No equivocarse ahora

Una burbuja especulativa es el incremento desmesurado e irracional del valor de mercado de un activo que cada vez más se aleja más de su valor real (se “recalienta”) y después se desploma sobre el sistema económico. Estos fenómenos también se producen en el mercado político. Cuando la oferta y la demanda políticas se cruzan equilibradamente, las sociedades progresan. Cuando se producen violentos desajustes, la cosa se complica y surgen los populismos, los redentorismos, los fanatismos políticos que estaban al acecho. He ahí el auge de Podemos como burbuja que tarde o temprano estallará. Ya veremos los efectos, pero Podemos destruir un modelo de vida. Miremos a Venezuela.

Luego están los arbitristas del bálsamo de Fierabrás, cómo no. España siempre ha sido un país de aparentes soluciones ingeniosas, como el célebre motor de gasógeno de los cincuenta. Sin llegar a eso, ahí están nuestros arbitristas en serio del siglo XVII y su hermosa y disparatada literatura de ocasión que nos llevó a la nada.

Cuando llega la crisis, la izquierda suele caer en la tentación del populismo, y la derecha de la izquierda en la del arbitrismo (en el fondo, dos salidas de pata de banca). En ambos casos, perdemos, como sociedad, el sentido común de las cosas posibles y esa tenacidad democrática tan envidiable de los países anglosajones, la moderación en el juicio, la mesura en las soluciones de los problemas y el saber que la reforma es la vía y que quien resiste gana. Si la política se convierte en calentón, en acto de fe o en sucesión de atajos más o menos ingeniosos, la vida pública se transforma en un horror. Y con ella, la Historia, como sabemos bien los españoles.

Cuando llega la crisis, aterriza también entre nosotros algo muy español: nuestro tradicional pesimismo nacional, una especie de enfermedad psicológica que más que pesimismo es depresión. El carácter –decía Nietsche– es el destino; y ahí estamos los españoles cabeceando nuestro pesimismo y arrinconando –sin pretenderlo, claro– a nuestro país en una espiral autodestructiva y lacerante que pesa como una losa sobre nuestra capacidad de ganar el porvenir.

Hemos salido ya del precipicio, estamos recuperando el crecimiento perdido y, sin embargo, todavía queda por subir un importante tramo de la cuesta. ¿Qué hacer ahora? Desde luego, no lo que cuenta Camus en el mito de Sísifo (los dioses castigan a Sísifo –pongamos España– a arrastrar hasta la cima de una montaña una enorme roca, que cae siempre, una y otra vez, hasta el valle, y vuelta a empezar). ¿Qué actitud política hemos de adoptar los que aspiramos a un país razonable? La respuesta la toma Albert Camus de Píndaro: la solución es «agotar el ámbito de lo posible». En eso consiste la política en una sociedad civilizada. Insistamos con pragmatismo en nuestro país, tengamos la tenacidad democrática de los anglosajones, creamos en nuestras instituciones porque, entre otras cosas, las actuales nos han dado –y esto sólo lo niega gente fanática o ignorante– el mejor período de nuestros últimos –no muy agraciados, por cierto– doscientos años. Los asuntos complejos no pueden gestionarse con soluciones ingeniosas. Tampoco el tan español «cabreo» sirve más que para tener –citando el refranero– «arrancada de caballo y parada de burro».

Todos conocemos la alocución de JFK en el Capitolio el día de su investidura, y a todos cuanto creemos en nuestro país, a todos cuantos sentimos el proyecto de España, nos conmueven sus palabras por lo que tienen de invitación al patriotismo: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, pregunta lo que puedes hacer por tu país». Kennedy hacía en ese discurso un llamamiento a la responsabilidad histórica de una determinada generación de norteamericanos, y añadía: «No creo que ninguno de nosotros quisiera cambiar el lugar que le corresponde en este momento con cualquier otra generación o cualquier otro país». Es difícil encontrar una mejor descripción del patriotismo.

Vivimos un momento histórico excepcional. Estamos otra vez los españoles ante un cruce de caminos para nuestro viejo y apasionante país. Necesitamos la mayor fortaleza institucional no sólo para seguir siendo un país serio y para recuperarnos como sociedad, sino, sobre todo, para afrontar el más grave desafío nacional, que es la amenaza de secesión de parte esencial de nuestra Nación. Que nadie se equivoque alegremente. Ni el populismo vengativo y cursi ni el arbitrismo milagrero son el camino ni para afrontar esa otra crisis –la territorial–, ni para culminar la recuperación ni para restañar los estragos causados por la recesión. Si ellos llegan, España se va. Cumplamos con nuestra obligación histórica. Dejemos en herencia un país razonable a nuestros hijos. Separemos el trigo de la paja. Comportémonos como un país serio e importante. Seamos tenaces. Otra equivocación, y nos volvemos al rincón de la historia.

Pedro Gómez de la Serna, portavoz del Grupo Popular en la Comisión Constitucional del Congreso.

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