«No es esto, no es esto»

Por José Antonio Zarzalejos (ABC, 02/10/05):

EL grupo de intelectuales catalanes que en mayo pasado lanzó un manifiesto contra la situación política de Cataluña supo interpretar con gran perspicacia las razones que han conducido a la clase política de aquella comunidad a perpetrar la frívola excentricidad de aprobar un proyecto de Estatuto que rompe el pacto constitucional de 1978. Razones que se resumen en la comprobación de que la introspección identitaria del nacionalismo catalán, practicada durante más de dos décadas, ha llevado a Cataluña a la postración. Decían aquellos intelectuales a los que Oriol Malló invitaba a boicotear, a marcarles «al rojo vivo» y a hacerles «la vida imposible», que «la decadencia política en que ha sumido el nacionalismo a Cataluña tiene un correlato económico. Desde hace tiempo la riqueza crece en una proporción inferior a la de otras regiones españolas y europeas comparables. Un buen número de indicadores cruciales, como la inversión productiva extranjera o las cifras de usuarios en Internet ofrece una imagen de Cataluña muy lejana del papel de locomotora de España que el nacionalismo se había autopropuesto».

La pérdida de vigor político, económico, social y cultural de Cataluña, lejos de ser asumida con autocrítica por la clase dirigente catalana se ha presentado, según los esquemas de la más tradicional lógica victimista de los nacionalismos, como una responsabilidad exterior, es decir, como un corolario de su inadecuada inserción en España en los términos pactados en la Constitución de 1978. La ruptura de ese marco jurídico-constitucional se venía perfilando como el taumatúrgico remedio a una frustración de la clase dirigente catalana a la que se le ha ido la mano porque el proyecto estatutario aprobado, al abundar en el nacionalismo, no consigue otro efecto que provocar a muy corto plazo todavía más frustración. La inviabilidad del proyecto aprobado nace de una frustración, pero genera otras que alimentarán, para mal, la cuestión territorial en España, que no por casualidad ha tenido en Cataluña sus más dramáticos escenarios: en 1934 la República se dio de bruces con una declaración de independencia desde la plaza de San Jaime, y ahora, la Monarquía constitucional y parlamentaria encara una pretensión segregacionista envuelta en eufemismos y circunloquios que no pueden obviar la más dura realidad: la ruptura de la estructura del Estado desde un Parlamento autonómico que llega a definirlo de manera contradictoria con la Carta Magna. Allí donde la Constitución diseña un Estado unitario y autonómico, el proyecto estatutario catalán se permite calificarlo de plurinacional y federal. Por fuerza, este dislate jurídico no es fruto del error, sino de una estrategia tentativa para abrir una nueva fase constituyente por la puerta de atrás, o más exactamente, en fraude de Constitución. Al plantear este desafío -que lo es también al propio presidente del Gobierno, al margen de su responsabilidad al haberlo alentado- las fuerzas políticas catalanas ponen en riesgo demasiados logros. Entre otros, la misma Constitución de 1978 y el Estatuto de Sau todavía vigente; y, al fin, propician un choque con el Parlamento nacional, que es el depositario de la soberanía popular, cuya titularidad «reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado». No acaban ahí los riesgos porque este proyecto, además de incomodar a la singularidad foral vasca y navarra, fomenta un estéril espíritu de emulación y favorece la propensión a las endogamias territoriales.

La metodología atropellada con la que se ha elaborado el proyecto estatutario; las intenciones liquidacionistas del actual régimen constitucional explicitadas por los socios del PSC y el propósito manifiesto de los socialistas catalanes de comandar el cambio radical del modelo de Estado -Maragall ha dejado un rastro doctrinal indubitable al respecto- componen un cuadro de situación que resulta de muy difícil manejo para el Gobierno y su partido, enfangados en una operación que les ha rebasado definitivamente. Si ambos no detienen en el Congreso el proyecto de Estatuto aprobado el viernes en el Parlamento catalán y afrontan la crisis que han querido evitarle ahora al tripartito de la Generalidad, no sólo habrá entrado en dilución la Nación -que ya lo ha hecho-, sino también el Estado y con él todos los valores de modernidad que el historicismo que invocan los estatuyentes catalanes parece despreciar. Es urgente conocer con nitidez las intenciones del Gobierno sobre el envite catalán, porque si lo relativiza en su trascendencia, si lo minimiza en su capacidad destructiva del actual régimen constitucional o trata de paliarlo mediante perífrasis y circunloquios, como pareció ayer hacer Rodríguez Zapatero, los compromisos y convenciones a que todos se sometieron en 1978 pueden saltar por los aires y nos adentraríamos en el peor terreno de la confusión y el enfrentamiento. La única alternativa al planteamiento del Parlamento catalán consiste en la decisión de iniciar un proceso exactamente contrario al que pretenden los nacionalistas y asimilados: el progresivo fortalecimiento del Estado, la rehabilitación de la ciudadanía como condición de igualdad, la reintegración a los poderes centrales de la capacidad de decisión, que por dejación se ha ido dispersando en otras instancias, y la vigencia efectiva de los grandes y esenciales principios del constitucionalismo moderno que tan magistralmente ha sistematizado el catedrático e historiador Miguel Artola en su reciente y última obra «El constitucionalismo en la historia».

La defensa del Estado a través del revolucionario legado de la libertad, la igualdad y la fraternidad es un logro de la edad moderna y de Montesquieu, de Rousseau y de Voltaire, cuyas herencias son patrimonio ya de las democracias occidentales. Citar a estos autores e invocar el hecho histórico con el que comienza la edad moderna -la Revolución Francesa (1789-1799)- no es un recurso ni retórico ni academicista, sino un llamamiento a recuperar los mejores argumentos para la convivencia. La progresión siempre tiende a la unidad, y la regresión a la separación. Lo mismo que la división debilita, la unión fortalece. Esa es la razón por la que el Estado -todos los Estados democráticos- dispone de «vis atractiva», es decir, de una fuerza inercial que concita adhesiones insospechadas cuando su integridad se encuentra amenazada. La fuerza atractiva de los Estados dimana de su esencial racionalidad, de la cristalización que procuran del ansia de igualdad, de la satisfacción que prestan a la natural aspiración solidaria entre territorios y de su capacidad para prestar asistencia y servicio a los ciudadanos.

Por primera vez en la historia del constitucionalismo español, la Carta Magna de 1978 había conseguido los propósitos de estabilidad y conciliación. Las debilidades técnicas de la Constitución eran, en realidad, recursos transaccionales para conseguir no sólo conllevarnos, sino también para convencernos de que debíamos convivir sin belicismo, con sensatez y ponderación. Si sus adversarios logran herir de muerte la Constitución, España regresará a la frustración noventayochista y alguien volverá a declamar, como hizo el Ortega primero muñidor de la República y después detractor implacable de sus excesos, el sempiterno «no es esto, no es esto».