Niebla en el Canal

Por José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencia Política en la UNED (EL PAÍS, 04/06/06):

Denostar la Constitución Europea parece hoy lo políticamente correcto. Pero dicha Constitución fue preparada por una Convención integrada por más de cien representantes de gobiernos y parlamentos nacionales de 25 países. Posteriormente fue negociada, acordada y firmada por los representantes de 25 gobiernos democráticamente elegidos. A continuación, fue sancionada por más de dos tercios de los representantes electos de los ciudadanos en el Parlamento Europeo. Y a fecha de hoy, el texto ha sido ratificado por los parlamentos y ciudadanos de 15 Estados miembros, siendo muy probable que el número de Estados que accedan a ratificar el texto en vía parlamentaria (acompañada o no de referéndum popular) termine por elevarse a cuatro quintos.

En términos históricos, en lógica democrática y, desde luego, teniendo en cuenta el carácter necesariamente novedoso y experimental del proyecto de integración supranacional europeo, resulta difícil pensar en estándares de legitimidad democrática más exigentes.

El texto constitucional no es perfecto, ni tampoco aspira a serlo. Un orden de libertad abierto como el que se aspira a construir en Europa sólo puede basarse en compromisos entre visiones contrapuestas. Ninguna Constitución resuelve los problemas: sólo aspira a fijar los valores de una colectividad, proporcionar unas reglas del juego justas, configurar unas instituciones y mecanismos eficaces y proporcionar unos principios generales con los que resolver los conflictos que surjan. Pero como todo conocimiento es contingente e incompleto y toda institución por naturaleza imperfecta, los errores abundan. En el proceso constitucional europeo se han cometido muchos errores, es absurdo negarlo. Éstos deben ser examinados y las lecciones que se extraigan de ellos incorporadas. El doble no a la Constitución en Francia y en Holanda ha supuesto un golpe muy severo y debe obligar a la clase política europea a realizar una reflexión profunda acerca de cómo reconectar a los ciudadanos con el proceso de integración.

Con todo, las virtudes del tratado constitucional se hacen particularmente evidentes cuando se observa que la mayoría de los remedios que se proponen estos días (el presidente del Consejo, el ministro de Exteriores, el papel de los Parlamentos nacionales, las políticas de inmigración, la lucha contra el crimen, la integración flexible...) están ya incorporados en la Constitución Europea. Mientras, muchas de las tareas que se exigen a la Unión (como la creación de empleo, la política económica o la política social) no están en la Constitución o lo están de modo incompleto porque algunos gobiernos (el británico entre ellos) amenazaron con vetar el proyecto si se traspasaba lo que enfáticamente denominaron "líneas rojas".

Hasta tal punto influyeron los británicos en el Tratado que presumían en público de que era un Tratado más británico que francés. Y, sin embargo, después de haber negociado y firmado el texto, hoy se niegan a ratificarlo con el argumento de que es gravemente dañino para los ciudadanos. El propio Jack Straw, ministro de Exteriores de Blair, defendió "un sí claro" a la Constitución Europea con motivo de la presentación a la Cámara de los Comunes del proyecto de ley de ratificación de dicha Constitución, el 26 de enero del año pasado. En concreto, argumentó que "la Constitución Europea fija y limita los poderes de la UE haciéndola más flexible a la vez que más eficiente; otorga a los Gobiernos nacionales mayores posibilidades de influir; rediseña y agiliza la Comisión Europea; facilita un mayor control sobre el Parlamento Europeo por parte de los parlamentos nacionales y garantiza una mayor coherencia en las relaciones de la UE con el mundo". Así de claro.

En su brillante discurso de Birmingham, en noviembre de 2001, Blair parafraseó la famosa frase de Churchill acerca de "la tragedia de Europa" para referirse a la "tragedia británica", que describió como la incapacidad de entender que el interés nacional británico consistía en apostar decisivamente por Europa. Entonces ironizó con la posición históricamente sostenida por los británicos respecto a la integración europea: "Primero dijimos que no ocurriría; luego que no funcionaría; por último, que no la necesitábamos".

El Reino Unido no influyó en el diseño de la Comunidad Económica Europea, tampoco en el de la Unión Económica y Monetaria, pero sí en la Constitución Europea. Ahora, el Reino Unido invierte su posición y vuelve a instalarse en la contradicción que siempre ha dominado su política europea: intentar liderar Europa desde fuera, sin comprometerse a fondo, sin participar en sus políticas más importantes y sin aceptar otra regla que no sea la unanimidad.

Ciertamente, Europa carece ahora de rumbo. El proyecto europeo es víctima de la falta de liderazgo, el oportunismo más ramplón e incluso el cinismo más descarado. Ése parece ser el verdadero signo de los tiempos europeos. Mientras Blair da la vuelta a todas las promesas que realizara de llevar al Reino Unido al corazón de Europa, Chirac y la derecha francesa se niegan a asumir responsabilidad alguna en el fracaso constitucional y la izquierda del no confirma lo que ya sabíamos: que carece de alternativa viable alguna.

Los proponentes del no prometieron a los ciudadanos que traerían otra Europa: una Europa social, verde y solidaria. Por su parte, los británicos nos prometen hoy una mini-Europa plena de empleos y políticas concretas. Pero delante de nosotros lo que tenemos es una Europa en la que crece el nacionalismo económico, abunda la miopía política, se extiende el populismo xenófobo y se propone el rechazo a admitir nuevos miembros.

Como es natural, todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión y a promover sus ideas. Lo deseable es que éstas conduzcan a un texto mejor (aunque, en las actuales circunstancias, esto no parece nada probable). En cualquier caso, lo que sí parece exigible es que las alternativas, mejoras o sustitutos que se planteen gocen, como mínimo, de la misma transparencia, niveles de apoyo y grados de legitimidad que los que ha recibido hasta ahora la Constitución Europea. Hoy por hoy no es el caso así que, mientras tanto, no se puede decir que la Constitución esté muerta.