Nirvanicidio en La Moncloa

Esta mezcla de tragedia griega y comedia de vodevil que viene siendo la extravagante forma en que Zapatero está deshojando la margarita sobre su futuro político, el calendario electoral y el destino del PSOE tiene ya dos hitos clarificadores en sendas crónicas de nuestra corresponsal política Marisa Cruz, presentadas como asunto principal de la portada de EL MUNDO.

La primera de ellas se publicó el domingo 12 de diciembre bajo el título «Colaboradores de Zapatero ven candidato a Rubalcaba». La segunda apareció este pasado jueves encabezada por una rotunda cita textual, atribuida a «un alto cargo del PSOE»: «No cabe ninguna duda, el candidato será Rubalcaba».

En ambos casos fue precisa una delicada labor de edición que guardara el equilibrio necesario entre la atribución de la noticia y la confidencialidad demandada por las fuentes. Ese tira y afloja en el que quienes tomamos las decisiones en la redacción tratamos de que los lectores tengan los mayores datos posibles para saber a qué atenerse y quienes buscan las exclusivas sobre el terreno cuidan la relación de confianza con sus fuentes como el más precioso de los tesoros es el pan nuestro de cada día del periodismo político y genera su propia casuística y su propio anecdotario.

La declaración de esta semana tenía el ingrediente morboso de que se producía apenas 48 horas después de que el propio Zapatero cultivara su ambigüedad calculada al insistir ante Casimiro García-Abadillo en Veo 7 que él «no tira la toalla» porque cree que «el PSOE aún tiene margen para ganar las elecciones». ¿Cómo era posible que de su propio entorno surgiera un mensaje que parecía destinado a pinchar ese globo casi antes de que remontara el vuelo?

Resultaba que, además de Marisa, había otros colegas presentes cuando ese «alto cargo del PSOE» describió con detalle la hoja de ruta de la sustitución del presidente por el vicepresidente. Y, como en otras ocasiones, el político que había sido tan locuaz por la tarde daba la impresión de que estaba arrepintiéndose y replegaba velas por la noche. Bajo la presión del cierre, el texto de la noticia y en especial las frases entrecomilladas pasaron por varias revisiones. El buen periodista es el que llega siempre hasta el límite de lo que puede publicar sin dejar un páramo de tierra quemada a sus espaldas.

Aunque me impliqué personalmente en el debate sobre cuáles debían ser los titulares y cuál la caracterización de la fuente, fue al día siguiente cuando me di cuenta de que en la versión final había desaparecido una palabra que se me había quedado clavada en la retina por su precisión descriptiva del momento emocional que atraviesa Zapatero. Lo que yo había leído era que el «alto cargo» veía al presidente «en esa especie de nirvana de quien lo tiene todo decidido» y lo que se publicó fue que lo ve «en esa especie de limbo de quien lo tiene todo decidido».

Cuando le pregunté a Marisa por qué nos había privado de las satisfacciones místicas del «nirvana» y remitido en cambio a la vaguedad inane del «limbo», ella me explicó que al tratarse de una palabra tan concreta y característica de quien la emplea, corría el riesgo de que sus compañeros en la cúpula socialista le identificaran de inmediato. Ahora ese riesgo ha quedado superado por los acontecimientos, toda vez que el interesado tomó la iniciativa de confesar su indiscreción al propio presidente y en varios sitios de internet se ha publicado ya su nombre. Podemos, pues, recuperar el «nirvana» y acercarnos así al estado anímico de quien todavía nominalmente nos gobierna.

Para la RAE, el nirvana es «en algunas religiones de la India, el estado resultante de la liberación de los deseos, de la conciencia individual y de la reencarnación que se alcanza mediante la meditación y la iluminación». La Enciclopedia Británica habla de una «extinción de los engaños del egocentrismo y de los deseos resultantes que atan al hombre a una serie de reencarnaciones». Por una vez la Wikipedia aporta algo de interés cuando lo compara al «soplo de una vela en la que la llama que se apaga representa las pasiones incontroladas».

Hay que reconocer que desde el momento de su irrupción en la gran política nacional Zapatero ya daba muestras de que podía terminar así. Más que como un bambi fue percibido enseguida como un fantasioso extraterrestre que creía poder cambiarlo todo, empezando por su propio partido, y era capaz de convertir su buen café en un fetiche político, llamándolo «talante». Cuando en su primer debate sobre el estado de la Nación su principal objeción al Gobierno del Aznar más killer de toda su saga-fuga fue la escasa planificación del centenario del Quijote, el personal se quedó estupefacto. Pronto la pregunta en todas las bocas era en qué país se creía que vivía ese señor. Estábamos ante un caso crónico de asomatognosia, o sea, de pérdida de la conciencia del lugar que se ocupa en el espacio, pero eso mismo lo hacía diferente, contracultural, atractivo y fresco, antipolítico en suma.

Cuando llegó a La Moncloa con ayuda del 11-M enseguida nos encontramos con que más que un presidente teníamos un icono. Mientras sus agentes de marketing destilaban primero al candidato Zetapé y luego al «chico de la ceja», yo descubrí en él la seductora sonrisa del gato de Cheshire y fui levantando acta de cómo se eclipsaba el gato y sólo iba quedando el amable rictus, colgado sobre el viejo roble nacional, en forma de cuarto menguante de la luna.

Toda su acción como gobernante quedó pronto trufada de episodios que auguraban esta predisposición hacia el nirvana. Con el adanismo propio de quien no se siente atado ni para bien ni para mal por ningún pasado, comenzó siendo el asombro de Damasco, o más bien de Bagdad, al retirar unilateralmente las tropas o poner en marcha el matrimonio homosexual en la católica España y terminó convertido en el Jack el Destripador de los valores de la Transición al desatar el estropicio sin límites del Estatut y acceder a la negociación política con ETA. Epítetos como frívolo, inmaduro, irresponsable, superficial, insensato y aprendiz de brujo vienen acompañándole desde entonces para indignación de una renacida e implacable derecha dura que le considera simplemente un traidor y un canalla.

Él había seguido adelante con impasibilidad budista, sin torcer ni una vez el gesto, reinventándose a sí mismo según la coyuntura y ganando con claridad inapelable las elecciones de 2008. Su falta de preparación económica, el doble error de mantener primero al abúlico Solbes y sustituirlo luego por una dócil burócrata incapaz de llenar ni un solo día la silla en que se sienta y su aversión crónica a todo entendimiento con el PP fueron, a partir de ahí, los mimbres del desastre. Si en lugar de perder dos años encapsulado en la pompa de jabón de la «salida social de la crisis», hubiera impulsado en el otoño de 2008 o incluso en la primavera de 2009 la política que le han obligado a hacer desde mayo de 2010, otro gallo nos cantaría a todos y a él el primero.

Nunca podrá compensar, ni por supuesto borrar, todo lo que ha habido de dañino en su gestión -especialmente lo relativo al estímulo de las tendencias autodestructivas latentes en el Estado autonómico-, pero es ahora que el vituperio ya es general, ahora que media España le tiene por tonto del higo, ahora que su partido le apuñala y amortiza, cuando yo veo mérito, coraje y altura de miras en este Zapatero crepuscular, obligado a comprometerse desde hace ocho meses, como el médico a palos, con su agenda reformista. La reforma laboral es insuficiente, la de las cajas de ahorros avanza a trompicones y la de las pensiones probablemente se haya quedado corta. Pero es innegable que en estos ocho meses la izquierda ha tenido que tragarse en España más tabúes que en ningún otro periodo de la historia de la democracia y que quien le ha suministrado la píldora amarga con determinación discontinua es este individuo flemático y contradictorio.

En política llegar tarde equivale muchas veces a no llegar. El 20,3% de paro reflejado por la EPA es el exponente definitivo de la gravedad de una crisis económica sin parangón en el mundo desarrollado. Nada salvará a Zapatero del reproche de la Historia por esa miopía cósmica que tanto ha contribuido a traernos hasta aquí. Pero como bien dijo Rajoy en Sevilla «España no es un caso perdido» y para poder renacer de nuestras cenizas es imprescindible adoptar medidas que cambien la tendencia. Nadie puede discutir que las posibilidades de recuperación son mayores con un régimen de contratación y despido más flexible, con las cajas de ahorros convirtiéndose en bancos sometidos a las reglas del mercado y con un retraso de más de dos años de la edad real de jubilación.

Estos limitados logros aún en vías de maduración no redimirán, no eximirán, no indultarán a Zapatero de ninguno de sus graves pecados pero sí pueden atenuar, paliar y amortiguar a medio plazo una parte del daño causado. De ahí lo paradójico que resulta que la izquierda mediática, los cuadros dirigentes del PSOE y el propio interesado hayan asumido que sea este hacer algunas cosas bien lo que va a llevar aparejado un castigo electoral insoportable, hasta el punto de convertirle a él en poco menos que un objeto desechable del que toca desprenderse cuanto antes. Detrás del «cueste lo que cueste» de Zapatero late por un lado el reconocimiento implícito de que la oferta política de la izquierda se basa en una mentira estructural de modo que hacer lo conveniente para España se convierte de inmediato en un lastre ante las urnas, y por el otro la mala conciencia de quien, tras haber metido la pata olímpicamente, busca castigo en la inmolación y refugio en el nirvana.

Verle sumido en este proceso de autodisolución del propio ego y abrupta interrupción de su ciclo de reencarnaciones políticas no deja de ser un espectáculo fascinante para el entomólogo que fija su mirada obsesiva en el hormiguero del poder: ¡señoras y señores, el hombre que ni siente ni padece! Pero ni al más cínico de los observadores imparciales puede dejar de revolvérsele la sangre al contemplar la infame conspiración palaciega que empuja a Zapatero a sumergirse en lo que el propio Buda definía como «una condición en la que no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni ese mundo, ni aquel mundo, ni un levantarse, ni un fenecer…». Es verdad, parece la letra de una de aquellas canciones de Manu Chao que tanto le gustaban hace 10 años a Zetapé. Por algo digo que ya entonces apuntaba maneras.

Lo inaudito es que la renovación de quien siempre ha dado la cara vaya a encarnarla quien una y otra vez le ha ido indicando dónde tenía que ponerla para que se la partieran mejor. ¿Quién mantuvo en todo momento el cordón umbilical con los responsables de la guerra sucia con quienes Zapatero trataba de romper? Rubalcaba. ¿Quién condujo el barco corsario del Estatut a través del desfiladero del Parlamento? Rubalcaba. ¿Quién fue nombrado ministro del Interior para negociar con ETA? Rubalcaba. ¿Quién indujo a Zapatero a decir que todo iba por el buen camino la víspera de la T-4? Rubalcaba. ¿Quién gestionó la infame chapuza del Faisán? Rubalcaba. ¿Quién le vendió a Elena Salgado como garantía de éxito? Rubalcaba. ¿Quién le condujo a la crucial derrota de las primarias de Madrid? Rubalcaba. ¿Quién estimuló la dinámica de los pactos del Tinell, de la guerra a muerte a la derecha, del sectarismo estructural y del maniqueísmo sin límites? Rubalcaba.

Es curioso cómo el achacoso aparato de la propaganda felipista ha logrado que todos los fracasos se atribuyan a Zapatero y todos los aciertos, ya se trate de la lucha antiterrorista, la reducción de los accidentes de tráfico o este último acuerdo con los sindicatos, parezcan logros de Rubalcaba. Y es inaudito que un presidente en ejercicio permita que sus supuestos subordinados -fulanos de la trayectoria de un Chaves o un Jáuregui- no sólo le hagan luz de gas sino que, en efecto, le «humillen» un día tras otro.

Si el proceso de transfusión de su sangre por horchata, bajo la atenta supervisión del doctor González, no hubiera concluido ya, Zapatero recuperaría la iniciativa política para cerrar el paso a este retorno de los muertos vivientes. No tiene muchas bazas que jugar pero sí alguna. Imagínense por ejemplo que el mes que viene convoca una conferencia de prensa y anuncia que la eficacia del proceso de reformas requiere una aceleración del calendario político de manera que cuanto antes haya un gobierno con un mandato claro de las urnas y una oposición sin miedo a suscribir acuerdos y que por lo tanto se compromete a convocar elecciones a finales de este año 2011 y a presentarse a ellas con un programa encaminado a mantener a España en el núcleo duro de una nueva UE.

Tal paso al frente tendría cinco previsibles consecuencias: liberaría a los candidatos socialistas de la actual presión encaminada a convertir las municipales y autonómicas en un plebiscito sobre el anticipo de las generales, crearía una expectativa positiva en los mercados que facilitaría la colocación de la deuda, abocaría al PSOE a una derrota tan segura como la que sufrirá con Rubalcaba pero mucho más digna y coherente -a Zapatero le queda por demostrar su buen perder-, abriría la puerta a una renovación generacional del socialismo sin hipotecas en un congreso tan abierto como el de 2000 y facilitaría a continuación los grandes pactos de Estado imprescindibles para estabilizar la democracia en España.

¿Qué posibilidades hay de que algo parecido suceda? Entre muy pocas y casi ninguna. Si repasamos el vademécum de sus equivocaciones, parece obvio que la tentación de caer en ese último y definitivo error que implicará aniquilar su propio legado y colocar de nuevo al PSOE en el espacio cainita en que se lo encontró, terminará siendo irresistible para quien en definitiva habita ya en un coma inducido, amenizado por el arrullador sonido del sitar.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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