No es fácil ser España

Un hombre lleva la bandera de España en una protesta contra el separatismo catalán el 8 de octubre de 2017 en Barcelona. Credit Chris Mcgrath/Getty Images
Un hombre lleva la bandera de España en una protesta contra el separatismo catalán el 8 de octubre de 2017 en Barcelona. Credit Chris Mcgrath/Getty Images

No es fácil ser un país. En general no es fácil; para España, menos. El tema reaparece cada tanto y volvió a estallar hace unos días, cuando una vocalista módicamente olvidada, Marta Sánchez, se coló en todas las conversaciones por haber cantado la letra de un himno que no tiene letra.

Si nuestras culturas quisieran ser coherentes en este violento frenesí contra la violencia que las ocupa últimamente, deberían empezar por denunciar sus himnos nacionales. Los más fueron escritos hace un par de siglos —años de luchas por la patria— y no pasarían ni un examen somero de corrección política.

El más ensalzado, la Marsellesa, empieza por describir la situación: “¿Ya oís mugir en nuestros campos / a esos soldados feroces? / Vienen hacia vosotros / para degollar a vuestros hijos, vuestras mujeres”, y propone una respuesta rápida: “A las armas, ciudadanos, / formad vuestros batallones. / ¡Marchemos, marchemos, / que una sangre impura / colme nuestros surcos!”. Y los demás corean: “O juremos con gloria morir”, prometen los argentinos, los mexicanos “al grito de guerra” preparan el acero, los colombianos celebran que se bañe “en sangre de héroes la tierra de Colón”, los cubanos te explican que “morir por la patria es vivir”, y así de seguido.

El himno español, en cambio, se calla. Es un aire militar que tocaba en el siglo XVIII el regimiento de Granaderos y que un borbón rey de entonces empezó a usar para darse aires. La República lo cambió por otro, la dictadura del general Franco lo restituyó y la democracia lo mantuvo, pero nadie quiso dejarlo hablar. En los últimos años hubo intentos; no prosperaron, y España sigue teniendo uno de los cuatro himnos mudos del mundo, junto con San Marino, Kosovo y Bosnia Herzegovina. Lo cual es un problema en ciertas ocasiones. Sobre todo, famosamente, cuando su equipo de fútbol está por jugar un partido importante y sus jugadores y sus hinchas deben tararear un raro “Ohohohoh“.

La letra de Marta Sánchez tampoco tiene grandes chances. Es parcial y ramplona, con dioses y lisonjas, verbos sin conjugar: “Grande España, a Dios le doy las gracias / por nacer aquí, honrarte hasta el fin”, gritaba, por ejemplo. Pero en pocas horas el jefe del gobierno de derecha y el jefe de la oposición de derecha la felicitaron enfáticos y el resto del país la debatía. Había metido varios dedos —sus uñas tan pintadas— en una llaga: los símbolos de España, los que deberían identificarla.

La política siempre empieza por establecer una identidad: nosotros somos los que queremos que todos sean libres e iguales, somos los que queremos que no haya dios ni amo, somos los que queremos que los negros nos lustren los zapatos, somos los que queremos que las mujeres puedan decir que no, somos los que queremos ser grandes otra vez. El grado cero de esa identidad es la nación: somos los que nacimos en un lugar que va de acá hasta allá y creemos que es mejor haber nacido en este lugar que en cualquier otro. Esa identidad se sintetiza en símbolos comunes: estandartes, canciones, mitos, héroes, jefes. España —casi— no los tiene. España tiene un problema con sus símbolos, que simboliza otros problemas.

En un Estado tan diverso, con tantas lenguas y tantos lenguaraces, no siempre resulta fácil encontrar los puntos de unión. Salvo el fútbol, por supuesto, imbatible para crear Efecto Patria. Pero, fuera de eso, cuando los españoles españolistas salen a la calle les importa sobre todo decir que son españoles: el grado cero siempre está pendiente. Entonces suelen cantar “Yo soy español español español”, como si necesitaran repetirlo para convencerse y tuvieran que construir los cimientos cada vez.

El viejo truco de la historia común no termina de funcionar: la que solían esgrimir los nacionalistas españoles estaba hecha de cruces y de espadas. La imposición violenta de la religión católica a árabes, judíos y otros indios era la gran epopeya —y ahora resulta difícil respaldarse en ella—. Así que España es un país sin héroes nacionales, sin figuras que unan y ayuden a pensar algún futuro, sin un pasado común que la aglutine.

Su historia más presente es la pelea entre dos bandos —la Guerra Civil de 1936—, lo cual tampoco ayuda a crear identidad. Y, para colmo, la idea de unidad fue un eslogan franquista que decía que España debía ser “Una, grande y libre”. Contra esa unificación forzosa se armó el país de las autonomías; es difícil hacer un país de ese conglomerado.

Porque los demás símbolos también fallan. La cultura consiste en ir construyendo símbolos cada vez más abstractos: el que mejor funciona en España —según las encuestas— es de carne y hueso y se llama Felipe. Pero tiene el problema de que habla, y al hablar desune: hace unos meses tomó partido por el gobierno central en el conflicto catalán y se alienó a millones de supuestos súbditos.

ara unirlos suelen usarse unas telas de colores. Decir que una bandera es una prenda de unidad es un equívoco. Las banderas unen en la medida en que arman un nosotros por exclusión de los demás. La exclusión funciona en mayor o menor escala —nación, región, equipo—, pero funciona. En un mundo ideal, por supuesto, no habría banderas.

La bandera española es el símbolo más cuestionado. Fue impuesta por los mismos Borbones dieciochescos del himno, depuesta por los republicanos y repuesta por la dictadura —y sigue muy marcada por su uso franquista—. Si en una calle española un grupo de manifestantes enarbola una bandera roja y amarilla es probable que apoyen a un partido de derecha. Aunque en estos últimos meses, al viento del conflicto catalán, floreció en las ventanas y balcones del país para oponerse a las que aparecían en las ventanas y balcones de Cataluña: se consolidó como estandarte anticatalanista. En cualquier caso, hay demasiados españoles —catalanes, vascos, izquierda y centroizquierda— que no se sienten bien representados por ella.

Una historia sin momentos de fundación ni héroes comunes, un himno que se calla, un rey que no, una bandera que se identifica con algunos: los símbolos fallan. Yo creo —por supuesto nadie me preguntó— que España debería empezar por inventarse una bandera nueva: buscar la forma de encontrar una que represente a más, que más sientan como propia, que no cargue este lastre, que simbolice la voluntad de construcción común, que no se pueda usar contra otros españoles: para eso, claro, para no ser un trapo hueco, debería estar basada en acuerdos que le dieran sentido. Para eso, claro, tendría que haber un país, o algo por el estilo.

P. D.: Mientras tanto, en otro país que también se llama España, la exposición de arte más reputada, ARCO, retiraba una obra —de Santiago Sierra— que llamaba “presos políticos” a varios independentistas catalanes presos. Y una jueza ordenaba el secuestro cautelar de la décima edición de un libro —Fariña, de Nacho Carretero— sobre narcos gallegos porque uno de ellos se sentía injuriado. Y otros jueces, del Tribunal Supremo, confirmaban la condena a tres años y medio de cárcel para un rapero balear —Valtonyc— que cantó, entre otras cosas, que “los Borbones son unos ladrones”. Pasó en una sola semana, la pasada. Algunos millones de españoles se preocupan; algunos más lo celebran o piden otra caña. La democracia, ese vínculo que sí parece unirlos, se va vaciando día tras día.

Martín Caparrós es un periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría. Vive en España, es colaborador regular de The New York Times en Español.

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