No creas en la palabra de nadie

No creas en la palabra de nadie es el significado de Nullius in verba, la expresión latina que mejor representó el espíritu de la revolución científica. Este espíritu reside en el núcleo de la Europa que hoy conocemos, con unos valores y principios, con una cultura, indisolublemente asociados a la ciencia.

Nuestra cultura no puede entenderse sin dos grandes construcciones humanas, el cristianismo y la ciencia moderna. Hasta el ateo más pertinaz reconocerá que, históricamente, valores como el amor, la igualdad o la compasión se desarrollaron en el seno de las grandes religiones. Admitirá que en Occidente estos han sido transmitidos por las iglesias cristianas, pero no verá en ello ningún motivo para repudiarlos y no celebrar que se recojan en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

No es casual que los Derechos Humanos naciesen en Europa. Surgieron precisamente aquí porque durante siglos los que ahora llamaríamos científicos, quebrantaron el principio de autoridad mediante la razón, demostrando que el valor de un argumento no residía en el poder, el sexo o la supuesta sabiduría de quien lo planteaba. Con una revolucionaria estrategia, ideada por aquellos pensadores, se obtuvieron resultados de tal calado que, progresivamente, la confianza en la razón humana rebasó los círculos científicos y acabó provocando cambios radicales en la economía, el arte y las ideologías, cambios que dieron lugar al orden social que conocemos.

Sin embargo, nuestra sociedad —incluyendo personas consideradas cultas— da muestras generalizadas de olvido y desinterés, cuando no directamente de animadversión, hacia la ciencia. Convendrá preguntarse acerca de las causas y las posibles consecuencias porque no es preciso ser científico para estimar las contribuciones de la ciencia moderna a nuestra cultura.

Lo singular de la ciencia, frente a otras formas de conocimiento, es la táctica utilizada para conseguirlo. Desde el principio de los tiempos el hombre se ha preguntado sobre el mundo que le rodeaba y ha intentado obtener respuestas de modos distintos. Durante la Edad Media dichas respuestas se buscaban mediante el estudio de las antiguas tradiciones que constituían el campo de la Teología, la reina de todas las ciencias durante más de mil años. La tradición medieval del conocimiento sostenía que todo el saber necesario fue revelado por Dios en las Sagradas Escrituras; profundizando en estos textos e interpretándolos adecuadamente se obtenían las respuestas.

En los monasterios de la Europa medieval los hombres de iglesia más curiosos se planteaban dudas incesantemente. Si preguntaban cómo era posible que Dios no hubiese dejado indicaciones sobre cómo combatir las epidemias de peste o los cambios climáticos que arrasaban las cosechas, se les acallaba afirmando que precisamente esa era la prueba de que tales asuntos eran irrelevantes para la prosperidad y salvación humana.

En el ánimo de san Alberto Magno no estaba ofender a los clásicos o a la autoridad de la Iglesia, siempre tan sensible. Sin embargo, en sus anotaciones zoológicas registraba que las descripciones de Plinio no se ajustaban a lo que él veía. Por lo general, cuando surgían desacuerdos entre lo escrito y las evidencias se optaba por achacarlos a errores en la traducción de los textos clásicos, o a desafortunadas aportaciones de algún monje vanidoso. Cuando se pudieron consultar los originales griegos traídos por los sabios exiliados de Constantinopla reinó el desconcierto.

Por si esto fuera poco, el siglo XV ensanchó considerablemente el mundo y la fortuna podía estar al alcance de aquellos valientes que se atreviesen a cruzar la procelosa Mar Océana. Pero ni en la Biblia, ni en los textos de los prestigiosos sabios del pasado se planteaban las nociones necesarias de astronomía, navegación o cartografía y nada explicaban sobre asuntos de reciente y creciente interés, como dónde buscar metales preciosos en las Américas o cómo extraerlos y transportarlos. Había muchos motivos para dudar; no quedó más remedio que admitir la ignorancia y aceptar que ningún concepto, teoría o autoridad clásica estaba a salvo de ser puesto en entredicho. Por tanto, se hizo imprescindible buscar el conocimiento más allá de los límites, olvidando los mitos que, como La Torre de Babel o el relato de Ícaro, advertían al incauto del peligro que suponía traspasarlos.

Las repuestas pasaron a obtenerse con una metodología bien distinta, una táctica propuesta por brillantes filósofos, que solo ahora llamaríamos científicos: reunir observaciones, conectarlas mediante herramientas matemáticas y elaborar teorías perfectibles que debían contrastarse una y otra vez con el recurso de la experimentación. Es un método que puede que no garantice la verdad pero, innegablemente, fue proporcionando el poder necesario para acometer las nuevas empresas. Saber es poder frente al saber es verdad. Había nacido la ciencia moderna y el papel preeminente de la razón y la experimentación frente a la fe en estos asuntos, una revolución científica que continúa en nuestros días.

La estrategia del método científico es válida para todos porque hace posible el acercamiento de posturas. Los participantes de cualquier congreso de Física —heterosexuales o del colectivo LGTBI, al margen de su raza o religión, de su nivel económico o su ideología política, en definitiva, de cualquier avatar circunstancial— van a estar de acuerdo en la mayoría de asuntos que les ocupan. Aunque inicialmente no lo estaban en absoluto, fueron llegando mediante pruebas y eliminación de errores a un consenso cada vez mayor. Esta misma evolución se ha producido dentro de la Química, la Biología o la Geología. Es bien cierto que en el proceso del desarrollo científico pueden asumirse las conclusiones más peregrinas —como la generación espontánea de vida a partir de camisas sudadas o la inteligencia superior de los varones europeos—, sin embargo, a diferencia de la física aristotélica que se mantuvo vigente casi dos mil años, tales hipótesis tienen una vida breve porque van siendo descartadas rebatiendo y justificando argumentos, aplicando los criterios ligados a la experiencia y la deducción racional. La historia de la ciencia es una historia de derrotas del irracionalismo.

Aquellos pensadores cristianos que rompieron la tradición medieval y pretendieron recuperar el logos de la Grecia clásica para entender al hombre y a la naturaleza han pasado a la historia con el nombre de humanistas. Por eso, ante todo, lo más característico de una educación humanista es fomentar e ilustrar el uso de la razón. Es la única que permite aprender a discutir, rebatir y justificar lo que se piensa. ¿Y no está eso en la misma esencia de la ciencia, en su método singular? ¿Quién puede desdeñar el conocimiento de una praxis que se ha revelado tan productiva para resolver desacuerdos? Existe respuesta: los fanáticos y los posmodernos.

En los fanáticos solo hay fe. Conocen la Verdad y el Bien, así que no hay nada que pensar porque basta con creer y obedecer. Sin dudas ¿qué necesidad puede haber de ciencias o democracia? “Luchan por su servidumbre como si fuera por su salvación”, decía de ellos Spinoza.

En los posmodernos solo hay duda. Todo es relativo. Una ciencia no es más que un mito como otro cualquiera, el progreso es un espejismo y una democracia respetuosa con los derechos humanos no es necesariamente mejor que el sistema de castas hindú.

Este relativismo imbuye nuestra sociedad: no hay una lógica humana sino una lógica masculina, o femenina, o yanomami o inuit… aunque ninguna de ellas aconseje esconderse delante y no detrás de los árboles. En estos tiempos apelar a la razón puede hacerte sospechoso de defender el discurso hegemónico de la cultura patriarcal, racista, colonial y eurocéntrica. Sin embargo, la razón humana, esa que nos impele a parapetarnos detrás y no delante, es lo que tenemos en común y debe ser el marco de entendimiento para gestionar desacuerdos y lograr una convivencia pacífica. Recordemos a nuestros estudiantes y a la sociedad la advertencia de Voltaire: Quienes pueden hacer que creas en absurdos, pueden hacer que cometas atrocidades.

Varios autores han señalado con gracia que tal relativismo conlleva un nivel importante de hipocresía. Personas que defienden que la ciencia es un mito como otro cualquiera, eligen el avión para cruzar el Atlántico y no viajarían en paz de saber que —siguiendo su respetable opinión— hace un tiempo que las revisiones técnicas del aparato se han sustituido por imposiciones de cuarzo o lavados con agua bendita. Los aviones, como sus ordenadores o sus teléfonos móviles, son aplicaciones imprevistas de conocimientos científicos adquiridos hace ya muchas décadas.

Paradójicamente, es muy habitual que en nuestra sociedad posmoderna —tan dependiente y fascinada con la tecnología— se señale a la ciencia como la responsable de eliminar la maravilla del universo y empobrecer el pensamiento y la intuición humana. Nada más lejos. La investigación básica es una exploración en terreno desconocido y misterioso que, en principio, responde únicamente a la curiosidad del investigador. Faraday es el principal responsable del completo triunfo de la electricidad como la forma de almacenar, transportar y utilizar la energía en nuestro tiempo. Sin embargo, lo que le movió a empezar sus investigaciones fue la posibilidad de comprender “la chispa de la vida”, la que quizá hubiera evitado la muerte de su padre. Los grandes avances en ciencia, los que cambian radicalmente nuestra comprensión del mundo, acaban dando lugar a una serie de aplicaciones imprevistas e incluso inimaginables a priori. La historia de la ciencia está repleta de ejemplos.

A diferencia de la investigación aplicada, en la que hay una relativa seguridad porque parte de conocimientos previos para buscar nuevos usos o nuevos dispositivos, la investigación básica no puede hacer promesas; es lo que conlleva una incursión en lo desconocido: nuevos enigmas y la creación de nuevas hipótesis que habrá que contrastar. Como demuestra la historia, en términos generales el gasto en esta investigación es siempre rentable, pero a tan largo plazo y tan incierta en cada proyecto particular, que ciertas mentalidades llegan a considerarla puro despilfarro. Y, a la larga, su desconocimiento se traduce en un empobrecimiento de la sociedad.

Se ha tratado de hacer creer que ciencias y letras son antagonistas, ignorando una historia que muestra su complementariedad. Fue a mediados del siglo pasado cuando se popularizó este estereotipo y en los debates suscitados al respecto, representantes de esas dos culturas afearon las carencias educativas que mostraba el grupo contrario. Un catedrático de Química Orgánica puede no haber leído a Cervantes o desconocer las características principales de la pintura flamenca, a la vez que un profesor universitario puede optar a una cátedra de Historia Medieval sin saber nada sobre la Ley de Coulomb o la tectónica de placas. Hoy ambos colectivos siguen sin llegar a grandes acuerdos respecto a los contenidos que deben definir lo que llamamos cultura, entendiendo por cultura el saber que posee una persona considerada instruida. La búsqueda de patrones, ritmos y simetrías es común en el arte y en la ciencia e ilustres personajes de la talla de Goethe o Humboldt supieron encontrarlas en los dos ámbitos.

Sin embargo, cada vez más, la sociedad se decanta por una clara identificación: cultura es igual a la suma de las artes y las letras… excluyendo a las ciencias de la ecuación. Si un ciudadano medio forja su opinión acerca de lo que es o deja de ser cultura a través de los contenidos de los espacios televisivos correspondientes, o consultando las programaciones culturales de su municipio, tal conclusión no puede sorprendernos: la ciencia no aparece como una de las opciones del menú.

Por otra parte, a la agenda más tradicional se van incorporando novedades: gastronomía, circo, batucadas, performance o juegos de magia, transmitiendo además la idea inicua de que cultura es solo sinónimo de esparcimiento, donde no puede entrar la ciencia con contenidos aburridos, difíciles y solo aptos para premios Nobel. Sin embargo, no hay más que ver la fascinación de los niños —tal vez futuros economistas o informáticos— por los dinosaurios, el espacio y otros planetas, los animales o cualquier mineral brillante. Fascinación por el descubrimiento.

Parece evidente que ni la ciencia sola podrá resolver los problemas a los que se enfrente la humanidad, ni estos problemas podrán ser resueltos sin la ciencia. La sociedad tiene una necesidad innegable de contar con investigadores que busquen respuestas a nuevas y viejas incógnitas pero también cualquier ciudadano debe tener algunas nociones fundamentales sobre ella. Necesitan conocer los conceptos científicos básicos para poder formarse una opinión responsable sobre temas como la energía, la contaminación, los recursos estratégicos, las células madre o el cambio climático. La exclusión de la ciencia en la programación cultural escamotea a los ciudadanos una parte fundamental de la historia de su cultura y de la comprensión de las ideas y objetos que les rodean, del mundo y del tiempo en que viven.

Nullis in verba quiere recordar el lema que marcó el final de las viejas supersticiones y el comienzo del nuevo pensamiento occidental, el que dio lugar al nacimiento de la ciencia moderna. En unos tiempos en los que vuelve a irrumpir el fanatismo es preciso recuperar la vigencia de este concepto y transmitirlo a las nuevas generaciones. Si el espíritu es la memoria, como decía San Agustín, evitemos la barbarie y no olvidemos de dónde venimos: la ciencia es, sin lugar a dudas, cultura, nuestra cultura.

Belén Soutullo es conservadora del Museo de la Geología en la Facultad de Ciencias Geológicas de la Universidad Complutense y Lorena Ortega es decana de la Facultad de Ciencias Geológica de la misma universidad.

Se adhieren a este escrito Ricardo Amils Pibernat, astrobiólogo del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa e investigador asociado al Centro de Astrobiología (INTA-CSIC), Juan Luis Arsuaga Ferreras, paleoantropólogo premio Príncipe de Asturias de Investigación científica y tecnológica, en 1997, miembro de la Real Academia de Doctores de España y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, Juan Manuel Rojo Alaminos, exsecretario de Estado de Universidades e Investigación (1985-1992), Gran Cruz de Alfonso X el Sabio y miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Medalla de la Real Sociedad española de Física y director del IMDEA Nanociencias (Instituto Madrileño de Estudios Avanzados), Pedro Vercier Lisón, asesor del Banco Mundial, exdirector de AECOM-URS, exdirector regional del Servicio Geológico de Francia y socio fundador de la empresa de ingeniería Talantia, Cristóbal Viedma Molero, investigador especializado en el Origen de la vida y la síntesis farmacéutica y miembro del Instituto Pluridisciplinar de la UCM, Rosario Lunar Hernández, directora del Instituto de Geociencias y miembro de la Real Academia de Doctores de España, Mónica de la Fuente del Rey, catedrática de Fisiología, académica de la Real Academia de Farmacia y miembro de la Real Academia de Doctores de España, Domingo Marquina Díaz, exdirector del Departamento de Microbiología III de la UCM y Caballero de Honor de la Real Asociación de la Orden de Yuste, y Javier Puerto Sarmiento, académico numerario de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Nacional de Farmacia.

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