y en la de contenidos. Nos transformamos en clientes (tanto si compramos como si te contratan como falso autónomo), y de ciudadanos mutamos en consumidores o en proveedores, evaporándose la condición del trabajador asalariado con empleo decente. Un mundo en el que en nombre de la libertad del consumidor (y la circulación de bienes y capitales) se socava la producción nacional y los pactos sociales asociados.

Sin caer en posiciones tecnófobas (pues en numerosas ocasiones se nos libera de tareas repetitivas o peligrosas), creo que es conveniente, a la vista de lo que precede, tomar distancia respecto a los muy numerosos tecnófilos u optimistas tecnológicos. De aquellos que solo ven lo que pueden mejorar las nuevas tecnologías (según ellos, desde el cambio climático hasta las guerras, pasando por el desempleo o la pobreza), pero son incapaces de imaginar qué es lo que destruirán. Lejos de una economía competitiva se han ido conformando oligopolios o cuasi monopolios privados con muy pocas marcas. Tres marcas constituyen hoy un oligopolio global del videojuego. O como se pone de manifiesto con las recientes multas de la Comisión Europea a Alphabet-Google por abuso de posición dominante en las compras online. O numerosas sentencias judiciales a este tipo de empresas a lo largo del mundo por tales abusos.

Asuntos que tienen que ver con que dos o tres empresas controlen miles de patentes y modulen la innovación, o con que puedan permitirse perder miles de millones para eliminar a sus competidores. Porque su pasatiempo favorito es la falsa localización de patentes, marcas y logos en los centros offshore. Hoy día, las empresas de EE UU declaran realizar la mitad de sus ganancias en Países Bajos, Luxemburgo, Irlanda, Bermudas, Suiza o Singapur. Gorroneo fiscal global.

Porque tanto en su núcleo como en su entorno empresarial emplean a nuevos sirvientes, realizadores de tareas, socios o falsos autónomos que tienen una jornada laboral difusa (con plena disponibilidad), realizan en parte labores no remuneradas, siempre a tiempo parcial, su remuneración casi nunca es salarial, asumen microtareas externalizadas y ya no son despedidos sino desactivados. Provocándose así un aumento galopante de la exclusión, la precariedad, el subempleo, la pobreza laboral o la desigualdad.

Se acelera así, como nunca antes, el que una economía de mercado mute en una sociedad de mercado, en la cual el consumismo y el crecimiento ciego invaden y determinan todos los ámbitos de la vida. En una tal sociedad global, los seguros públicos de desempleo, los sistemas de pensiones o la cobertura sanitaria universal se transforman en asuntos que encarecen la producción.

Potenciando además un altísimo riesgo de dominio social (ciberdictaduras) por quien disponga de información crucial para condicionar la opinión pública en procesos electorales. Ya que la actual disponibilidad de masivos registros digitalizados (de tarjetas de compra, de telefonía, de comercio electrónico o de navegación por Internet) sobre casi todas nuestras relaciones sociales abre oportunidades insospechadas para el control y la gestión de preferencias, para la ingeniería social.

Albino Prada es ensayista y profesor universitario. Acaba de publicar Crítica del hipercapitalismo digital (Los libros de la Catarata).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *