Como todo el mundo sabe, escribir bien no es sinónimo de escribir correctamente. Para escribir bien, y para hablar bien, hay que confrontarse con el mundo de las ideas, que es algo etéreo, volante, caprichoso como un pájaro. Cervantes escribió bien, y con su bien escribir destruyó el español por los siglos de los siglos. ¿Por qué creen que es tan difícil escribir en español, y aún más hablar en español?
Cuando Cervantes empieza su libro con esa frase magnética… “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, está renunciando desde la primera línea a la precisión, a la posesión de la menor certeza. Nos está diciendo: “Yo hablo de lo que quiero, voy a saltar de aquí para allá como un pájaro, para eso estoy aquí poniendo mis neuronas en danza”. El discurso de Cervantes es un discurso alerta en medio del sueño. Y su indiferencia sobre ese mecanismo del mundo de los notarios es total. El gran constructor de la lengua española es en realidad el destructor máximo. Y con su pensar libre Cervantes dinamitó la gramática, la hizo cenizas, la devolvió al aire. Le pasa como a Shakespeare, es tal la velocidad de ambos ante los cortocircuitos del pensamiento que, Shakespeare por un lado y Cervantes por otro, dejan, el primero, a los ingleses en pantuflas con sus cruces de conceptos y a los españoles, el otro, en cueros con su soberana libertad ante las trampas de la lengua.
Los ingleses se volvieron flemáticos después de Shakespeare, pero sólo para tomar aire antes de hablar. La flema de los ingleses es el arte de ganar tiempo para defenderse del vértigo al que les somete Shakespeare. Los españoles en cambio ante Cervantes reaccionan del siguiente modo. La huida hacia delante, atolondrados. No es fácil confrontarse con lo que nos ha dejado. Lo de Cervantes no es virtuosismo, es un pensamiento que cabalga sin brida sobre las sinapsis del pensamiento. Cervantes es indomable en su capacidad de mezclar ideas. Por ejemplo, la piedad. ¿Estamos seguros de que nos habla de piedad cuando en realidad lo que quiere es hablarnos de crueldad? No hay jamás en el Quijote un asomo de intencionalidad o de querer imponer nada. No hay un solo personaje, ni una sola acción en el mundo del Quijote que no se impugne a sí misma en el siguiente párrafo. Y cuando hemos creído que Alonso Quijano es un loco adorable puesto ahí para hacernos reír, o apiadarnos, a las dos páginas nos lo retrata como un veleidoso insoportable y el más insufrible de los tiranos. Y aún es capaz de convertir la veleidad y la tiranía en un logro maravilloso, en algo admirable. Leer el Quijote es enrojecer ante los renuncios en que nos pilla. Todo está pintado para desmantelarnos interiormente, no nos pasa una, no hay nunca nada a lo que podamos agarrarnos, salvo quizás al único valor que nos mantiene atados a esos dos personajes que son en sí mismos el pensamiento andante, la mutua contaminación de los contrarios, el contagio recíproco de los opuestos, y todos y cada uno de los personajes que circulan por sus páginas somos nosotros mismos.
Cervantes accede así a una ternura y a una tolerancia conquistada a palos, edificada sobre los escombros de un hombre que ha soñado, ambicionado, envidiado, amado, alguien que ha pasado por la guerra, por el cautiverio, por la mutilación, el fracaso, y que no ha perdido la cabeza. El zarandeo permanente que Cervantes aplica a nuestro sistema de valores, obligándonos a corregirlo casi en cada línea, es el verdadero hallazgo de este hombre que no se da el menor pisto ni la menor tregua. El complejo al que nos somete es ese, el de dejarnos desnudos ante el propio discurso.
Cervantes no inventa la ironía. Lo que inventa es la inseguridad, el agobio total ante la lengua. Por eso no se puede decir nada en español, es imposible. Por eso el español es ese lío de frases imposibles, subordinadas que no se acaban nunca, hablar y hablar sin ser capaces jamás de decir nada. La inseguridad española es prodigiosa y es un rasgo que le debemos a él. Cualquiera que haya leído atentamente el Quijote lo sabe. Lo que Cervantes nos lega es un espíritu de máxima postración, de impotencia total ante las sombras del mundo. Que el vuelo místico está en Cervantes es un hecho. Pero él no es un místico. Qué más quisiéramos. ¿Es Dios?
Y por eso, porque no hay manera de saber quién habla desde dentro de nosotros, los españoles parecemos tontos, y aún llegamos a serlo cuando nos atrevemos a hablar, que es algo que los ingleses han solucionado mucho mejor con su recatado y sintético inglés. El desparrame del español en cambio es la huida hacia delante que la lengua emprende después de que hablara el de Alcalá. Pero eso es porque aún no hemos aprendido a manejarnos con el inmenso legado de Cervantes. No es que seamos tontos, al contrario, somos criaturas atropelladas ante el prodigio mismo de la lengua, hasta el punto de parecer idiotas, o santos. Una especie digna de estudio, pájaros sin alas que aún recuerdan el vuelo. Hablamos, sí, pero de antemano conocemos el fracaso. Y con eso vamos viviendo.
Luisa Castro es novelista y poeta. Sus últimos libros son La fortaleza. Poesía reunida (1984-2005) y Actores vestidos de calle (ambos en Visor).