No debía de quererte

Cuando la violencia machista vuelve a segar la vida de una mujer, esa sociedad de la que todos formamos parte tiende a preguntarse cómo no fue capaz de romper la relación con un hombre que, en muchas ocasiones, ya la había maltratado previamente. Hoy, una vez más, la historia se repite, y una vez más nos preguntamos por qué. La respuesta no es cuestión baladí y tiene una importante trascendencia jurídica.

A nadie se le escapa que el Estado de Derecho, como garantía para el ejercicio de las libertades, exige, para el recorte de éstas, que existan, cuando menos, indicios fundados de que se han puesto en peligro bienes jurídicamente protegidos. Así, para poder acordar medidas cautelares de protección a una víctima, como el alejamiento o incluso la privación provisional de libertad, han de concurrir tales requisitos. Pero ¿qué ocurre cuando la mujer que ha sido agredida decide perdonar a su agresor, e incluso reiniciar la convivencia con el mismo?

Como señalan las personas expertas en la materia, los procesos de violencia machista no suelen iniciarse con un ataque físico, sino que se concretan en actitudes de desvalorización, acoso y agresión psicológica que acaban dando paso finalmente a la acometida física. Lo que hace que, en muchas ocasiones, la propia mujer agredida minimice la importancia de las agresiones iniciales. También por ello, los propios operadores jurídicos -jueces, fiscales y en ocasiones la propia asistencia letrada de la víctima- restan importancia al episodio.

Si tenemos en cuenta que, en muchas ocasiones, las agresiones machistas se producen en el seno del hogar familiar, sin otros testigos que aquellos que, por Ley(*), están dispensados de prestar declaración contra el agresor, siempre que no existan partes médicos de agresión, y retirando la víctima la denuncia, es difícil que pueda acordarse una medida restrictiva de derechos para el agresor.

Pero, ¿cuáles son las razones que llevan a una mujer a minimizar de este modo las conductas que pueden llegar a acabar con su vida? ¿Qué la convierte en cómplice de su verdugo? No es extraño achacar estos comportamientos de trivialización a variables puramente sociales o demográficas. Pero la realidad nos demuestra día a día que no sólo las mujeres económicamente dependientes, con escasos recursos sociales o educativos o con hijos pequeños soportan esas situaciones; y tampoco parece que el amplio plantel de medidas sociales, legales y policiales introducidas por la Ley Orgánica 1/2004 de protección integral contra la violencia de género haya hecho disminuir estas conductas. ¿Qué está pasando entonces?

Somos seres sociales y el marco cultural en que nos desarrollamos tiene un peso importante en nuestro proceso de conformación psíquica. Las relaciones que establecemos con los otros van dibujando nuestro propio sentido de la identidad, nuestra propia autoestima, y la forma en que nos comportamos en nuevas interacciones sociales. Las ideologías ocultan los resortes de esa estructura, y así, muchas pautas de aprendizaje se reproducen inconscientemente más allá del deseo o los intereses del sujeto que las actúa.

Desde hace milenios hemos sido educadas y educados para interiorizar una imagen del género femenino como inferior al masculino, mediante la asunción de estereotipos, gestados en referencia a un orden simbólico patriarcal en el que el hombre ocupa el lugar del Sujeto, y la mujer el de la falta, el del Objeto, el de lo inferior. Valores transmitidos mediante procesos de enculturación a generaciones de féminas y varones. Así la conformación de la identidad, tanto femenina como masculina, dependería de este orden simbólico, de origen social, no biológico y por tanto modificable.

Tales procesos funcionan también mediante trivialización o negación de las conductas de violencia de género, en base a la consideración del varón como un ser naturalmente agresivo, liberándole de responsabilidad respecto a su conducta maltratante. El mismo cometido cumplen los mitos acerca de estos actos violentos contra la mujer, que dan una imagen de los mismos correspondiente a un fenómeno marginal, de escasa incidencia y consecuencias leves, ligado a bajos niveles socioeconómicos y a trastornos psicopatológicos, cuando la realidad es muy otra. No en vano la ONU ha definido el maltrato a las mujeres como el crimen encubierto más frecuente en el mundo.

Es éste el mecanismo por el que las propias víctimas niegan la realidad de las situaciones que viven, llegando incluso a considerar al agresor como incapaz de ser responsable de su conducta de maltrato. A su vez, tales procesos afectan al significado que se da al 'yo' y al 'otro', y tienen un efecto organizativo sobre el diseño de las relaciones familiares, lo que ayudará a perpetuar las ideas sobre la posición subordinada de las mujeres, mediante procesos de socialización, asumiendo que esos mecanismos sociales no son sino reflejo de la inferioridad natural de la misma.

Vivimos en una sociedad donde se nombra sólo en masculino, donde aún muchas mujeres ganan un menor salario por igual trabajo, donde aún se nos veta el acceso a clubes y cofradías, donde las mujeres siguen realizando doble jornada, y preguntando a sus Letradas si, cuando se inicia el proceso de separación, el marido tiene derecho a seguir 'haciendo uso del matrimonio'. No nos engañemos. Puede que nuestro marco legal sea cada vez más justo e igualitario, pero mientras no seamos capaces de ver estas desigualdades que se atrincheran en nuestro inconsciente más profundo, ninguna medida social o legal podrá acabar con la lacra de la violencia machista.

Blanca Cantón Román, abogada y licenciada en Psicología.