No banalizar el maltrato

"Noticia no es que el perro muerda al hombre, sino que el hombre muerda al perro”, reza un viejo tópico periodístico. El inconveniente de algunos dichos es que confunden más por tópicos que por viejos. Quizá la simpleza contribuyó a que durante mucho tiempo pasasen inadvertidas ciertas noticias. Unas tristes e infectas noticias en las que los perros mordían a las mujeres. A veces afloró la desatención informativa, contribuyendo a normalizar ignominiosas prácticas que eran cualquier cosa… menos normales. En ocasiones brotó un tratamiento informativo desenfocado: cuando la cobertura se circunscribía a la vertiente sensacionalista y sanguinolenta; o cuando la sevicia machista se revestía de engañosos aderezos como “ataque de celos”, “crimen pasional” y ufanos vecinos que atestiguaban lo “muy educado y muy correcto” que era el maltratador.

El tratamiento informativo y publicitario de la violencia machista conoce un punto de inflexión en los años noventa. En resolución del 20 de diciembre de 1993, la Asamblea General de Naciones Unidas mostraba su preocupación “por el descuido de larga data”, que habían recibido los derechos y libertades fundamentales de la mujer. En 1996, el Consejo Económico y Social de la ONU reparaba en las conexiones existentes entre la violencia machista y la representación que de ésta realizan los medios. Es necesario evitar representaciones estereotipadas. Además de generalizaciones y prejuicios que siempre afianzan los estereotipos, la eficacia (con la que calan) y la rapidez (con la que se extienden) evidencian su peligrosidad. Puesto que los estereotipos sexistas han respaldado el “statu quo desigual”, los agresores encontraban una infame coartada.

Para ese cambio de tendencia en la comunicación de la violencia machista, en España se añade un trágico aldabonazo: en diciembre de 1997 es asesinada Ana Orantes. Su exmarido la mató 13 días después de que ella apareciera en televisión, relatando cuatro décadas de vejaciones y maltratos. La narración de esa larga tortura y la vil venganza del torturador causaron más mella que de costumbre.

Frente a la violencia machista, la información y la publicidad desempeñan un papel esencial. Un papel que puede ser negativo o positivo, pero que resulta crucial en ambos casos. Ha existido (por desgracia aún afloran ciertos vestigios de esa deriva) una comunicación que normaliza, justifica o banaliza el maltrato. Pero también existe (por suerte va siendo la pauta dominante) una comunicación que combate ese maltrato. Ambos caminos forman parte de la socialización que nos envuelve. Esa educación a todos nos alcanza. Dado que no solo incide la educación reglada, dado que no solo educa la escuela o la familia, será decisivo el cometido de los medios. Por eso resulta pertinente que la ley contra la violencia de género (aprobada en 2004 por unanimidad en el Congreso) aspirase a un enfoque “integral y multidisciplinar”, en el que “el proceso de socialización y educación” fuese piedra angular. No puede extrañar que desde el propio preámbulo se abogue por una publicidad que respete “la dignidad de las mujeres” y su derecho a una imagen ni “estereotipada” ni “discriminatoria”. En esa línea, la ley despliega todo un capítulo II “en el ámbito de la publicidad y de los medios de comunicación”.

Theodor Adorno nos avisó de que “la normalidad es la enfermedad moral” del siglo XX. Esa enfermedad (extendida, socializada) fue muy constatable en relación a la violencia machista. Se presumía tanto su normalidad, se percibía como algo tan lógico y rutinario, que hasta perdió su carácter noticioso; y cuando era noticia, como se apuntó, el desenfoque hacía de las suyas. Esos relatos enfermizos protagonizaron buena parte del discurso mediático, y repercutían en una sociedad que también asumía el sometimiento como algo cotidiano y natural: “Mi marido me pega lo normal” (por recordar el elocuente título de Miguel Lorente) era el estremecedor testimonio de aquella rutina que no alarmaba.

Hubo un discurso que prefirió silenciar, edulcorar o amparar la violencia de esos perros mordedores. Esos relatos normalizadores no han quedado por completo erradicados. Y además, toca seguir vigilantes para que otras normalidades contemporáneas (más sutiles y disimuladas, pero no por ello inofensivas) no nos chirríen a la vuelta de los años. Resulta vital, literalmente vital, que la normalidad no vuelva a ser la podredumbre ética del siglo XXI.

Óscar Sánchez-Alonso es doctor en Comunicación y profesor universitario en la Facultad de Comunicación de la UPSA.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *