Ni un paso atrás

Este 8 de marzo fui a la marcha por el Día Internacional de la Mujer luciendo la remera color morado que usan las españolas con el lema: “Ni un paso atrás”. Llevé en el cuello el pañuelo verde que usamos las argentinas con el estampado: “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir”. En el brazo izquierdo me anudé el pañuelo verde que usan las brasileñas: “Nem presa nem morta por aborto” y “Nem uma a menos”, y también el de las chilenas: “No bastan 3 causales”. Si hubiera tenido más pañuelos de otros países del mundo, más símbolos, más pulseras, más adornos, más lemas, los habría llevado. Porque la suma de todos esos reclamos o deseos es el grito feminista global que se hizo oír este 8 de marzo en el mundo entero. Estamos juntas, aunque nos separen miles de kilómetros de distancia. De algún modo cada mujer que salió a la calle con su reclamo reclamaba por todas. Y eso, lo extendido del movimiento feminista, su poder de derramarse hasta llegar a cualquier rincón del planeta, produce pavor en sectores conservadores que salen como compadritos a agitar el dedo índice y pegar cuatro gritos creyendo que con eso lograrán que nada cambie. El problema, para ellos, es que el cambio ya empezó y es imparable.

Lo que pedimos no es igual para todas, porque aunque el movimiento feminista es global las prioridades son diferentes según el país donde vivimos. A veces incluso según la ciudad donde vivimos. Las mujeres que ya obtuvieron conquistas básicas pueden ir por nuevas. Las que no, seguimos reclamando derechos que pueden parecer obvios. Por ejemplo, en mi país, las mujeres tenemos hoy dos prioridades: que no nos maten por violencia machista, que no muramos por abortos clandestinos. Cuando hay que pelear por la vida, las otras batallas se dejan para mejores momentos. Según el observatorio Ahora Que Sí Nos Ven, asesinaron a 54 mujeres por violencia machista en los dos primeros meses de 2019. Un femicidio cada 26 horas. Semanas atrás, una fiscal de Tucumán, el poder ejecutivo de esa provincia a través de su ministerio de salud, el arzobispo y organizaciones antiderechos que se hacen llamar “pro vida”, lograron por medio de distintas maniobras dilatorias que no se pudiera practicar un aborto legal a una niña de 11 años violada por la pareja de su abuela. La niña reclamaba: “Que me saquen lo que el viejo me puso adentro”. No les importó. Fue condenada a continuar y parir por medio de una cesárea en la semana 23. El bebé que obligaron a nacer murió el viernes. Quienes se arrogan el eslogan: “Salvemos las dos vidas”, no salvaron nada, pero sí torturaron y pusieron en peligro a una niña que pesa menos de 50 kilos, había pedido el aborto legal en la semana 16, y se le debería haber practicado en las 48 horas siguientes.Ante casos como estos es difícil reclamar otros derechos muy necesarios pero menos urgentes.

En los femicidios y en el aborto clandestino, el campo de batalla es el mismo: el cuerpo de la mujer. Sobre ese cuerpo es donde otros pretenden tomar decisiones por nosotras. Una forma de esclavitud que persiste en el siglo XXI. ¿Por qué algunos se creen con derecho a esclavizarnos? Porque para ellos el cuerpo de la mujer sigue siendo, antes que nada, un aparato reproductor. No ven a la persona, no ven sus deseos, no ven su proyecto de vida, solo ven una incubadora que si no está dispuesta a ser madre al menos debe cumplir con la obligación de entregar su útero para que el embarazo se desarrolle y luego dar ese bebé en adopción. En mi país, esta visión de la mujer como prioritariamente reproductora resultó evidente cuando los senadores prefirieron asumir la responsabilidad por la muerte de mujeres en abortos fuera del sistema de salud antes que otorgarnos el derecho a interrumpir un embarazo involuntario. Pero también han aparecido manifestaciones preocupantes en países que parecían tener el tema zanjado. El mes pasado, mientras estuve de visita en Madrid, grande fue mi sorpresa al escuchar que el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, decía que pretendía volver a la ley de aborto del año 1985 —una ley más restringida que solo lo autoriza por causales— porque “si queremos financiar pensiones debemos pensar en cómo tener más hijos, no en abortar”. Y advirtió que España pasa por un “invierno demográfico” que pone en peligro no solo el sistema de pensiones, sino también el de salud y el de prestaciones públicas. O sea: unas descaradas antipatriotas las mujeres españolas que hacen peligrar la economía por no decidirse a tener hijos aunque no quieran. Increíble razonamiento que quienes lo acompañaban convalidaban con gesto afirmativo como si estuviera diciendo una genialidad.

A pesar de la espeluznante realidad que vive la mujer argentina —y muchas latinoamericanas—, a pesar del resurgir de voces conservadoras en España, Estados Unidos y otros países donde se habían logrado avances, a pesar de la preocupación de todas, la marcha del día 8 de marzo fue una fiesta colmada de alegría. En mi ciudad, Buenos Aires, mujeres jóvenes con los rostros maquillados con glitter caminaban abrazadas, enfundadas en colores verdes, morados o naranjas, que representan la separación de la Iglesia y el Estado. Muchas llevaban niños pequeños adornados con cintas o pañuelos de los mismos colores. Hubo cantos, bailes, performances, acróbatas arriba de zancos, círculos de chicas tomando mate, risas, encuentros. En medio de la avenida de Mayo convocaron a un “bombachazo” (en España debería decirse “bragazo”): un grupo de jóvenes armó una tira de bombachas / bragas atadas una a continuación de la otra, las alzaron, y las demás pasábamos por debajo pidiendo un deseo. El deseo más escuchado fue: “Aborto legal, seguro y gratuito”. No hay hoy manifestación política en Argentina —un país donde solemos estar siempre muy irritados— que tenga semejante clima distendido y festivo. El encuentro en la calle resultó una fiesta de hermanas.

Nuestro grito feminista se conforma con la suma de los gritos por deseos individuales. Este 8-M, cada chica llevó un cartel donde contaba a las otras por qué estaba allí. Algunos eran cartones improvisados escritos con tinta azul; otros, pósteres artísticos elaborados con esmero y materiales sofisticados. “Niñas, no madres”, “Ni Dios, ni patrón, ni marido”, “Trataron de enterrarnos pero somos semillas”, “Aborto clandestino, no va más”, “No estamos todas, faltan las asesinadas”, “De camino a casa quiero ser libre, no valiente”, “Femicidas sueltos+aborto clandestino=mujeres en peligro”, “Ni sumisa ni devota, te quiero linda, libre y loca”, “Vivas nos queremos”, “Estoy harta, harta, harta”, “Mi mamá me enseña el derecho a elegir, ella eligió tenerme”, “Si nosotras paramos se para el mundo”, “Girls just want to have fundamental rights”, “Por más mujeres músicas en los escenarios”, “La mujer decide, la sociedad respeta, el Estado garantiza, la Iglesia no se mete, el decorado se calla”. Me imagino que en cada país habrá habido distintos carteles que gritaban diferentes deseos. Pero esos gritos individuales sonaron como un coro de voces cantando una misma canción. Y que no espante la palabra grito porque con el mejor tono se puede decir que las mujeres debemos parir para sostener el sistema de pensiones.

Si tengo que elegir un grito en este 2019, me quedo con el estampado en la remera morada que me regaló Rosa Montero: “Ni un paso atrás”. Ni un paso atrás, chicas, que estamos todas para cuidarnos.

Claudia Piñeiro es escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *