No empezamos bien

Martes, 12 de febrero de 2019. Son las once de una soleada mañana que pasará a la historia. Llego a la estación de Sants, en Barcelona, para formar parte del jurado de un premio literario (Editorial Edhasa). La vida discurre con normalidad. Al partir de Atocha, en Madrid, el mundo parecía el escenario de lo corriente, lo ordinario, lo habitual… Viajes de negocio o familiares, turistas tirando de enormes maletas, rostros somnolientos apoyados en el hombro de alguien...

Hacía meses que no volvía a mi ciudad. Al ir aproximándose el AVE a la estación de Sants me arrullan los recuerdos de mi adolescencia y primeros años de juventud como testigo de la impresionante transformación de Barcelona; del radical cambio de la fisonomía del litoral, en aquel tiempo en el que, después de siglos de dar la espalda al mar, la Ciudad Condal recuperaba su mirada al Mediterráneo gracias a los Juegos Olímpicos de 1992. Un tiempo largo de pacífica y natural convivencia entre lo castellano y lo catalán, cuyos respectivos contornos se difuminaban fundiéndose lo uno con lo otro. Las partes de un todo encajaban en una tierra históricamente de acogida y cosmopolita a la que emigraron, desde otras partes de España, miles de mujeres y hombres en las décadas de los años 50 y 60; una tierra abierta al mundo.

No empezamos bienSin embargo, al desembarcar me da la sensación de que la existencia se hubiera trastocado. En los pasillos de la estación se alternan, colgados del techo, monitores que proporcionan información sobre los trenes con otros que están retransmitiendo, a un volumen elevado, la señal en directo del juicio por el referéndum del 1-O en Cataluña y la subsiguiente declaración de independencia, ambos ilegales, que ha comenzado en el Tribunal Supremo hace tan sólo un par de horas. No sé por qué, pero en ese momento cierro los ojos y desearía que esos monitores lanzaran con la misma fuerza el sonido del mar. El murmullo apaciguador del Mediterráneo. El mar es sincero y aquella mañana de febrero soñé que las tranquilas olas borraban de la orilla las mentiras que los independentistas repiten como una retahíla y las engullía hacia las profundidades.

A algún despistado, el sonido del comienzo del juicio, lanzado como un eco en mitad de los pasillos de una estación de tren, le pudo causar una total desubicación similar a la de los discursos pretendidamente oficiales de la pantomima que presenciamos en aquellos fatídicos días de octubre de 2017. Textos, palabras y personajes, desubicados del mundo real y, peor aún, también de las leyes.

En los muchos días que llevamos de juicio hemos presenciado versiones contradictorias de un mismo hecho; amenazas a testigos que ponían en entredicho los argumentos de las defensas de algunos acusados; a un responsable de la policía autonómica afirmando que tenían preparado un operativo para detener al president y a un número indeterminado de consejeros, o que Carles Puigdemont y el consejero de Interior, Joaquim Forn, habían sido avisados de posibles desórdenes callejeros y advertidos de la ilegalidad del referéndum, a pesar de lo cual siguieron adelante. Hemos visto hasta algún que otro intento de burla y faltas de respeto hacia el tribunal. Y también a un testigo -diputado de Esquerra Republicana de Cataluña- empeñarse en responder en catalán. Fue entonces cuando el presidente del tribunal, Manuel Marchena, con abrumadora calma pronunció la frase épica; frase tan sencilla como digna de pasar a los anales judiciales: «No empezamos bien». Una expresión que resume, en sólo tres palabras, la grandeza de una justicia que no permite burlas.

Por cierto, señoría, lleva usted por apellido el pueblo natal de mi madre, una andaluza emigrante que llegó a sentirse catalana hasta que los secesionistas quisieron dejarla sin patria, como a tantos otros miles.

Gracias a este macro-juicio nos hemos enterado de dos hechos fundamentales de los que nos manteníamos en la creencia de lo contrario: que Oriol Junqueras (ex vicepresidente de la Generalitat de Cataluña) ama «a España y a los españoles» y que Carme Forcadell (expresidenta del Parlament) respeta «mucho el Tribunal Constitucional, pero mucho, mucho…». Está bien que lo hayan aclarado; el problema es que sus hechos demostraron lo contrario ya que, a pesar de su ilegalidad, el referéndum fue convocado y la república catalana, declarada por el Parlamento autonómico.

Este proceso judicial también está sirviendo para enterarnos de que la declaración unilateral de independencia, realizada con toda la pompa y boato que requiere la oficialidad gubernamental, fue un teatrillo que España y sus tribunales de Justicia se tomaron en serio. Hay que ver cómo somos los españoles, que todo nos lo tomamos a la tremenda, ¿verdad…? Uy, perdón, en qué estaría yo pensando… si resulta que ellos, los independentistas y todos aquellos que están pasando por el Tribunal Supremo, son también españoles. ¿Quizás haya que recordarlo?

Igual procesados que testigos (varios de estos últimos se han permitido la altanería chulesca de decirle al tribunal que no tenían por qué declarar ni responder a ninguna pregunta, cuando la ley así lo impone) han sufrido un tremendo baño de realidad en el Supremo. Quien se salta las leyes acaba sentado en un banquillo frente a un juez. Puede que, ahora que se aproxima el final del juicio, ya se hayan dado cuenta. O puede que no si creen que les resulta más rentable mantenerse en su ridículo papel de víctimas del Estado español y de sus instituciones.

En definitiva, no empezamos bien, no, pero no ahora, magistrado Marchena. Esto viene de lejos. El delirio independentista no empezó bien hace ya muchos años aunque no tantos como sus partidarios nos quieren hacer creer.

Sea cual sea el veredicto final, lo que ya no tiene remedio es el corazón quebrado de una Cataluña que no merecía las profundas grietas sociales que han causado los engaños soberanistas. Ni tampoco el distanciamiento entre amigos y familiares que caminaron por un puente que jamás debió cruzarse porque conducía a una sima abisal. Claro que «no empezamos bien», señoría. Pero lo peor es cómo podríamos terminar… Y ese final, señor Marchena, no estará en sus manos.

Mari Pau Domínguez, escritora y periodista.

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