¿No a la guerra?

Los atentados de París, y la petición de apoyo del presidente francés Hollande a los miembros de la Unión Europea, plantean la conveniencia de nuestra participación en la acción militar contra el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) en Siria e Irak. Una eventualidad muy polémica en España, en cuya memoria colectiva resuena todavía el “no a la guerra” masivo que se opuso a la invasión de Irak en marzo de 2003.

No obstante, esta intervención no tiene nada que ver con aquella invasión, ilegítima e ilegal, basada en hipótesis que se sabían falsas, que fue seguida de una gestión política ignorante y prepotente que dejó en la calle a casi un millón de hombres armados, amén de numerosos arsenales insuficientemente protegidos donde los insurgentes podían abastecerse sin problemas, y que provocó el florecimiento de numerosas organizaciones yihadistas, como Al Qaeda en Mesopotamia, origen del actual EI.

El combate actual contra el ISIS tiene la legitimidad que entonces faltaba, pues se trata de una amenaza real. Hemos sido atacados, y seguiremos siéndolo. El ISIS ha reivindicado los atentados de París, entre otros. Muchos de los terroristas se han formado allí, o reciben órdenes directas del “califato”. La existencia de una base territorial incrementa su capacidad, y con ella el riesgo. En cuanto a la legalidad de la intervención, en Irak está garantizada, ya que responde a una petición de su Gobierno legítimo. En el caso de Siria, será necesario llegar a un acuerdo amplio para una transición política pactada, que acabe con la guerra civil, y permita una acción unificada contra el ISIS, bendecida por todas las fuerzas políticas no yihadistas. En este acuerdo deben participar tanto actores externos —EE UU, UE, Rusia— como los regionales más importantes —Turquía, Irán, Arabia Saudí— lo que permitiría a estos últimos actuar en territorio sirio contra el ISIS, y a los primeros apoyarlos con los medios necesarios. La amenaza que representa el ISIS es un problema sobre todo regional y musulmán, y debe ser solucionado por los musulmanes, preferiblemente suníes. Nuestra acción, que no debe incluir el envío de soldados, debe ser complementaria y limitarse a lo que los países regionales necesiten.

Sabemos que los bombardeos por sí solos no van a disminuir el riesgo de atentados. Por el contrario, pueden sembrar más odio, sobre todo si se producen daños a la población civil, difíciles de evitar cuando se atacan núcleos urbanos. No obstante, mientras exista ese santuario, el ISIS seguirá siendo una amenaza para la región y para el mundo. No se acabará con este con acciones políticas, aunque sean imprescindibles para una solución definitiva. Tampoco cortando su financiación y acceso a armamento, una acción necesaria pero nunca definitiva. Al final, será inevitable propiciar y apoyar una operación militar, por parte de los países de la región, que acabe con su feudo y su poder, lo que no eliminará del todo la amenaza terrorista, pero la reducirá sensiblemente, y abrirá el camino a la normalización política de la zona. Una operación en la que —como siempre que se usa legítimamente la violencia— solo será aceptable el daño imprescindible para evitar un daño mayor.

Estamos obligados a defendernos, para evitar víctimas futuras, tan inocentes como las de París o las de Alepo. Nadie quiere la guerra, salvo quienes se benefician de ella, que son pocos. Pero, ¿qué hacer cuando te atacan? ¿Cabe el diálogo con quien solo quiere muerte? ¿Debemos quedarnos quietos mientras nos matan, o torturan a la población local? ¿Sería eso más ético que actuar?

Digamos no a la venganza, que puede producir víctimas tan inocentes como las que se quiere vengar, y no a las guerras que pretendan obtener beneficios, destruir, o someter a otros pueblos. Pero digamos sí a la legítima defensa, con todos nuestros medios. Sí a las acciones políticas y económicas para reducir las causas de radicalización, en nuestros países y en aquéllos en los que surge o prospera. Sí a las acciones policiales o de servicios de inteligencia que han de prevenir nuevos atentados, siempre que no limiten nuestras libertades fundamentales, que nunca sacrificaremos por nuestra seguridad. Y sí, finalmente, al apoyo militar necesario a los países árabes y musulmanes para que acaben con este cáncer que está haciéndoles más daño a ellos que a nosotros, y amenaza con extenderse. Eso no es hacer la guerra, es ayudarles a defenderse y a defendernos, a evitar la crueldad y la opresión, y a restablecer la paz y la libertad.

José Enrique de Ayala es exsegundo jefe de la División Multinacional Centro-Sur en Irak, y analista de la Fundación Alternativas.

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