Niños de nadie

Casi 35.000 niños viven en centros de protección de menores en España, donde pasan años cruciales de sus vidas esperando que se tome una decisión sobre su futuro. En los últimos años, ante el descenso de las adopciones internacionales, las miradas han vuelto hacia estos niños de nadie. Hace un par de meses, la Comisión especial del Senado destinada a reflexionar sobre este tema hizo públicas sus recomendaciones. Por su parte, la ministra Pajín manifestó la intención del Gobierno de presentar próximamente una Ley de protección a la infancia que prime el acogimiento familiar y la adopción de los niños sobre el acogimiento residencial.

En un momento de crisis como éste corremos el riesgo de que esta cuestión quede silenciada, y volvamos a posponer la reforma de un sistema, el de protección de menores, que es uno de los grandes temas pendientes en este país, en el que en los últimos 10 años, hemos adoptado 41.318 niños en el extranjero, pero en el que existe un número casi igual de menores que viven privados de convivencia familiar y cuidado parental.

La revisión del sistema debe guiarse por las necesidades que tienen estos niños, fundamentalmente un cuidado de tipo familiar estable y continuo en el tiempo que les permita desarrollarse adecuadamente. De modo que las decisiones que se tomen deben respetar, incluso por encima de los derechos que pudieran tener sus padres biológicos, el interés de los menores, especialmente en la creación y el mantenimiento de vínculos de apego.

Y ha de condicionar, también, los plazos en los que se toman las decisiones, ya que los tiempos de los niños no son los de los adultos, y el paso de los meses y los años mientras se toma una decisión o se valoran las posibilidades de recuperación de su entorno de origen puede dañar a los niños de forma irreversible.

Esto no debe significar que las familias biológicas no tengan que contar con ayuda y acompañamiento para tratar de hacerse cargo de sus niños, pero deben tener para ello un límite temporal acorde con las necesidades de estabilidad en el cuidado que tienen sus hijos, y contar con los medios suficientes para intentar su recuperación en este tiempo. De modo que es necesario acometer reformas legales que introduzcan plazos para que la Administración dote a los niños de un proyecto de vida estable, que les permita crecer y desarrollarse con tranquilidad y seguridad afectiva.

Para ello, es necesario establecer plazos máximos de cuidado temporal en función de las edades de los niños (p.ej. 12 meses para niños de menos de 2 años, 18 meses para niños de entre 2 y 5 años y 24 meses para niños de 6 años o más). En los casos en los que resulte previsible la recuperación de la familia en este tiempo, se gestionaría un acogimiento temporal y un plan de actuación con la familia. En los supuestos en los que, previsiblemente, los padres biológicos no se vayan a poder hacer cargo adecuadamente del niño dentro de estos plazos, éste sería acogido por una familia que, pasado el tiempo máximo de cuidado temporal, sería su familia cuidadora definitiva.

Esto supondría un cambio fundamental para los niños, ya que pasado ese tiempo máximo, independientemente de que se vaya a mantener el contacto con la familia biológica (si es recomendable), no se moverían de la familia acogedora. Supondría también un cambio para los acogedores, que verían disminuir el plazo de incertidumbre sobre la permanencia de los niños en su familia.

Para que un sistema como éste funcione es necesario también iniciar una ambiciosa búsqueda de familias dispuestas a cuidar niños (no necesariamente a adoptarlos). Una búsqueda que precisa superar fantasmas como las visitas o el temor a que te quiten a los niños, y que debe llevarnos a repensar la rigidez del sistema, y a rastrear entre los ciudadanos a aquellos que puedan cuidar a estos niños.

Esto permitiría reducir el número de estos niños de nadie y lo haría abaratando costes, ya que mantener a un niño en un centro de menores cuesta entre 3.000 y 5.000 euros al mes, mientras que ayudar de forma eficaz a las familias biológicas y/o apoyar los acogimientos familiares, sería, seguro, más barato. Si ni siquiera el argumento económico es un impedimento para llevar a cabo este cambio, ¿qué es lo que nos está frenando?, ¿por qué no nos decidimos a convertirlos en niños de alguien?

Por Blanca Gómez Bengoechea, investigadora del Instituto Universitario de la Familia. Universidad Pontifica Comillas de Madrid.

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