No es descentralización, son privilegios

Uno de los tabúes de la España actual es hablar o escribir contra la descentralización. De hecho, el término “centralismo” ha engrosado la lista de agravios que los políticos utilizan en sus discursos. En una interpretación absurda de la ley del progreso, el proceso descentralizador se ha convertido en un imperativo. Tal idea está incrustada en la clase política española desde 1977, especialmente determinada por el mal diseño del Estado de las Autonomías y una ley electoral que prima a los nacionalistas.

Estos dos elementos, lejos de construir una descentralización de corte federal, han fortalecido a oligarquías locales que han usado las instituciones para construir identidades particularistas y fundar su negocio político en crear “tensión territorial” con “Madrid”. Es decir; que los regionalistas y nacionalistas se han convertido en defensores de su comunidad frente al resto, y en intermediarios entre el Estado y su pueblo, inundándolo todo con un discurso tan victimista como orgulloso, reivindicativo y populista.

La descentralización continua se ha convertido en una concesión de privilegios. El “cuponazo vasco”, en feliz expresión de Albert Rivera, ha desatado un debate fundado en un argumento histórico falaz: respetar el principio de la “unidad en la variedad” con el que se fundó España. No obstante, no somos la sociedad de 1492 y 1516, ni aquel mundo entre medieval y moderno era una democracia, ni existía un Estado en el sentido actual.

La nación como comunidad política tiene doscientos años. En ese tiempo, la Monarquía quiso convertirse en un Estado-nación, pero faltó el proyecto, los fondos y la paz. Los gobiernos no pudieron conferir fuerza, poder y autoridad a una administración que no funcionaba, en un país en el que las leyes no se cumplían, y donde gobernaba el caciquismo y el apaño. Por eso, Joaquín Costa, como ya señalaron Gumersindo de Azcárate o Macías Picavea, distinguía entre la oligarquía –el grupo económico y político que gobernaba un territorio en su propio beneficio- y el cacique –el mandarín local-.

Cánovas, tras el caos descentralizador de 1873, fue el único que intentó crear un Estado-nación equiparable a los Estados europeos, con la capacidad de organización y coerción que tenían las primeras potencias. Pero no fue posible, entre otras cosas porque inició el concierto económico con las provincias vascas, regionalizando un conflicto político como el carlismo y dándole una solución económica a sus impulsores fundada en el historicismo. Aquí no solo nos contentamos con reprimir, como apuntó Ortega, sino que creemos que los privilegios valen para silenciar a los facciosos.

La quiebra del 98 sirvió para desautorizar el Estado como proyecto nacional, que en esto se fundó el regeneracionismo, y para alimentar los nacionalismos erigidos contra la idea de una “España castellana”. Así, el catalanismo cultural se transformó en coartada política, y Prat de la Riba encabezó un movimiento para deshacer el Estado y formar otro fundado en las nacionalidades. Pero difícilmente se podía descentralizar un Estado sin músculo.

La Mancomunidad catalana de 1914, en manos de la Lliga, centralizó las competencias de las Diputaciones provinciales, y a los dos años ya le parecía poco: debía haber más autonomía. Por eso, la Asamblea de parlamentarios de 1917 se constituyó para derribar el régimen monárquico y “centralista”. A partir de entonces, los nacionalismos se configuraron como fórmulas para alimentar a las oligarquías locales, con un discurso identitario y populista que legitimaba su poder. En consecuencia, cualquier iniciativa que sirviera para destruir lo existente les ofrecía una posibilidad de avanzar en su objetivo: crear un Estado a su servicio.

Por eso Macià traicionó el 14 de abril de 1931 el Pacto de San Sebastián acordado con republicanos y socialistas, y obligó al Gobierno provisional a aceptar la elaboración y el referéndum de un Estatuto antes incluso de que las Cortes constituyentes comenzaran a debatir. ¿Sirvió aquella descentralización, aquel privilegio, para satisfacer a los nacionalistas o unir a los españoles? No.

Y sin aprender nada, y en contradicción oportunista, el socialista Prieto apoyó el Estatuto vasco para conseguir la lealtad del PNV a la República. Los nacionalistas vascos habían aprobado un Estatuto el 14 de junio de 1931, sin referéndum, que fue rechazado por las Cortes en septiembre por sus cláusulas religiosas. Era entonces el “Gibraltar del Vaticano”, al decir de Prieto. El nuevo Estatuto fue sometido a plebiscito en noviembre de 1933, en el que los alaveses votaron en contra.

Mientras el Estatuto vasco se debatía, los ayuntamientos nacionalistas se rebelaron contra el gobierno Samper en defensa del concierto económico en el verano del 34. Luego, tras la revolución de octubre, los vasquistas apoyaron al gobierno radical-cedista, y se presentaron desde entonces, incluso a las elecciones de febrero del 36, como el muro católico para contener la revolución izquierdista. Por eso, para ganárselos, Prieto encabezó la comisión parlamentaria que concedió el Estatuto de autonomía ya iniciada la Guerra Civil. El PNV jugó entonces a todo: a pactar con Mola y con el gobierno republicano, a ofrecerse a Gran Bretaña y a enviar a los gudaris a luchar contra los vascos y navarros alzados contra la República.

El Estado-nacional que construyó Franco, que no Estado-nación, se asentó en la identificación de lo español con su persona y su proyecto con lo que el españolismo cayó en desgracia en la Transición. El antifranquismo y el apoyo a los nacionalismos antiespañoles se convirtió en el Zeitgeist, en el espíritu de aquella época. Poco importaba que esos nacionalistas fueran los herederos del carlismo clerical, como se está viendo ahora en Cataluña.

El Estado de las Autonomías de la Constitución de 1978 se creó para satisfacer a todos estos nacionalistas, y no ha funcionado. Ahora, en una vuelta de tuerca, quieren imponer la idea de la “nación de naciones”, cuando este es un concepto histórico aplicable solo a los Imperios. Elliot, el historiador inglés, decía que lo que más le sorprendía de la nueva España era esa vuelta absurda a la monarquía de los Austrias.

Esta es la verdad de una descentralización convertida en concesión de privilegios: no genera automáticamente más democracia porque fortalece el gobierno incontrolado y creciente de las oligarquías locales, asentado en una red clientelar que deriva muchas veces en la corrupción. Tampoco crea sentimientos de unidad, sino de disgregación, porque nos hemos convertido en un conglomerado de ciudades-Estado que ejercen un gran intervencionismo público, erigidas sobre visiones identitarias diferenciadoras.

PSOE y PP han pactado en estos últimos cuarenta años los privilegios nacionalistas a cambio de sostener su poder, o de arrinconar al adversario. De aquellos acuerdos, esta situación política. Por este camino, cuando se inicie la reforma constitucional no hablaremos de un Estado neutral y eficiente en el servicio a la gente, fundado en la igualdad y la solidaridad –que son lo que le da sentido-, sino de los próximos privilegios que contenten a los de siempre.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.

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