Nicaragua vivirá el próximo mes otro proceso electoral, exactamente un año después de las elecciones generales de noviembre de 2021, que dieron paso al cuarto mandato consecutivo de Daniel Ortega, presidente desde 2007.
Los comicios del 6 de noviembre serán municipales, en ellos se elegirán alcaldes, vicealcaldes y miembros de los consejos deliberantes en 153 alcaldías, de las cuales, desde 2017, 135 están en manos del oficialista Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Además, desde principios de julio de este año, cinco más pasaron al control del FSLN cuando se destituyó a los alcaldes de oposición para nombrar, de facto, a correligionarios del partido gobernante.
La expectativa de cambio con estas elecciones es ciertamente menos alta que la del año pasado, aunque la importancia de estos comicios no es menor dado que los resultados podrían implicar el ocaso definitivo del pluralismo democrático, de lo que Nicaragua ya padece. Para la institucionalidad también será un golpe radical. A nivel nacional, el Gobierno sandinista ya tiene el control sobre los otros tres poderes del Estado. Pronto, ese influjo coparía toda la estructura municipal.
La pregunta que surge en este momento es si este proceso electoral tendrá los mismos rasgos con los que la OEA caracterizó al sufragio presidencial de 2021. La Asamblea General de la OEA concluyó, por 25 votos a favor, siete abstenciones y solo el voto en contra de Nicaragua, que aquellas elecciones “no fueron libres, justas ni transparentes y no [tuvieron] legitimidad democrática”. La respuesta parece obvia, pues las condiciones no han cambiado o, incluso, de acuerdo a la información disponible, han empeorado a nivel local.
Este año, a través de la Ley 1116, la Asamblea Nacional reformó la Ley Electoral —que ya había sido reformada en 2021 para las elecciones presidenciales—, pero no modificó las disposiciones que restringen indebidamente los derechos de participación política y las libertades públicas. Por tanto, siguen vigentes preceptos que obligan a los partidos a pedir autorización policial para reunirse con sus adeptos en una concentración durante la campaña (Art. 89.1), o que prohíben a la ciudadanía realizar manifestaciones, las que están reservadas únicamente a quienes competirán en las elecciones (Art. 95).
La Ley 1116 redujo la duración de la campaña electoral a menos de la mitad, de 42 a 20 días. En un contexto como el actual, en el que el oficialismo controla el 92% de las alcaldías y está postulando a 111 alcaldes y vicealcaldes en ejercicio, esta reducción afectaría a otras opciones políticas que, como se ha denunciado, no contarían con el suficiente tiempo para hacerse conocer o para difundir y discutir sus propuestas con el electorado. Ésta sería una desventaja en términos de las condiciones generales de igualdad en el acceso a la función pública, derecho reconocido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
La contienda municipal no contará con la participación de los tres partidos políticos que fueron cancelados arbitrariamente por el Consejo Supremo Electoral en 2021. Uno de ellos, Ciudadanos por la Libertad, administraba hasta julio una cuarta parte de las alcaldías de oposición. Es predecible que tampoco participen muchos aspirantes dispuestos a servir y a aportar al desarrollo de sus comunidades, pues el encarcelamiento de siete precandidatos presidenciales y otros líderes y lideresas políticos y sociales meses antes de las elecciones generales de 2021 —hoy condenados como traidores a la patria— no es precisamente un estímulo para postularse.
En este último tiempo la represión en el país ha sido más ostensible fuera de la capital, especialmente vehemente en ciertos municipios, como Masaya, donde en septiembre un despliegue de cientos de efectivos policiales impidió las procesiones en honor de su santo patrono. Semanas antes, en Sébaco y Matagalpa, 15 personas, entre sacerdotes y laicos, fueron retenidas por las fuerzas de seguridad en ambientes eclesiásticos entre 3 y 15 días, respectivamente. Actualmente, ocho de esas personas, incluido el Obispo de Matagalpa, están en prisión preventiva o en detención domiciliaria bajo investigación penal por haber, supuestamente, intentado organizar grupos violentos con el propósito de desestabilizar al Estado y atacar a las autoridades.
En septiembre, en los municipios de Jinotepe, Juigalpa, Managua, Matagalpa, Nagarote y Nueva Guinea, la policía ha detenido a miembros de UNAMOS, partido con orígenes en una escisión del FSLN hace más de 25 años. Aunque UNAMOS no tiene reconocimiento legal para participar en los comicios, es una de las organizaciones políticas más influyentes en el país. Además de capturar a diez de sus militantes en el último mes, la policía también ha detenido arbitrariamente a cónyuges, hijos y hermanos de otros integrantes, pasando el mensaje, implícito y explícito, de que no serán liberados hasta que su familiar integrante del partido se entregue a las autoridades. Esta incalificable acción se ha dado en más de un caso, sumándose a los patrones de persecución política que se practican en Nicaragua desde 2018.
La última ola represiva no ha excluido a los medios de comunicación locales. Según sociedad civil, entre los 26 medios clausurados en Nicaragua en lo que va de este año, 23 operaban en 19 municipios de los departamentos de Chinandega, Estelí, Jinotega, León, Matagalpa, Nueva Segovia y Río San Juan, y en las Regiones Autónomas de la Costa Caribe Sur y Norte. Cerrar esas emisoras de radio y televisión significa, de cara a las elecciones municipales, restringir canales de comunicación, información y discusión sobre asuntos de interés público.
La sociedad civil organizada a nivel local tampoco ha escapado de la feroz acometida estatal de reducción del espacio cívico y democrático. De las más de 2,514 organizaciones que en 2022 han sufrido la cancelación de su personalidad jurídica —cifra sin precedentes según el propio Relator Especial de Naciones Unidas sobre el derecho a la libertad de reunión pacífica y de asociación—, una buena parte operaba en municipios postergados y alejados de la capital, incluidos los de la Costa Atlántica con extensa población indígena y afrodescendiente.
Estos son algunos de los elementos que configuran el escenario previo a las elecciones municipales del 6 de noviembre, luego de las que Nicaragua podría quedar aún más sometida a un gobierno refractario a la discrepancia y al pluralismo y que concentrará en sus manos todo el poder político, lo que contradice principios básicos de un Estado democrático de derecho. Por ello, la comunidad internacional no puede dejar sola al pueblo de Nicaragua, que por décadas ha luchado, y sigue luchando, por el reconocimiento de sus derechos y por volver a vivir en una verdadera democracia.
Alberto Brunori es representante regional de la Oficina Regional del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos para América Central y el Caribe.