No es el Covid-19, es la libertad

No es el Covid-19, es la libertad

Cuando en 1807, valiéndose del tratado de Fontainebleau entre la Francia napoleónica y la España de Carlos IV, el ejército galo cruzó los Pirineos con destino a Portugal para rematar el bloqueo continental a Inglaterra, hubo quienes desconfiaron sobre los propósitos del aliado. Entre ellos, el eximio barcelonés Antonio de Capmany, luego diputado en las Cortes de Cádiz. Frente a los amigos que no atisbaban motivo para sus suspicacias, él se limitaba a comentar: «Vivan ustedes en paz con sus creencias, mientras yo vivo con mis temores». Al divisar huestes francas acampadas a las afueras de Madrid, les espetó: «Si este ejército viene en paz a una nación amiga, ¿a qué son tantos aparatos?».

Para desdicha de la nación, no tardarían los hechos en darle la razón. Así, nada más conquistar Lisboa, quedó bien a las claras que el pacto de Fontainebleau había sido un ardid para adueñarse de toda la Península Ibérica. So pretexto de asegurar las comunicaciones con Portugal, los invasores se apostaron en enclaves estratégicos para subsumir España en clara contravención de la alianza que autorizaba el tránsito de la Grande Armée a cambio del reparto de la Lusitania.

El 2 de mayo –hizo ayer 212 años– pilló a Capmany en Madrid, debiendo marchar rumbo a Andalucía para no acatar los dicterios de Napoleón. Al sur de Despeñaperros, promovió la resistencia contra el usurpador y auspició la Constitución liberal en un Cádiz sitiado. Como tantas veces en que se desatienden advertencias por no discernir el mal que se tiene ante los ojos, la España doceañista constató trágicamente lo dicho un siglo antes por Thomas Hobbes: «El infierno es una realidad vista demasiado tarde».

Salvando las distancias, ese averno reaparece en la España de hoy, donde se suma a la crisis política, derivada del intento de golpe de Estado del 1-O de 2017 en Cataluña y de que Sánchez consintiera ser presidente con los votos de los sediciosos, una catástrofe sanitaria agravada por la negligente gestión del Covid-19 que se relativizó como la subsiguiente debacle económica que amenaza con un desastre social imposible de calibrar. Una chispa puede contener, desde luego, todo un infierno sin que la haya prendido esta vez un enemigo exterior, sino un gobierno que rememora al de aquel 1808. Pero dispuesto, además, a practicar la ingeniería social que alumbre un «hombre nuevo», como en la distopía totalitaria de Un mundo feliz, de Aldous Huxley,

Si hace dos centurias Portugal y España corrieron pareja suerte frente al invasor francés y, en 2008, con la recesión financiera, hogaño no se puede afirmar lo mismo dado el modo tan diferente en que se han desenvuelto sus gobiernos con el coronavirus. Con un primer ministro socialista, mancomunado con un presidente conservador y en franco diálogo con el jefe de la oposición de centroderecha, Portugal actuó sin aguardar a tener centenares de muertos, al revés de España por anteponer su agenda ideológica y celebrar el 8-M con las consortes del presidente y el vicepresidente a la cabeza y el ministro del Interior como salvaguarda, y así ayer pudo levantar su estado de emergencia.

Entre tanto, Sánchez encadena estados de alarma como si disfrutara con ellos. De hecho, así lo verbalizó la semana pasada en un lapsus tan revelador como el del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil al explicitar el encargo de velar por el buen nombre del Gobierno. Como si la Benemérita estuviera alistada en el equipo de imagen de La Moncloa cuando la ley obliga al Cuerpo a ser neutral políticamente y a no ser nunca correa de transmisión partidista.

En las antípodas del Gobierno socialcomunista de Sánchez, un modesto país, con peor dotación sanitaria y menos medios como se ha patentizado tantos veranos al ser asolada por los incendios forestales, ha preservado la salud de sus conciudadanos con una ministra que sabía de lo que hablaba sin filosofías baratas y con expertos sin apriorismos ideológicos o servilismo partidista de cantamañanas que hacen de la mentira un vademécum y cuyas estadísticas sobre muertos e infectados gozan de menor fiabilidad incluso que las encuestas con las que se CISca Tezanos.

Tras dar un ejemplo encomiable de política de Estado en un asunto en el que a sus ciudadanos les va la salud y la hacienda, junto a su buena gestión económica después de haber sido intervenidos por los hombres de negro de Bruselas, comparar a Sánchez con Costa es como contraponer el plumaje de un gorrión al de un pavo real, aunque el primero se vanaglorie con penachos que no le corresponden y el segundo disimule modestamente el mérito propio. Con su autoestima recuperada y con un prestigio en alza, Portugal se aleja de aquel ayer en el que el escritor y diplomático Eça de Queirós, al ser confundido con un español por una francesa que le oyó hablar en un idioma que ignoraba mientras charlaba con un compatriota en un tranvía parisino, se sintió en el deber de aclararle, no sin ironía: «Ay, señora. Lo siento. Peor aún: somos portugueses».

Entretanto, a este lado de la raya de Portugal, el Gobierno que demoró por interés y conveniencia política el combate contra la pandemia facilitando su propagación y haciendo naufragar su sistema de salud, sigue en sus trece tras mes y medio de estado de alarma. Sin mascarillas y sin test por considerarlos innecesarios salvo para sus ministros que se los repiten las veces que es menester. Es como si vislumbrara que la ocasión la pintan calva para ese cambio de régimen que parece auspiciar bajo el marbete de «vuelta a una nueva normalidad». Pese a resultar un oxímoron del tipo de Regreso al futuro, pues es imposible retornar a lo nuevo, trasparenta la aspiración de Sánchez desde que se embarcó en la nave de los locos con Iglesias y sus adeptos soberanistas.

Si ya resulta significativo adoptar un concepto acuñado hace años por el presidente Xi Jinping para publicitar el sueño chino bajo el férreo control del Partido Comunista, no lo es menos la composición de quienes constituyen esa especie de comité de futuro para forjar, más que esa «nueva normalidad», otra realidad para el día en que los ciudadanos alcancen a encontrar la salida del laberinto dispuesto por Sánchez para su desconfinamiento en fases y al albur del Gobierno. Mejor harían estos milagreros del poder en facilitar la vuelta a la antigua normalidad sin la tutela del gran Leviatán que tiene a los ciudadanos en prisión preventiva y que, en su graciosa magnanimidad, les permite unas horas de recreo.

En este proceso kafkiano en el que se blinda la incompetencia del Gobierno y se priva a los ciudadanos de derechos fundamentales con sucesivos estados de alarma que son, en realidad, de excepción, el Gobierno privilegia la propaganda sobre la salud. Lo acredita el hecho de que abunden los especialistas en lo primero en ese comité de la denominada desescalada, quedando el doctor Simón de carabina, lo cual tampoco resulta ninguna novedad, dado su indecoroso papel en esta pandemia.

En esta estrategia, las extenuantes y hueras ruedas de prensa de Sánchez cobran sentido, aunque evoque el chiste que circulaba por Moscú sobre el secretario general del PCUS, Leónidas Brezhnev, presidente desde 1964 hasta su muerte en 1982 en un mandato solo superado por Stalin. Un buen día reclamó a su escribidor de discursos que los acortara, pues sus escuchas se quedaban fritos. «Así será, camarada», asintió éste cumplidamente. Pasó un tiempo y, acompañando a Brezhnev en un viaje, éste se revolvió acremente: «¿Acaso no entendisteis lo que ordené? Seguís entregándome intervenciones inacabables y cabecean mientras me dirijo a los asistentes. Ayer mismo me sucedió». Al oírlo, el logógrafo transmutó de la inquietud a la perplejidad sintiéndose en la necesidad de aclararle la causa: «Camarada, entiéndalo. Es que leyó dos veces el discurso. Primero el original y luego la copia».

Aunque sea fácil establecer cierta analogía entre la jocosidad sobre quien exhibía los galones de mando, no en la bocamanga como el generalato, sino en sus pobladas cejas que dieron nombre al blindaje de tanques, y las soñolientas citas televisivas del presidente español a cuenta del Covid-19, no es el caso del doctor Sánchez, ¿supongo?

Dando también la impresión de leer dos veces lo que le rotulan en el teleprónter, si es que no lo reitera más veces para burlar lo que le pregunta la Prensa con la ayuda asistida del método Ollendorf («¿Qué hora es? / Está lloviendo»), Sánchez persigue, no ya dormir a los españoles, que también, sino diluir cualquier compromiso desmintiendo en una frase la anterior, tejiendo y destejiendo como Penélope el inacabable manto con el que daba pares y nones a sus pretendientes.

A este fin, Sánchez despliega un Juego de espejos, como la novela de la saga de Andrea Camilleri del comisario Montalbano, en el que no se discierne la realidad y su reflejo, la verdad y el trampantojo, el problema y la solución, la política y el parloteo, en la confianza de que el ruido y la confusión hagan su trabajo permitiendo que la falsedad vuele, mientras la verdad se arrastra tras ella, como sentenció Jonathan Swift.

En su huida de la realidad antes de que ésta le dé caza con su temible cifra de muertos, Sánchez cavila un cambio de régimen creyendo poder guiarlo, pero que puede extraviarlo al abonar el terreno a su socio y vicepresidente, Pablo Iglesias, tras asumir su discurso y hasta su parla. De hecho, cada vez que el líder podemita acomete un demarraje arrastra al conjunto del Gabinete socialcomunista sin distingos de zamarras.

Así, los tres ministros magistrados, el tridente socialista Campo, Marlaska y Robles, más el mismo Sánchez, han debido comulgar con su desaforada embestida contra la independencia judicial en socorro de su correligionaria Isabel Serra, condenada por agredir y lanzar las peores bajezas que imaginar cabe a una mujer como ha hecho contra las policías que cumplimentaban un desalojo, además de desearle a una de ellas que su hijo le pegara un tiro.

Iglesias no ejercía la libertad de expresión que cabe a todo hijo de vecino, lo cual no es su caso, salvo que se apee del coche oficial, sino perpetraba un ataque en toda regla como vicepresidente del Ejecutivo contra el poder judicial. La ignorancia de las obligaciones del cargo no exonera de su cumplimiento, sino que su alta responsabilidad le obliga más que al común de los ciudadanos.

Iglesias está a lo suyo, sin que se sepa qué ha hecho sobre un tema de su estricta competencia como es el de los centros de los mayores y sus penalidades a causa del Covid-19, esto es, en aplicar el manual de Lenin, en cuanto a ayudar a conseguir el poder a los gobiernos socialistas débiles para después debilitarlos más y arrebatarles el poder. «Cuanto peor, mejor», alentaba Lenin para avanzar en sus objetivos y derribar, tras forzar la abdicación del zar Nicolás II, al socialista revolucionario Kerensky al frente de la recién creada República de Rusia. Para tal menester, Lenin recomendaba a sus adeptos «máxima flexibilidad táctica», pues «durante unas décadas no pasa nada; en unas semanas, pasan décadas».

Estando claras las cartas sin necesidad de mostrarlas, carece de sentido que la oposición siga extendiendo un cheque en blanco a Sánchez y prorrogando el estado de alarma. Con la excusa de combatir el coronavirus, cuando sin tal declaración se han decretado el confinamiento de ciudades o de colegios por parte de las autoridades autonómicas que así lo estimaron preciso por motivos de salud, se inoculan otros virus que debilitan el Estado de derecho y lo dejan inerme.

Como no parece que Sánchez esté dispuesto a cambiar de socio, como Mitterrand finiquitó su consorcio con los comunistas deshaciendo su nefasto plan de nacionalizaciones, lo que fue proverbial para que Felipe González abriera los ojos, aunque lo disimulara expropiando Rumasa al llegar a La Moncloa, parece claro que el jefe de la oposición, Pablo Casado, tras aludir a Catilina en el anterior pleno, ya debe apelar directamente como Cicerón para no dar su voto favorable a un presidente que abusa igualmente de la paciencia de los españoles. En aquellos días aciagos para Roma tampoco faltaban «quienes no ven los peligros inminentes, o viéndolos, hacen como si no los viesen». Palabras ciceronianas que resonaron luego en la España de 1808 en boca de un patriota como Capmany al ver el peligro napoleónico que acechaba bajo la añagaza de una liga amistosa.

De la misma manera que Alejandro Magno desenvainó su espada y cortó de un tajo aquel nudo gordiano, cuya atadura estaba tan trenzada que no había manera de saber bien ni donde empezaba ni donde acababa, a Casado cabe ahora la responsabilidad de desatar ese otro nudo gordiano con el que Sánchez refuerza cada 15 días su poder, no contra el coronavirus, sino para blindarse como el mismísimo Napoleón al dotarse de una Constitución cesarista tras el golpe de Estado del 18 Brumario: «Yo debo ser tan invencible detrás de ella como ante el enemigo».

«No es el coronavirus, es la libertad, estúpidos». Conviene anotarlo con caracteres bien grandes como hizo James Carville, asesor del candidato Bill Clinton en la campaña de 1992 frente a Bush padre, con relación a la economía. «It’s the economy, stupid!».

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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