No basta con condenar las agresiones

En 2004 formé parte del gobierno que promulgó La leley orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Antes de la ley, las Administraciones Públicas y las Comunidades Autónomas tenían sus datos, pero no de una manera global capaz de visibilizar la gravedad de la situación, como recordaban las organizaciones de mujeres ante el intolerable número de víctimas. Solo en 2013 fueron 71.

De las consultas mantenidas con distintos profesionales, la queja unánime fue la falta de estructuras. Por ello, se crearon juzgados especializados, una fiscalía de violencia contra la mujer, unidades de violencia provinciales. El objeto de la ley se centró en los delitos cometidos dentro de las relaciones sentimentales, al entender que en ellas se reproducen situaciones de indefensión, especialmente cuando alguien pretende ejercer el poder en nombre del amor, disciplinando aptitudes que reclamen un mayor grado de autonomía personal, lo que se interpreta como una severa deslealtad a la pareja. Para muchas mujeres maltratadas preservar su relación sentimental tendrá más peso que la salvaguarda de su propia dignidad, o el derecho de no pertenecer a nadie. De ahí que el promedio de convivencia antes de denunciar alcance los ocho años.

Antes de la ley el término “violencia doméstica” era único en la jurisprudencia y, como tal, no recogía aquellas jóvenes sin convivencia con el agresor, o las mujeres ya divorciadas aún amenazadas por sus exmaridos. Por otra parte, la sociedad sentía como injerencia interceder en los asuntos de pareja, por lo que la violencia seguía confinada a la intimidad de las relaciones. Cambiar este significado fue una prioridad. La violencia no es un problema que afecte al ámbito privado.

La primera interpelación fue sobre su denominación “de género”, la RAE emitió un informe sobre la inutilidad del término. Pero la categoría género va mucho más allá del pronombre masculino y femenino. Y, sobre todo, resulta de gran utilidad en los procesos de violencia.

Durante los encuentros mantenidos con los cuerpos y fuerzas de seguridad, estos se mostraban perplejos ante las dudas de las víctimas mientras se redactaba un atestado, o cuando renunciaban a la orden de protección, excelente medida de seguridad de la ley 27/2003, frente a anteriores sentencias de arresto domiciliario. Conductas que solo se explican si conocemos cómo responde la víctima ante la violencia. Pensemos en las posibles reacciones ante un conflicto; o bien se huye, se produce un enfrentamiento, o se denuncia la agresión sufrida. Pero ninguna de estas opciones son las habituales. Lejos de escapar, la víctima aspira a cambiar su relación. Rehabilitará al agresor para, en cambio, someterse a un riguroso examen sobre el grado de cumplimiento de su rol de género, es decir, si ha sido una buena esposa, o una buena novia. Será capaz de sostener un pacto de silencio de tal envergadura que volverá clandestinas las agresiones ante sus familiares o allegados, quienes desorientados acuden al teléfono de emergencia —016— en un 22% del total de las llamadas. Incluso con lesiones llegarán a encubrir el maltrato en las consultas de atención primaria. Un dilema deontológico para los Colegios de Médicos, lo que dio origen a un protocolo capaz de identificar la violencia, al margen del testimonio de la paciente. Sin embargo, no prosperó una propuesta, por parte de la presidenta del Observatorio contra la Violencia, del Consejo General del Poder Judicial, de introducir el machismo como agravante en el artículo 22.4 del Código Penal, al igual que el antisemitismo o el racismo. También fue controvertido estipular que nuevos tipos penales, las amenazas y las coacciones, eran constitutivos de delito cuando fuera un hombre quien los expresara a una mujer y no a la inversa.

Pero los terapeutas nos informaron que el mayor obstáculo para los agresores estriba en reconocerse responsables de cometer un delito. La ley estableció para ellos trabajos en beneficio de la comunidad, medida que las Administraciones locales, diez años después, aún no han aplicado. Como tampoco se ha evaluado la ley, cuyos resultados deberían ser el contenido de un pacto de Estado. Mientras, asistimos a un incremento del 153% de los sobreseimientos en los últimos dos años, ante lo cual resulta urgente corregir el insignificante número de unidades de valoración forense, que solo son 10 en todo el territorio, o 26 los equipos psicosociales.

Esta es la verdadera debilidad de la ley: su falta de presupuesto y no por motivos de austeridad, sino por subestimación del problema. Hay modificaciones gratuitas, como la dispensa a declarar por parte de la víctima, en contraposición al atenuante de confesión, aplicado a los agresores y que la Delegación Especial contra la Violencia de Género pide revisar, así como el descenso del número de denuncias. Entretanto, los poderes públicos no financian campañas de prevención, ni destinan medios materiales y humanos suficientes. Un recorte de un 30% en partidas específicas en los últimos tres años, o la sustracción de competencias al Instituto de la Mujer, reflejan la actitud del Gobierno ante esta materia. Pero a los poderes públicos les bastará con condenar la violencia y manifestar sus condolencias cada 25 de noviembre, aniversario de la ley.

Soledad Murillo de la Vega, socióloga, fue secretaria general de Políticas de Igualdad entre 2004 y 2008.

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