Nigeria va avanzando despacio para consolidarse como nación

A los nigerianos les gusta el teatro político, en particular si es estridente, pintoresco y tiene un reparto con abundancia de personajes “buenos” y “malos”. Semejante melodrama ha abundado desde noviembre de 2009, cuando un enfermo Presidente Umaru Yar’Adua fue trasladado por vía aérea al extranjero para recibir tratamiento hasta justo después de las recién concluidas elecciones generales, las cuartas desde el fin del gobierno militar en 1999. Según los resultados oficiales, Goodluck Jonathan, quien sucedió a Yar’Adua a su muerte y pasó a ser el candidato del Partido Popular Democrático (PPD), juró su cargo de Presidente el 29 de mayo.

Jonathan era el más inverosímil de los candidatos en la implacable partida del poder presidencial de Nigeria. Pertenece a la minoría étnica ijaw del Sur-Sur, una de las seis regiones políticas de Nigeria, mientras que, históricamente, el país ha estado gobernado por los tres grupos étnicos mayores –los hausa-fulani, pertenecientes principalmente al Noroeste y al Nordeste, los igbos del Sudeste y los yorubas del Sudoeste. Unas complejas negociaciones étnicas habían hecho de Jonathan el compañero de candidatura de Yar’Adua en las fraudulentas elecciones de 2007.

Jonathan entró en la campaña electoral luchando contra poderosos políticos conservadores norteños que insistían en que, conforme al acuerdo oficioso del PPD para que se turnaran en el poder el Norte y el Sur, su región tenía derecho a ocupar el poder durante cinco años más. Al fin y al cabo, según sostenían, Olusegun Obasanjo, predecesor de Yar’Adua y procedente del Sur, mayoritoriamente cristiano, había ejercido el poder presidencial durante ocho años ininterrumpidos.

Pero una característica poco reconocida de la política nigeriana es la de que los ciudadanos suelen respaldar a los considerados perdedores. El PPD, que había ocupado el poder desde 1999 y no había abordado los apremiantes problemas económicos y políticos del país, no era el favorito en las encuestas. Además, en todo el país había el convencimiento de que la renovada Comisión Electoral Nacional Independiente (CENI), encabezada por Attahiru Jega, respetado profesor universitario, contribuiría a reducir al PPD a sus debidas proporciones al garantizar por fin unas elecciones libres y justas.

En las elecciones legislativas del 9 de abril, los comicios presidenciales del 16 de abril y las elecciones estatales celebradas diez días después, el predominio del PPD quedó, en efecto, reducido, pero sus pérdidas no fueron los bastante importantes para permitir a cualquiera de los cuatro principales partidos de oposición –el Congreso de Acción de Nigeria (CAN), el Congreso para el Cambio Progresista (CCP), la Gran Alianza Pan-progresista (GAP) o el Partido Popular Pan-nigeriano (PPP)– substituirlo. El PPD sigue controlando firmemente los legislativos central y de los estados y ha conservado la mayoría de las gobernaciones de los estados.

Jonathan no sólo obtuvo una mayoría popular en las elecciones presidenciales, al vencer a Muhammadu Buhari, del CCP, quien contaba con un amplio apoyo en el Norte, sino que, además, cumplió los otros requisitos constitucionales de obtener una cuarta parte de los votos en dos tercios de los 36 estados.

Algunos periodistas locales y grupos de la sociedad civil van a impugnar ante la CENI la autenticidad de algunos de los resultados y el CCP va a hacer lo propio con  el resultado de la votación de las elecciones presidenciales, pero no cabe duda de que la impresión de perdedor político que daba Jonathan, hostigado por los “malos” de dentro y de fuera de su partido, contribuyó en alguna medida a mejorar la suerte del PPD.

Ahora el imperativo principal de Nigeria es el de mantener la paz y la unidad entre los díscolos grupos étnicos, sin por ello dejar de aplicar reformas normativas, políticas y constitucionales encaminadas a acelerar el ritmo de la democratización, conseguir una prosperidad compartida y ligar firmemente las partes constituyentes de Nigeria en una “unión más perfecta”. El intento de secesión de Biafra en 1967 y la posterior guerra civil en la que hubo millones de muertos, fue desencadenado por unas elecciones amañadas, una corrupción oficial en gran escala y la inescrupulosa utilización de la etnicidad para obtener fines políticos. El PPD  volvió a introducir esos procedimientos desde que tomó el poder, con el respaldo de los generales en retirada, en 1999.

No es de extrañar que el sentimiento secesionista siga siendo muy intenso. El Movimiento para la Consecución del Estado Soberano de Biafra (MCESB), milicia encabezada por jóvenes de la región de los igbos que hace campaña en pro de la disolución pacífica de Nigeria, surgió al final de 1999, poco después de que Obasanjo, de la etnia yoruba, ocupara el cargo. El MCESB, justamente agraviado porque los sucesivos dirigentes nigerianos no han hecho nada para abordar los problemas políticos y económicos de la región de los igbos, sigue impugnando la autoridad del gobierno central en esa región.

La violencia política que barrió varios estados norteños después de  la derrota de Buhari forma parte de una tendencia en ascenso: un sentimiento étnico y religioso de estrechas miras, alimentado por la sensación de una patente marginación política y una  pobreza cada vez más profunda, está desplazando cada vez más la conciencia cívica y la participación activa de los ciudadanos que una política democrática debería crear.

Buhari obtuvo muy buenos resultados en su región natal y Jonathan en la Nigeria meridional, lo que dio la impresión de que las grietas latentes del país están a punto de reventar. Aun así, la violencia, impulsada por la depauperada juventud norteña, puso primero en su punto de mira a los ociosos y egoístas ricos de su región antes de degenerar en ataques de represalias entre los musulmanes norteños y sus homólogos cristianos. Tampoco arraigó la violencia en la región septentrional central, que nominalmente forma parte de un “gran” Norte, cuyos dirigentes están aplicando ahora un proyecto político independiente.

También se debe observar detenidamente el extremo Norte, algunos de cuyos dirigentes respondieron, como el MCESB, al ascendiente de Obasanjo haciendo suya la legislación de la sharía islámica. De hecho, The Economist señaló recientemente la inestabilidad de esa región, con una militancia en aumento entre los jóvenes y unos ataques a civiles y a las fuerzas de seguridad cada vez más comunes.

Si se aplicaran los llamamientos en aumento por parte de dirigentes políticos sureños en pro de un “verdadero federalismo”, reducirían la parte correspondiente al Norte de los ingresos por petróleo, lo que desestabilizaría el país aún más, a no ser que Jonathan lo aplique de forma bipartidaria y desinteresada. Entretanto, una juventud inquieta y armada en el delta productor de petróleo, la región natal de Jonathan, está esperando a ver qué dividendos aportará “su hijo” a su patria, durante mucho tiempo desatendida.

En vista de ello, hay pocas razones para esperar que otros cuatro años de gobierno incompetente del PPD conviertan a Nigeria en un estado federal más próspero y estable. Aun así, el hecho de que se contuviera la violencia posterior a las elecciones y de que la oposición, en particular en el Sudoeste yoruba encabezado por el CAN, esté afianzándose equivale a un soplo de esperanza. Las naciones, como la política democrática, tardan en formarse y consolidarse. Tal vez  las elecciones de Nigeria que acaban de concluir le hayan aportado un poquito de ese futuro mejor.

Ike Okonta, analista político y escritor radicado en Abuja. Actualmente es miembro del Open Society Institute de Nueva York. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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