Nixon o la obstrucción a la Justicia

En vez de examinar con lupa los viajes al extranjero del presidente -que si se fue a Londres y a Berlín por motivos privados utilizando medios públicos, que si las dos primeras jornadas en Estambul no estaban justificadas por razones diplomáticas-, la oposición debería fomentarlos. Sobre todo si es bajo la condición de que incluyan algún tipo de programa cultural que sirva para ampliar sus horizontes y mejorar su sensibilidad democrática. Si a todo el mundo le parecería bien que un día Zapatero visitara con su familia el museo de arte contemporáneo de Cuenca o los lugares emblemáticos del Cádiz de 1812 y al siguiente se fuera a la ópera al Liceo de Barcelona, no entiendo por qué debería ser otro el criterio respecto a cualquier capital europea. ¿O es que aquí nos vamos a poner estupendos por unos miles de euros en combustible?

Al margen de que el presidente esté demostrando ser una persona razonablemente austera, ése sería el dinero mejor gastado del presupuesto. Creo que hay que presentar una moción proponiendo que un comité parlamentario canalice las sugerencias concretas para lo que sería una especie de formación profesional permanente del líder del Ejecutivo. E incluso que determinadas actividades o visitas se le impongan como obligatorias en función de su alto nivel de interés social. Por poner un ejemplo, Zapatero debería tener cuanto antes el mandato de volver a desplazarse a Londres -no hay inconveniente en pagarle un hotel si no estuvo cómodo la otra vez en la embajada- y asistir a una representación de la obra Frost/Nixon que el autor novel Peter Morgan acaba de estrenar en el West End.

Es fácil comprender por qué. Morgan -guionista de la película The Queen- ha reconstruido con la mejor técnica del teatro documento la polémica, la atmósfera y la literalidad de las entrevistas televisivas que el dimitido Richard Nixon concedió en 1977 al showman británico David Frost. Y el resultado es una muy certera disección de los mecanismos emocionales del abuso de poder en un sistema democrático. No hace falta entrar en el debate de en qué medida Zapatero ha contraído ya esa enfermedad. Aunque sólo fuera como terapia preventiva, el presidente debería tener cuanto antes esa información. De forma que, si no se asume mi propuesta sobre actividades culturales de fin de semana, Moraleda tendrá que encargar una traducción del texto tal y como hizo Barroso hace dos años con aquella otra interesantísima obra -Democracy de Michael Frayn- sobre la ascensión y caída de Willy Brandt.

Frost/Nixon es además una morbosa inquisición sobre las modalidades en que los periodistas y los políticos intentan utilizarse recíprocamente. Cuando los dos diarios gubernamentales trataron de demonizarnos con la falsa insinuación de que habíamos pagado a Trashorras por su entrevista sobre el 11-M, replicamos con dos verdades: que eso no era cierto -no es nuestro estilo-, pero que de haberlo sido tampoco habría invalidado su versión de los hechos. Todo aquel que recurre a los periódicos para contar algo tiene un interés en ello. Nixon accedió a conceder cuatro entrevistas de hora y media cada una a David Frost porque quería reivindicarse ante la opinión pública, porque creía que su antagonista era un peso ligero al que podría llevar fácilmente a su terreno y... porque había dinero, mucho dinero, de por medio.

Asumiendo personalmente la producción del proyecto, Frost le pagó a Nixon 600.000 dólares de entonces -un tercio por adelantado-, lo que equivaldría ahora a unos cinco millones de euros. El periodismo de talonario nunca había alcanzado tales cimas y las críticas brotaron por doquier. Pero si las editoriales le pagaban al ex presidente por dictar sus memorias, alegaba Frost, ¿por qué no podía pagar una empresa de televisión a cambio de que lo hiciera ante las cámaras?

La clave del trato era que el famoso presentador se reservaba el control editorial del proyecto: es decir el derecho a preguntar lo que quisiera y a seleccionar libremente el material filmado. ¡Ah!, y uno de los cuatro programas estaría dedicado al caso Watergate.

Aunque casi 30 años después, como acaba de verse con su entrevista a Tony Blair para Al Jazira, el ya laureado por la reina con el título de Sir continúa siendo uno de los interrogadores más incisivos que ha dado la televisión, en aquel momento el nombre de David Frost estaba más asociado a la industria del entretenimiento que al periodismo. Nixon pensó que le trataría con la misma delicadeza que a cualquier otra celebridad invitada a su show y que él podría jugar cómodamente el papel del gran estadista abatido por la desgracia y la malevolencia de sus enemigos. Sin embargo Frost, mientras buscaba financiadores, clientes y anunciantes para materializar su proyecto, contrató también a un equipo de documentalistas y periodistas de investigación -encabezado por un hijo del gran columnista del New York Times James Reston- y preparó con ellos las entrevistas como si le fuera la vida en el empeño.

Los primeros asaltos transcurrieron exactamente como Nixon y sus asesores habían previsto: mucha política exterior, muchas anécdotas de personajes célebres, muchas referencias familiares llenas de calor humano. Para desesperación de sus ayudantes, Frost le dejaba explayarse a gusto. El ex presidente salió incluso bastante bien parado de las preguntas sobre la Guerra de Vietnam y los bombardeos de Camboya. Pero cuando llegó el turno del Watergate el panorama cambió como por ensalmo. Apenas Nixon intentó justificar sus maniobras de ocultamiento de los hechos, alegando que también había colaborado con el FBI, Frost le interrumpió bruscamente: «La obstrucción a la Justicia es obstrucción a la Justicia aunque sea sólo durante cinco minutos, aunque sea sólo durante un minuto».

Enseguida, cuando Frost le preguntó por qué no había denunciado él mismo los turbios manejos de sus colaboradores Haldeman y Erlichman en lugar de encubrirlos, la conversación se acercó a su punto álgido:

-Cuando estás en el cargo tienes que hacer un montón de cosas que no son, en el estricto sentido de la ley, legales. Pero las haces porque convienen a los más grandes intereses de la Nación.

-Espere un momento... ¿he oído bien? ¿Está usted diciendo que hay situaciones en las que el presidente puede decidir que conviene al mejor interés de la Nación hacer algo ilegal?

-Estoy diciendo que cuando el presidente lo hace, eso significa que no es ilegal.

-Perdóneme...

-Eso es lo que yo creo. Pero debo admitir que nadie más comparte esta visión.

A partir de ese momento, consciente de la trágica banalidad de su sofisma, arrastrado probablemente por el mismo instinto autodestructivo que le había llevado a adentrarse en la maraña de sus mentiras y sus cintas semiborradas, empujado tal vez por un impulso expiatorio emparentado con su ética protestante, Nixon fue ya un guiñapo en manos de Frost, quien en uno de los momentos culminantes de la historia de la televisión logró arrancarle al final lo más semejante a un mea culpa en toda regla. Que el papel cinematográfico más notable del magnífico actor, Frank Langhella, que encarna a Nixon en el Gielgud Theatre de Londres fuera el de Drácula, añade otro elemento simbólico más a la repetición de ese monólogo, interrumpido sólo por una escueta pregunta:

-Es verdad que cometí equivocaciones. Algunas de ellas fueron horrendas, impropias de un presidente, impropias de los niveles de excelencia con los que siempre había soñado de niño. Pero como usted recordará, fue un tiempo difícil. Yo estaba atrapado en una guerra en cinco frentes contra una prensa partidista, una Cámara de Representantes partidista, un Comité Erwin partidista... Pero sí, debo admitir que hubo momentos en los que no cumplí plenamente con mi responsabilidad y... estuve implicado en un «encubrimiento», como usted lo llama. Y por esas equivocaciones, siento un muy profundo pesar. Yo insisto en que fueron errores de criterio, no errores de corazón. Pero fueron mis equivocaciones y no culpo a nadie más. Fui yo mismo quien me derribé. Yo les di una espada. Y ellos me la clavaron. Y ellos la retorcieron con deleite. Y creo que si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho lo mismo.

-¿Y el pueblo norteamericano?

-Yo les defraudé. Defraudé a mis amigos. Defraudé al país. Lo peor de todo: defraudé a nuestro sistema de gobierno y a los sueños de todos esos jóvenes que querían entrar en la Administración pero ahora piensan que está demasiado corrompida. Defraudé al pueblo norteamericano y ahora tengo que llevar esa carga conmigo durante el resto de mi vida. Mi vida política se ha terminado.

No es, naturalmente, en Zapatero, sino en Felipe González, en quien cualquier espectador español pensará al salir del teatro. Cínicamente puede alegarse que si Iñaki Gabilondo le hubiera pagado una pasta, no se habría limitado a erigir un frontón para negar lo obvio cuando le interrogó sobre los GAL. Pero al margen de que aquella entrevista tuvo lugar cuando aún estaba en el cargo y continuaban abiertas una serie de causas penales por secuestro y asesinato, también cabe pensar que no hay nada tan ajeno al carácter de nuestro simpático jubilado sevillano como ese hondo sentimiento de culpa y esa búsqueda del merecido castigo que anidaba en algún rincón del alma cuáquera de Richard Nixon.

Todo ello pertenece en cualquier caso al pasado -empieza a formar parte de la Historia- y lo que más nos importa de esta fábula moral es lo que pueda guardar relación con el presente. Pues bien, hay al menos tres asuntos judicializados en otros tantos sumarios en los que altos funcionarios policiales, cargos de confianza del actual Ministerio del Interior, han incurrido en comportamientos que -al margen de su tipo penal concreto- encajan en esa definición de «obstrucción a la Justicia» que Frost reprochó a Nixon. Me refiero al caso del chivatazo a ETA, a la falsificación del informe ETA/11-M y a la manipulación de los análisis sobre los restos de los focos explosivos de los trenes de la muerte.

Por muchas bromas de mal gusto que se hagan al respecto, cualquiera de estos tres asuntos tiene mucha más trascendencia intrínseca que aquella «ratería de tercera» que supuso el fallido intento de pinchar los teléfonos del Hotel Watergate. Si Zapatero no quiere tener que enfrentarse algún día como Nixon a la elemental pregunta de «¿cuánto sabía el presidente, desde cuándo lo sabía y cómo lo sabía?», debería abandonar cuanto antes su complaciente pasividad actual y demostrar con los hechos que está dispuesto a hacer cuanto quepa en su mano para contribuir a esclarecer lo sucedido.

Hace unas semanas, durante un acto de entrega de condecoraciones a miembros del equipo de seguridad de La Moncloa, el presidente se acercó a un personaje al que acababa de reconocer por una foto recientemente publicada en EL MUNDO. «Tú eres Manzano, ¿verdad?», le preguntó cordialmente. Y antes de que el azarado comisario jefe de los Tedax pudiera pronunciar palabra Zapatero añadió: «No te preocupes por lo que está pasando. No van contra ti, sino contra mí. Y quiero decirte que lo siento...».

Puesto que no existe ni un solo dato que permita atribuirle el mismo móvil que impulsó al antecesor de su antecesor a decir públicamente que él tenía la obligación de defender a Amedo y Domínguez, lo máximo que cabría reprocharle al día de hoy a Zapatero es su condescendencia con alguien que, como mínimo, ha demostrado ser un inepto en el ejercicio de muy altas responsabilidades. Pero ya que el ministro del Interior parece haber decidido mantenerle en el cargo pese a todos sus engaños, chapuzas y manipulaciones durante la investigación del 11-M, lo que más me extraña es que el presidente no aprovechara la ocasión para, en ese ambiente distendido, plantearle las tres sencillas cuestiones que un domingo más, en su calidad de máximo responsable del poder ejecutivo, yo vuelvo a preguntarle a él:

1.-¿Dónde están los análisis de los restos hallados en los 12 focos explosivos realizados a última hora de la mañana del 11 de marzo de 2004 por el laboratorio de los Tedax?

2.-¿Por qué razón esos restos no fueron enviados, como todas las demás muestras de explosivos, al mucho más potente y oficialmente homologado laboratorio de la Policía Científica?

3.-¿Por qué en el informe resumen remitido al juez a finales del mes siguiente no se especifican cuáles son los «componentes genéricos de las dinamitas» identificados en los mencionados análisis?

Nada anhelo tanto como no tener que seguir buscando las respuestas a estas preguntas ni en la Historia ni en el teatro.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.