No aborrezcas para siempre

Bajo el guarismo 217, titulado «Ni quieras ni aborrezcas para siempre», de su obra «El arte de la prudencia», escribió Baltasar Gracián, entre otros, los dos pasajes siguientes: «Cuenta con que los amigos de hoy pueden ser los enemigos de mañana, y de los peores», agregando que «con los amigos, secreta prevención. Con los enemigos, abierta actitud de reconciliación».

A la vista de estos dos pensamientos de Gracián, podría parecer que tenía cierto recelo respecto de la amistad, al tiempo que se mostraba demasiado favorable a la pacificación con los enemigos. En efecto, a pesar de que en el rótulo «ni quieras ni aborrezcas para siempre» (en otras versiones figura «Ni amarás ni odiarás eternamente») se equiparan, en cuanto a la conveniencia de ponerles fin, sentimientos de signo contrario, como el amor o el odio, lo cierto es que el autor nos previene en mayor medida frente a la amistad que frente al odio.

No aborrezcas para siemprePero, ¿puede el amor ser tan duradero como el odio? O, planteado de otro modo, ¿cabe amar y odiar para siempre? No es fácil responder a esta pregunta, porque mientras que hay varias clases de amor, el odio es de un solo tipo. El amor es un sentimiento que se asemeja a un árbol: tiene un tronco que se diversifica en diferentes ramas. En el sentimiento del amor entre humanos hay en todo caso aprecio, afecto, inclinación o entrega hacia otra persona. Pero a partir de aquí este sentimiento admite diversas variedades. Por ceñirnos solo a las más habituales, hay amor entre personas por el hecho de pertenecer a una misma familia, o porque existe amistad. Pero se ama también cuando se siente inclinación hacia una persona que nos atrae y que provoca el deseo de unirnos duraderamente con ella, como el amor de pareja. El odio en cambio parece un sentimiento unívoco, en el sentido de que su contenido es siempre el mismo: un sentimiento de aversión y antipatía hacia alguien cuyo mal se desea. Por eso, tengo para mí que es más fácil aborrecer que amar perdurablemente.

Son también interesantes las advertencias que realiza Gracián sobre la amistad. Nos hace notar que los amigos no lo son para siempre y que, a veces, la pérdida de la amistad no desemboca en simple indiferencia, sino que torna al amigo en enemigo y de los más encarnizados. Lo cual se debe, como explica más ampliamente en el comentario, a que la vida está sujeta a cambios constantes, de tal suerte que, en ocasiones, una modificación inesperada de las circunstancias provoca en nosotros un cambio de actitud que extingue el antiguo afecto que sentíamos por alguien y origina en éste, por consecuencia, un sentimiento de enemistad y odio.

Pero el autor no se limita a dejar constancia de este hecho. Extrae una enseñanza, aunque, en principio, parece reducirla a las amistades pasajeras y momentáneas. Nos dice que a estas amistades no les demos «armas», sin aclarar a qué armas se refiere. Pero como añade seguidamente: «con los amigos, secreta prevención», parece que nos aconseja que no hagamos confidencias que luego puedan volverse contra nosotros.

Lo que late en el fondo de este mensaje del jesuita Gracián es que abrirse a los demás en lo sustancial de nuestro yo más íntimo es ponerse en sus manos. Hay veces en que la atmósfera placentera que rodea los momentos que pasamos con los amigos nos hace bajar la guardia y abrir los diques de nuestra intimidad, momento en el cual dejamos al descubierto alguna zona espiritual de las más reservadas. Es cierto que la gran mayoría de nosotros apenas suele tener secretos inconfesables, pero siempre hay algo que nos guardamos celosamente. Además, todos tenemos procedimientos de razonar ocultos que nos sirven para tomar nuestras decisiones. Si los revelamos, estamos dando a conocer el proceso mental que guía nuestras actuaciones y en cierto modo quedamos desarmados antes nuestros interlocutores.

Si al amigo fugaz de hoy que se convierte en el enemigo del mañana, le hemos abierto, aunque sea una parte pequeña, de nuestra intimidad no solo podrá hacernos daño contando aquello que debía mantener oculto, sino también adelantarse a nuestros movimientos por conocer nuestra forma de actuar.

Pero cabría preguntarse si hay que ampliar la «secreta prevención» de que habla Gracián a las llamadas amistades de toda la vida. Es verdad que resulta sumamente improbable que los amigos íntimos, que suelen ser muy pocos, dejen de serlo. Y, por tanto, que serán muy escasas las probabilidades de que se conviertan en enemigos. Pero como hay algún caso de ruptura violenta de tal tipo de amistad, no está de más reservarse para uno mismo alguna zona espiritual de nuestro yo más íntimo. Porque siempre que abramos al alguien nuestro corazón, estamos rasgando el velo que tapa el santuario de nuestra intimidad. Y, a partir de ese momento, queda despejado el camino para la infidencia. Que permanezca prolongadamente oculta esa parte reservada de nuestro corazón ya no dependemos enteramente de nosotros, sino de otros, aunque sean los amigos más íntimos. En este punto, me permito recordar el viejo proverbio que asegura la máxima reserva: si no quieres que se sepa algo no lo cuentes a nadie. Y nadie es nadie.

El autor dedica el último inciso del pasaje anteriormente reproducido a aconsejarnos con respecto al trato que ha de darse a los enemigos. Nos recomienda que tengamos frente a ellos una actitud de reconciliación. El consejo es tan bueno como difícil de seguir. Porque rota la relación de amistad, sobre todo la que fue muy íntima, el sentimiento de afecto en el mejor de los casos desaparece y en el más habitual se sustituye por odio, como el propio autor nos advierte. Y tanto en un caso como en el otro, resulta casi imposible volver a unir sentimientos que o no existen porque han desaparecido o son de mutua aversión.

Y es que para que exista la reconciliación no basta con que lo desee y lo intente una sola de las partes. Se necesita que el deterioro del afecto no provocado en el enemigo la detestable enfermedad del resentimiento, ya que la única medicina que cura esta enfermedad es la generosidad. Y esta nobilísima pasión, como dice Marañón en su «Tiberio», nace con el alma: se puede fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene. La deseable reconciliación depende, pues, del modo de ser del enemigo y éstos, al contrario que los amigos, no se escogen.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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