Ningún joven cubano más debe morir por causa del servicio militar obligatorio

Hace casi un mes, un rayo impactó uno de los depósitos de más de 50,000 metros cúbicos con crudo de la mayor reserva de combustible en Cuba. La explosión generó una reacción en cadena que hizo estallar más tarde otros tres tanques de petróleo. El incendio, que se produjo en la zona industrial de la provincia de Matanzas, es la mayor catástrofe de este tipo ocurrida en el país: se propagó durante cinco días, sus llamas alcanzaron los 2,000 grados centígrados, el gobierno tuvo que pedir ayuda internacional para socorrerlo y dejó 146 personas lesionadas y 16 fallecidas. Cuatro de los muertos eran jóvenes que cumplían el servicio militar obligatorio.

Estos cuatro jóvenes, cuyos restos óseos hallados no pudieron ser identificados de manera absoluta debido a las altas temperaturas a las que sus cuerpos estuvieron expuestos, son las víctimas más recientes del servicio militar obligatorio en Cuba.

Cada año, el régimen cubano obliga a los hombres que se acercan a la mayoría de edad a prestar servicio en el Ejército: 14 meses los que tienen una plaza en la universidad —sin el licenciamiento del servicio no se admite estudiar en las universidades— y dos años el resto. Desde los 17 años —edad en la que aún se consideran niños según los estándares internacionales—, el gobierno los incorpora a sus filas y solo exonera de esta obligatoriedad plasmada en ley a los discapacitados físicos o mentales. En el caso de las mujeres, la ley les deja la libre elección de decidir si internarse o no en el peligroso terreno de las armas de fuego, los ejercicios militares y la “guerra en tiempo de paz”. Un escenario tenebroso en el que una cifra considerable de jóvenes pierde la vida sin siquiera haber comenzado a vivirla.

El régimen oculta las cifras anuales de reclutas muertos. Las hace públicas solamente cuando los lamentables sucesos llegan a los medios mainstream fuera de la isla, como este último caso de los jóvenes bomberos. Pero el régimen no puede desaparecer las historias y estas terminan saliendo a la luz gracias a los relatos de los compañeros de esos soldados muertos o por los testimonios desgajados de los familiares.

Un joven que le dispara a otro de 18 años mientras duerme. Un oficial que se suma al juego de dos reclutas con un arma de fuego, le apunta a la cabeza a uno de ellos de 18 años, pensando que el arma está descargada, y le clava un disparo entre la nariz y el labio superior. Una brisa que hace rodar siete tubos de acero sobre un techo y caen encima de un joven de 18 años que corta el césped. Con 18 años, un soldado que ha intentado infructuosamente escapar por mar del país y del servicio militar en un armatroste, encerrado en un calabozo a la espera de juicio, toma una sábana y se cuelga del cuello.

La anterior secuencia de pasajes demuestra el peligro capital que significa entregarle un arma de fuego a un muchacho que recién ha arribado a la mayoría de edad o que ni siquiera la rebasa. Hacerlo es preparar el terreno para enterrar cuerpos y destrozar familias y sueños.

Pero las armas de fuego no son la única causa de muerte o el único riesgo que encuentran en las unidades militares. La implantación de un regimiento forzado y una conducta que nada tiene que ver con los chicos de estas edades, en muchos casos, los lleva a buscar con desesperación una salida: autoagredirse para tomar las heridas de su cuerpo como un documento válido que los haga escapar del suplicio.

Por eso, lamentablemente, no es inusual que se traguen un clavo o un tornillo, que se corten las venas, que disparen al aire para fingir un trastorno que los pueda llevar a hacerlo contra ellos mismos o contra algún compañero. Atentar contra sus cuerpos, contra sus vidas, es la salida para dejar de custodiar unidades militares en las madrugadas con un rifle en los brazos, para dejar de marchar bajo el sol, para dejar de manejar tanques de guerra, para dejar de colocar explosivos en un campo.

El régimen cubano instauró el servicio militar obligatorio en 1963 bajo la justificación de la latente intención de Estados Unidos de invadir la isla. Seis décadas después, tal confrontación no ha sucedido ni hay ningún indicio que haga pensar que vaya a ocurrir.

Sin embargo, el concepto de plaza sitiada mantiene en pie esta decisión arbitraria y absurda que deja sin vida a jóvenes que no tienen la preparación ni la actitud para asumir la tamaña responsabilidad de la defensa de un país. El régimen debe levantar esta obligatoriedad para que ningún joven cubano más muera por esta causa.

Abraham Jiménez Enoa es periodista en Cuba y cofundador de la revista ‘El Estornudo’.

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