Niveles de (auto) exigencia

¿Está usted a favor del diálogo entre formaciones políticas para resolver los problemas de nuestra sociedad? Si, en el contexto de una encuesta de carácter político, alguien nos hiciera esta pregunta, caeríamos en el sí casi de forma automática. Un sí que podríamos denominar de sentido común, entendiendo este como la suma de creencias compartidas de forma mayoritaria en una sociedad.

Pasa algo muy parecido con las palabras pacto o acuerdo. ¿Está usted a favor de que las distintas formaciones políticas pacten para resolver los principales problemas de nuestra sociedad? Solo podemos contestar que sí porque lo contrario del pacto es la decisión de una parte con el criterio contrario de la(s) otra(s). Y este esquema —válido en algunas ocasiones— es muy posible que no sea el más conveniente para proteger las reformas estratégicas de país ante los cambios que se producen con los ciclos electorales.

La mayoría de los dirigentes políticos saben que las grandes transformaciones de país nacen siempre de la mano de esas dos palabras; diálogo y acuerdo. Son palabras, sin embargo, con muy mala suerte. Gozan de un excelente prestigio teórico que pierden en el mismo instante en que se ponen en práctica. Tienen a todo el mundo a favor, pero, en cuanto se aplican, saltan de significado en significado y a la velocidad de la luz hasta terminar enmarañadas entre verbos como traicionar, vender, humillar, avergonzar… Entre palabras feas, en ocasiones entre palabras terribles, que nunca faltan a la cita de la opinión publicada cuando se producen procesos dialogados y se alcanzan acuerdos políticos de renuncia y transacción mutua en temas sensibles.

Así ha ido pasando el tiempo político en España, sin alcanzarse, desde hace muchos años, acuerdo alguno de calado en ninguna de las problemáticas principales que tiene por delante nuestro país; competitividad y productividad de nuestra economía, ciencia, innovación y generación de valor añadido, preparación de nuestro modelo productivo ante la inminente revolución tecnológica, legislación de un mercado laboral sólido, educación, formación, servicios públicos y cohesión social, lucha contra el cambio climático y vertebración territorial, entre algunos otros.

¿Podemos esperar que la legislatura que ahora comienza vaya a ser capaz de albergar acuerdos amplios ante asuntos de trascendencia alta? Ojalá sea así. Ojalá veamos a los actuales dirigentes de los distintos partidos romper con la dinámica habitual de la política española en los últimos años y mostrarse capaces de estabilizar reformas estratégicas para nuestro país ante los desafíos principales que tenemos por delante.

Entre tanto, continuamos inmersos en las negociaciones de todas las investiduras pendientes; Gobierno de España, comunidades autónomas y Ayuntamientos. En ellas, casi todos los partidos mantienen las intenciones de pacto anunciadas durante la campaña electoral. Las distintas izquierdas entre sí y las distintas derechas también entre sí. Allí donde cada uno de los bloques suma, los Gobiernos parecen más cerca.

Sin embargo, allí donde los bloques no están tan claros y la aritmética no es tan nítida, ha habido algunos movimientos que han llamado enormemente la atención porque su significado ha trascendido al espacio geográfico en el que se han producido y al tiempo histórico al que pertenecen.

El primero de ellos, Manuel Valls, que ha ofrecido sus votos a Ada Colau para que siga gobernando Barcelona. El objetivo principal, evitar que la alcaldía caiga en manos de un partido que ha utilizado las instituciones al servicio de un proceso inconstitucional, que ha sido uno de los protagonistas centrales de una grave crisis de convivencia y que tiene a algunos de sus principales dirigentes en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo. Es evidente que Valls entra en el dilema del mal menor. Y es evidente también que, dentro del mismo y en contra de todas las inercias del ciclo, elige bien.

En una situación similar está la candidatura regional de Más Madrid, que se ha mostrado dispuesta a explorar un acuerdo a tres con el PSOE y con Ciudadanos para evitar que el Gobierno de la Comunidad dependa de VOX.

Es difícilmente discutible que sería mejor que ningún gobierno dependiera de esta fuerza nacional populista y de extrema derecha. Es una formación política incompatible con el fundamento principal de nuestro pacto constituyente, la aceptación de la pluralidad de la sociedad española. De forma tan nítida que nadie debería dudar. No solo no la comprenden ni la respetan, sino que se presentan como una grave amenaza para la misma. Sería, por tanto, enormemente positivo para la democracia española que todas las fuerzas políticas hicieran un esfuerzo similar al que, en este caso, hace Íñigo Errejón y evitar así que sean decisivos en la conformación de mayorías o en la formación de Gobiernos de ninguna institución en España.

Esos son los únicos vetos que las fuerzas políticas democráticas deberían plantear; líneas rojas ante aquellos partidos, formaciones o líderes que se muestren incapaces de comprender y de respetar la pluralidad de la sociedad en la que habitan, la convivencia cívica, la primacía del derecho y la institucionalidad democrática como bienes superiores a proteger.

En ese sentido, ojalá aprendiéramos a poner en valor y a premiar el comportamiento de aquellos actores que se muestren capaces de renunciar a una parte de sí mismos cuando se trata de defender bienes superiores que los trascienden.

Es posible que alguno de los niveles más elevados de madurez democrática nos esté esperando ahí, en el tránsito hacia una sociedad a la que ya no sorprendan comportamientos similares a los mostrados por Manuel Valls o por Íñigo Errejón, sino que se sorprenda, por inaceptable, del comportamiento contrario, ese que se basa en el veto por intereses de parte y del que tanto hemos visto abusar en estos últimos años.

En nuestra mano está dar ese salto de calidad democrática y convertirnos en una sociedad que penaliza a los protagonistas de las fórmulas inamovibles del no a todo y los dogmas puros de fe. Quizá sea ese uno de nuestros pasos pendientes, aprender a mostrar distancia con los líderes que traten de esquivar la elección a la que la política, en su naturaleza siempre compleja, les obliga en no pocas ocasiones; o asumir ellos el mal menor o condenar a sus sociedades a males mayores.

Si como sociedad fuéramos capaces de dar ese salto en los niveles de exigencia (en el fondo, de autoexigencia), si demostráramos nuestro apoyo a quienes aceptan el reto y saben elegir dentro de los dilemas del mal menor, es seguro que los líderes políticos tendrían más motivación y más facilidad para elegir bien. Es también seguro que nos iría mejor como país.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

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