Ningunear el derecho a la educación

La pandemia ha puesto a la sociedad española ante muchos espejos. La emergencia de salud pública ha obligado sin duda a responder primero a lo urgente, pero inmediatamente después a tener alternativas para lo importante. Casi incrédulos, hemos asistido a un silencio ensordecedor con respecto a la educación, que no ha formado parte ni de lo urgente ni de lo importante. La educación se ha excluido de los servicios esenciales y no ha aparecido por ninguna parte en el diseño de las fases de la desescalada, que han regulado incluso las condiciones para realizar corridas de toros. La Conferencia Sectorial de Educación (que reúne a los consejeros autonómicos con los responsables del ministerio) ha debatido más sobre el carácter evaluable del tercer trimestre que sobre cómo garantizar el derecho al aprendizaje durante y después del confinamiento.

El resultado es que, después de dos meses y medio de estado de alarma y a pocas semanas de finalizar el curso, existen numerosas dudas entre el profesorado y las familias sobre las condiciones del retorno escolar o sobre cómo va a poder organizarse el curso que viene. Este abandono no es algo atribuible exclusivamente al Gobierno. La educación es un tema de Estado, y ni la oposición en el Congreso (impropia su actitud) ni los gobiernos autonómicos (con competencias en la materia) han mostrado suficiente disposición ni imaginación para atender el derecho a la educación, que hoy por hoy necesita ser presencial para una parte muy importante del alumnado.

Pero quizá lo peor no haya sido ni siquiera la pasividad de los dirigentes políticos, sino la resistencia desacomplejada y pública de una parte de los profesionales de la enseñanza. La guinda del pastel ha aparecido cuando se ha anunciado en varias comunidades autónomas la reapertura de los centros durante las últimas semanas de curso. Algunos sindicatos y asociaciones de profesionales de la enseñanza se niegan a abrir y volver a las aulas por los “inconvenientes y riesgos” que ello comporta. Evidentemente hay que garantizar la seguridad laboral del profesorado, como la del personal sanitario o de las trabajadoras de supermercados que han ido a sus puestos de trabajo como servicios esenciales que son. Muchos de estos profesionales tuvieron que acudir a sus centros de trabajo cuando se disponía de mucha menos información acerca de las características del virus. Sin embargo, ni el descenso de contagios que vivimos hoy, ni los indicios sobre el menor riesgo de contagio infantil, ni algunos buenos ejemplos de otros países que han abiertos sus aulas han alterado la negativa rotunda por parte de algunos actores de la enseñanza.

Las escuelas tienen que abrir no porque existan necesidades de conciliación, que por supuesto también las hay, pero que ni son la razón de su existencia ni hay que pedirle que las resuelva en exclusiva. Las escuelas tienen que abrir porque no se puede desatender un derecho fundamental de la infancia. Ello requiere de la eficacia organizativa de los poderes públicos y de la disposición de los profesionales a prestar un servicio esencial con las máximas garantías posibles de seguridad. Que algunos profesionales de la enseñanza solo nos hayan mostrado estos días su cara más corporativista es tan frustrante como injusto para el alumnado y sus familias, así como para el propio profesorado y las organizaciones que ponen el derecho a la educación como prioridad. Los que se han hecho visibles estos días han ocultado desgraciadamente la enorme labor que han realizado muchos profesionales de la enseñanza en las últimas semanas. Es una lástima que no se hayan escuchado voces alternativas a una postura de resistencia que ahonda en el desprestigio social de la profesión.

No sólo estamos ante una situación de emergencia sanitaria o económica. Existe también una emergencia educativa, que tendrá sin duda costes individuales y colectivos. Mientras debatimos si el tercer trimestre es evaluable o sobre si hay que reabrir las escuelas y cómo hacerlo, presentamos una de las peores cifras de abandono educativo temprano de la Unión Europea, unos índices de segregación escolar en algunas comunidades autónomas que se sitúan entre los más elevados de la OCDE y unos bajísimos niveles de aprendizaje del alumnado en situación de pobreza. La desatención del derecho a la educación en esta crisis es simultánea a la desatención de la infancia. No asegurar sus derechos quizá no pase una factura política elevada, pero como sociedad nos sitúa en niveles éticos preocupantes.

Xavier Bonal es catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y director del grupo de investigación de Globalización, Educación y Políticas Sociales.


Le responde Miquel Àngel Essomba (director de la cátedra de Educación Comunitaria de la Universidad Autónoma de Barcelona): El profesorado no ha ninguneado el derecho a la educación.

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