Niños que ayudan a niños

La percepción social de lo que es la infancia ha padecido algunas sustanciales mutaciones en la historia reciente. Una de las contradicciones culturales de nuestro tiempo radica en la paradoja de proclamar que el niño es el rey, astro en torno al cual giran todos, mientras nos encontramos con una hostilidad real hacia los niños. ¿Qué tipo de hostilidad? La actitud que niega al niño el espacio interior en el hogar; también el espacio exterior para que pueda desarrollarse con libertad y alegría.

Las manifestaciones de esa hostilidad del mundo hacia el niño son variadas. Desde las puertas cerradas de quienes legitiman la posibilidad de su vida misma y cercenan el hilo de su existencia, de su ser como realidad que viene, hasta quienes utilizan a la infancia como reclamo y aún como medio para conquistar dinero, placer o poder. Digámoslo con claridad: en muchas de las manifestaciones culturales y en el sistema de valores de la sociedad de consumo, el niño se presenta como una amenaza y un competidor de nuestra libertad de adultos.

No todos en nuestra sociedad sienten y actúan, sin embargo, del modo antes descrito. Hay quienes luchan por un mundo distinto. El nacimiento de cada niño es para ellos un acontecimiento gozoso. El nacimiento y la manifestación del Niño Dios, celebrado en la sencillez del misterio cristiano, es decisivo para pensar nuestra propia relación con la vida. La Iglesia, además, durante el mes de enero, ofrece a los niños católicos una participación real en la llamada «misión adgentes», las misiones de toda la vida, la Infancia misionera. Son niños que ayudan a niños. Este protagonismo de la infancia nos ayuda a los adultos a repensar nuestra relación con la vida, con las alegrías y con las esperanzas, y a afrontar los problemas de la humanidad con la esperanza de los niños.

La Obra de la Infancia Misionera es una bellísima historia acontecida en ese espacio de la vida de las personas. Nos habla de cómo los niños son capaces de sacar lo mejor de sí mismo en favor de otros niños más desfavorecidos. Hay quien puede pensar que esta misión de los niños esperdereltiempo. No es así. Son muchas las maneras de trabajar con niños, pero una de ellas principal es la de educarles en el amor al prójimo, en la solidaridad humana. Hacia esta dirección se orienta la obra de la Infancia Misionera.

El 9 de mayo de 1843, el obispo de Nancy en Francia, monseñor Forbin-Janson, llamó la atención de los niños y muchachos de su Diócesis sobre la situación de otros niños en China y les pidió disponibilidad para ayudar a la Iglesia. Les urgió, en concreto, a rezar un Avemaría al día y algo de dinero al mes. En poco tiempo, esta iniciativa misionera de apoyo material y espiritual superó los confines de Francia y se difundió en otros países. Era ya una hermosa realidad en la Iglesia, cuando Benedicto XV escribía en 1919: «Recomendamos que todos los niños cristianos puedan adherirse a esta Obra, para que gracias a ella aprendan a ayudar en la evangelización del prójimo y comprendan ya a su edad el valor precioso de la fe».

El Beato Juan Pablo II, hace justamente 10 años, escribía: «Queridos muchachos misioneros, sé con cuánto cuidado y generosidad procuráis llevar adelante este compromiso apostólico. Os esforzáis de muchos modos por compartir la suerte de los niños obligados prematuramente al trabajo y por aliviar la indigencia de esos pobres; os solidarizáis con las ansias y con los dramas de los niños implicados en las guerras de los grandes, que a menudo son víctimas de la violencia bélica; rezáis todos los días para que el don de la fe, que habéis recibido, se comunique a millones de vuestros pequeños amigos que aún no conocen a Jesús».

También Benedicto XVI ha mostrado que la muerte de la humildad y la sencillez es la auténtica razón de nuestra incapacidad de creer. La voluntad de cambiar el mundo, de hacer progresar la realidad, ha olvidado con frecuencia el misterio del amor y la capacidad de suscitar la pregunta por la libertad. Hace algunas semanas que celebrábamos la Navidad; en ella Dios no nos ha dejado solos en el juego de buscar la verdad y de encontrarla. Él mismo la ha iniciado; Él mismo nos acompaña y suscita en nosotros la libertad. ¿Son incapaces nuestros niños de participar en la voluntad de cambiar el mundo? Si nuestra respuesta fuera afirmar esa incapacidad, deberíamos preguntarnos si no nos estaremos limitando a dar a nuestros niños únicamente cosas, máquinas para un ocio, en el fondo aburrido, vía para hacer de nuestros chavales hombres desilusionados por que no son capaces de saltar las barreras de sus intereses.

Por Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo y presidente de la Comisión Episcopal de Misiones.

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