No caigamos en la pornografía de la inmigración

La verdadera imagen de las personas indocumentadas en Estados Unidos debería captar la belleza y complejidad de esos migrantes, no solo lo patético y melodramático. Credit Todd Heisler/The New York Times
La verdadera imagen de las personas indocumentadas en Estados Unidos debería captar la belleza y complejidad de esos migrantes, no solo lo patético y melodramático. Credit Todd Heisler/The New York Times

El editor de fotografía le dice al fotógrafo: “A ver si puedes ir con algunos agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) mientras acorralan a inmigrantes latinos. Ve a captar imágenes de un grupo de inocentes de piel morena mientras los sacan con las esposas puestas. Y si uno de los agentes del ICE también es latino, agrega el editor, muchísimo mejor”.

En la era Trump, este tipo de conversaciones se están dando una y otra vez en las salas de redacción de todo Estados Unidos. A nuestros mejores “tiradores” los envían en busca de imágenes de inmigrantes indocumentados en el que probablemente sea el momento más vulnerable y degradante de sus vidas.

Estas imágenes han sido una marca del periodismo estadounidense desde que soy parte de este negocio. Suele pasar que parecen parte de un tipo de pornografía de la inmigración.

Cuando era joven e iracundo y vi por primera vez ese tipo de fotografías, confronté a uno de sus abastecedores. Un fotoperiodista y artista que había abarrotado una galería de arte en San Francisco con sus imágenes —en blanco y negro— de mexicanos y personas de otras nacionalidades mientras la Patrulla Fronteriza los amarraba y los echaba a empujones cerca de Tijuana. Esto sucedió a mediados de la década de los ochenta, mucho antes de que hubiera una barda o un muro en ese lugar. Los inmigrantes detenidos tenían las expresiones de niños que son sorprendidos mientras se portan mal o de campesinos confundidos y atrapados en un sistema moderno sin la más mínima oportunidad de comprender cómo funciona.

Una mujer esposada vestía una camiseta que decía “High Life” (la buena vida). La fotografía parecía disfrutar de la ironía. Le dije al fotógrafo que me molestaba la cantidad de imágenes y su monotonía. Tocaban el mismo tono patético y melodramático una y otra vez. Montarlas en un muro y llamarlo arte era profundamente ofensivo, agregué. Cada uno de sus sujetos tenía una historia y una personalidad que el fotógrafo había ignorado por completo.

“Oye, en realidad no se ve quiénes son”, le dije. “Así no somos nosotros”.

El fotógrafo era un liberal con buenas intenciones. Mis comentarios le impactaron. Nunca había conocido a un joven de padres inmigrantes y con un título universitario que le dijera que no había logrado ver toda la humanidad de sus sujetos latinos.

En la actualidad, la pornografía de la inmigración es ubicua. Es mucho más probable ver a un deportado en las noticias de la televisión que a un doctor o a un profesor latino. Las imágenes de inmigrantes que enfrentan la deportación se han acumulado en nuestra consciencia colectiva nacional como la clave de la experiencia latina.
El latino es un mestizo trágico: el inmigrante ilegal a quien siempre se le negará una parte del sueño americano; el “agente migratorio conflictuado porque lo obligaron a atrapar a su propia gente, o el chico afuera del edificio de alguna autoridad federal, en lágrimas porque lo acaban de separar de su padre.

Mi objeción no es hacia la cobertura de las deportaciones y el drama de los cruces fronterizos en el desierto. Los padres son separados de sus hijos, los contrabandistas torturan a la gente y muchos mueren. No podemos –no debemos– pasarlo por alto.

Sin embargo, las personas humilladas y perseguidas que se ven en las coberturas de los deportados no son los individuos en su totalidad. La tenacidad y la obstinación son cualidades determinantes de los indocumentados en Estados Unidos. Precisamente, es lo que no se encuentra en la descripción que hacen los medios de esas más de 11 millones de personas.

Si pudiera, resucitaría a Dorothea Lange, la legendaria fotógrafa de la Gran Depresión, para que captara una imagen que en verdad determinara la experiencia. Cuando tomó su foto más famosa, “Migrant Mother”, o madre migrante, Lange ignoró la pila de ropa sucia que estaba al lado de su sujeto, una agricultora que se encontraba sentada al lado del camino con sus hijos.

“Ella nunca habría avergonzado a sus sujetos”, escribió su biógrafa Linda Gordon en “Dorothea Lange: A Life Beyond Limits”.

Quisiera imaginar a Lange deambular por los barrios de California en su viejo Ford, con su cámara Graflex. En vez de ver a sus sujetos como objetos que dan lástima y “que viven en las sombras”, como lo describen las tonterías liberales de la actualidad, se sumergiría en sus vidas.

Podría encontrar a un inmigrante mexicano mientras está sentado en la entrada de su casa en Los Ángeles, agotado por las labores de su día. La puedo ver dando un paso atrás y observándolo perdido en sus pensamientos mientras observa a sus hijos, que juegan en el patio delantero.

En el rostro y en los gestos de ese hombre de piel cobriza, la fotografía de Lange describiría las cualidades inefables del inmigrante presente: fatiga y esperanza, incertidumbre y orgullo. Su dignidad y sus lastres quedarían a la vista, pero tal vez también habría un cierto tono pícaro: los alegres ojos cafés de un hombre que ha encontrado la manera de enfrentar la adversidad con ingenio y artimañas.

Esa es la verdadera imagen de los indocumentados en Estados Unidos. No la pornografía del inmigrante, sino algo infinitamente más interesante. Arte. La belleza y la complejidad de las vidas de la gente trabajadora vistas como son en realidad.

Héctor Tobar es profesor adjunto de la Universidad de California, Irvine, además de autor de Deep Down Dark: The Untold Stories of 33 Men Buried in a Chilean Mine, and the Miracle That Set Them Free y colaborador de la sección de opinión.

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