Se han cumplido cincuenta años del viaje del presidente Richard Nixon a China. Comenzó el 21 de febrero de 1972 en un día gélido y ventoso, pero imborrable para el aplicado hijo de campesinos cuáqueros de California. Un momento paradójico en el que un férreo anticomunista rediseñó la política exterior norteamericana… con los comunistas chinos.
Nixon descendió del avión acompañado por su esposa, Pat, que lucía con un simbólico abrigo rojo. Al pie de la escalerilla le esperaba el primer ministro Zhou Enlai, impecablemente vestido con una chaqueta de cuello mao. Ambos se dirigieron a Pekín en una pequeña comitiva. En las calles no había nadie y la llegada fue la última noticia del informativo nocturno.
Todo había comenzado el verano anterior con una inesperada intervención en la que Nixon anunció el viaje. Al día siguiente, ‘The Washington Post’ escribió: «Si hubiera dicho que se iba a la Luna, el mundo no se habría quedado tan estupefacto». Grandilocuente, pero acertado.
Richard Nixon quería integrar al gigante asiático en la comunidad internacional, tal y como había anunciado en su discurso inaugural de 1969: «No podemos permitirnos que cientos de millones de personas continúen en un aislamiento hostil». Se refería a una China ensimismada y sumergida en la atroz lucha ideológica de la Revolución Cultural, proceso en el que se ejecutó a millones de personas acusadas de revisionismo o desafección.
En 1972, la Guerra Fría estaba a punto de desplazarse al Mediterráneo (Guerra de Yom Kipur en Israel, disputa greco-turca en Chipre, inestabilidad en los regímenes derechistas de Grecia, Portugal y España…) y el presidente republicano decidió normalizar las relaciones con China. Los estadounidenses necesitaban reducir su costosísima presencia militar en Asia y, además, había elecciones en EE.UU. Nixon necesitaba un golpe de efecto para continuar en la Casa Blanca y China se convirtió en el objetivo óptimo.
En el otro lado, Mao Zedong deseaba establecer relaciones con Washington para acceder a un mercado enorme y enviar un potente mensaje de autonomía política al Kremlin. Formalmente, Pekín era aliada de la URSS, pero temía un ataque soviético en Manchuria, en cuya frontera había ya un millón de soldados rusos. Tan solo cuatro años antes, en 1968, el Pacto de Varsovia había invadido Checoslovaquia y, por tanto, si Moscú se había atrevido a ocupar un país aliado en el corazón de Europa, atacar China no sería un problema.
Mao recibió a Nixon en su despacho, una pequeña estancia atestada de libros y donde también había un catre de madera. El omnipotente oligarca quería presentarse como un filósofo desprendido del poder. La ironía elíptica del Gran Timonel dominó toda la entrevista, asegurando incluso que prefería negociar con gobiernos conservadores porque se fiaba más de ellos. En el momento de la despedida, entre sonrisas indescifrables, Mao añadió: «Si yo fuera americano, votaría por Nixon». Henry Kissinger, que presenció el encuentro, lo narra en su libro ‘China’.
La foto de esa reunión se publicó en todo el mundo, pero las crónicas informaron de que no se habían tratado «cuestiones delicadas». Es decir, la amenaza de la URSS, el papel de Japón, el futuro de Taiwán o el estatus de Corea del Sur. Por tanto, ni peticiones, ni amenazas, ni plazos, ni límites. Ambos querían decirse que ya no eran enemigos y que comenzaba el tiempo de cooperar.
En los días posteriores, los Nixon visitaron el emblemático Palacio de Verano y por supuesto la Ciudad Prohibida, la Gran Muralla y Shanghái. Sin embargo, Nixon no estaba allí para hacer turismo y tuvo encuentros diarios con Zhou. En ellos, se discutieron objetivos a largo plazo, acuerdos comerciales e intercambios tecnológicos. Nixon estaba convencido de que China ascendería pronto al grupo de las potencias mundiales, siendo capaz de desbancar a Gran Bretaña o Francia, pero no a la Unión Soviética.
Por eso, Estados Unidos había apoyado en 1971 su entrada en la ONU -con un puesto permanente en el Consejo de Seguridad- a costa de la irreductible China nacionalista. Y por eso, ante el asombro mundial, iba a normalizar las relaciones bilaterales.
El mundo había cambiado y Washington también podía hacerlo, siempre que le garantizaran su seguridad e intereses. Si a cambio debía retirar a su embajador en Taiwán y llevarlo a Pekín, lo harían. Si para ello debía retirarse de Vietnam, se retiraría. Las necesidades estratégicas importaban más que la ideología, un principio compartido por los chinos.
El viaje dio paso a una semialianza en la que ambos países coordinaron sus políticas (por ejemplo, una posición común hacia India, embarcada ya en la fabricación de armas nucleares), pero sin contraer obligaciones formales. El acercamiento que había comenzado como un aspecto táctico de la Guerra Fría, se convirtió muy pronto en la génesis del nuevo orden mundial en el que, al menos respecto a China, todavía vivimos hoy.
Ni China ni Estados Unidos quisieron cambiar al otro y esta flexibilidad facilitó un acuerdo que trascendió a sus protagonistas. En los tres años siguientes, otros líderes visitaron a Mao, algo impensable antes del periplo de Nixon. Por ejemplo, el primer ministro japonés Tanaka (que había participado en la invasión nipona de China en la Segunda Guerra Mundial) o los europeos Georges Pompidou, Helmut Schmidt o Edward Heath. La paz mundial parecía más cercana, reforzada por la reducción de fuerzas estadounidenses en Vietnam y por la firma en Moscú de los acuerdos SALT I para la limitación de armas estratégicas.
En Estados Unidos, el pacto se convirtió en un fenómeno social (incluso se escribió una exitosa ópera sobre el viaje), también por su efecto en la URSS, que vio alarmada cómo sus dos principales rivales se ponían de acuerdo. Nixon lo había propiciado y los estadounidenses le premiaron en las siguientes elecciones, donde arrasó a George McGovern: el republicano ganó en 49 de los 50 estados y obtuvo 18 millones de votos de diferencia, el mayor margen de la historia. Para su desgracia, estos éxitos se evaporaron debido al Caso Watergate y la posterior dimisión. Un escándalo de corrupción política y abuso de poder que le persiguió el resto de su vida.
Sin embargo, aquella semana de 1972, en China, cambió la historia del siglo XX y es justo reconocerlo.
Ignacio Uría es profesor de Historia contemporánea de la Universidad de Alcalá