No es no

A un reputado hispanista suizo, profesor visitante en la Universidad española después de haber ocupado una cartera ministerial en su país, le oí hace ya tiempo una afirmación rotunda:

—He leído el Estatuto de Autonomía de Andalucía y puedo asegurar que, salvo en lo que concierne a la autonomía fiscal, podría ser la Constitución de cualquier cantón helvético.

Lo dijo en presencia de una nutrida representación de ex primeros ministros y exjefes de Estado, gran parte de ellos europeos, que asumieron como cierta la premisa. El comentario sirvió para reafirmarme en la idea de que en realidad la España del régimen de 1978, tan vilipendiado por algunos, es lo más parecido a un Estado federal, y aun confederal en algunos aspectos, excepción hecha de que no existe una lista cerrada de las competencias exclusivas del Gobierno central, útil para evitar los conflictos de atribuciones entre este y la periferia que han inundado nuestra historia reciente. Y recordé la anécdota cuando oí decir al candidato a la presidencia del Gobierno por el PSOE que en un eventual pacto de convivencia con el independentismo, al que nunca aceptaría la autodeterminación, está dispuesto a ofrecer más competencias de autogobierno, aunque en ningún caso explicó en qué podrían consistir. Me pregunto yo qué mayor autogobierno puede haber ya en Cataluña sin acudir a esa autonomía fiscal, tantas veces reclamada por los separatistas.

Al margen su vaguedad, la propuesta de Sánchez, por el momento más simbólica que política, sirvió al menos para evidenciar que la línea de fractura del electorado en los comicios del próximo domingo reside más en el contencioso catalán que en la polarización ideológica que unos y otros tratan de promover a base de insultos, descalificaciones, calumnias, victimismos y arrogancias. Esto es así porque el desafío del procés, con sus resonancias añadidas, no tiene otro objetivo que acabar con las instituciones de este Estado, tachado de corrupto y opresor por todos cuantos se apuntan a su demolición, a fin de demostrar que la única verdadera democracia es la que ellos pretenden liderar. “La democracia soy yo” es la letra del canto entonado de una u otra forma por el principal quinteto de candidatos en liza, para no hablar del demediado presidente de la Generalitat catalana. Pero la democracia, como Hacienda, somos todos, y en este caso aún más que Hacienda, porque no todos pagan como deben. Son las instituciones lo que garantizan la solidez de su ejercicio, y no el fervor de los fanáticos ni la humildad compungida de los aspirantes al poder con cara de buenos chicos.

La percepción general es que en estas elecciones no se juega tanto la eficacia de tal o cual programa de gobierno como el destino de nuestras instituciones, cuya supervivencia se ve más seriamente amenazada de lo que algunos creen. No es este el único caso en Europa. La crecida de las fuerzas de ultraderecha se ha convertido ya en una dinámica general y el descrédito de la democracia representativa, de la democracia misma, cunde entre los jóvenes. Guardando todas las distancias debidas, la situación se parece mucho a la que el viejo continente vivió hace casi un siglo tras la Gran Depresión que alumbró el nacimiento y auge de los movimientos nazi y fascista. La debilidad que aqueja al proyecto europeo después del sainete británico del Brexit, o el deterioro del prestigio americano, sometido a las decisiones de un presidente de opereta, en nada ayudan a recuperar el optimismo. Pero, volviendo a España, la inutilidad de la campaña electoral, cuando no los innecesarios estropicios que viene causando, comienza a ser desesperante. Digo que es también inútil porque pese al ruido mediático, o precisamente por su culpa, poco o nada se ha avanzado durante el público debate de los aspirantes a gobernarnos sobre ese punto esencial para el futuro de nuestro país que constituye la cuestión catalana. Se han dicho en cambio muchas majaderías y bravuconadas, sin que prácticamente nadie haya querido realizar una propuesta política que pudiera contribuir a resolver el problema.

Los líderes independentistas, con la ambigua excepción de algunos representantes de Esquerra Republicana, lejos de reconocer la derrota de sus planteamientos y el engaño en el que han inducido a cientos de miles de sus seguidores, parecen haber decidido convertir el victimismo tradicional de que hacen gala en toda una ideología política. Desde luego no es una ideología vencedora ni triunfante, por lo que no ha de servir para reparar los daños causados y enfocar el futuro de aquella autonomía con aires de esperanza. En el extremo opuesto, quien saca partido de la situación es Vox, auténtica resurrección del nacionalsindicalismo y el franquismo sociológico, la vieja España de la revolución pendiente, y de los que la aman porque no les gusta, entre otras cursilerías políticas que la dictadura difundió entre las generaciones de posguerra. Vox no es tanto el Podemos de la derecha, aunque su líder parezca siempre tan enfadado como Pablo Iglesias, sino el casticismo españolista en armas frente al provincianismo catalanista de Puigdemont y Torra. Igual de beligerante, igual de arrogante, plagado de prejuicios prepolíticos y de ensoñamientos prefascistas. La contrafigura de Podemos, mal que a algunos les pese, es definitivamente el Partido Popular, cuyo discurso no tiene nada que envidiar a ningún otro en lo que a populismo se refiere. Se trata en definitiva de un partido que no quiere cambiar nada de nada frente a otro que quiere cambiarlo todo. Cerrojo hermético a cualquier reforma constitucional por parte del PP y demanda de un periodo constituyente, con la cuestión monárquica en el centro de la diana, del lado de Podemos. Por último, están las dos únicas formaciones que de uno u otro modo aspiran a representar el centro político y sin embargo no hacen sino dar pasos para identificarse con alguno de los extremos. El Partido Socialista agita la demagogia presupuestaria en nombre de la justicia social y Ciudadanos le ha arrebatado el No es no que en su día utilizara Sánchez para aplicárselo a él mismo. Ambos proponen reformas constitucionales, pero ambos también callan que no podrán cumplir esas promesas si no incluyen en el proceso a sus contrincantes, a los que de momento se han dedicado fundamentalmente a insultar. Tierra quemada a la hora de imaginar cualquier pacto entre ellos, aunque los empresarios, los analistas más respetados y hasta el muy venerable The Economist sugieren que sería lo mejor que nos podría pasar. Estoy inclinado a pensarlo yo también aunque no me incluyo en ninguna de esas nóminas. Pero cuando veo a Sánchez vociferar contra las tres derechas y recuento las veces que el equipo de Rivera acusa a aquel de ser cómplice del separatismo me pregunto qué ganas tienen en realidad de encarnar el centro político, entendido no como un punto equidistante en el espacio sino como la representación de una amplia mayoría de electores que valoran las políticas reformistas y abominan de aventureros, rufianes y trogloditas.

Cualquiera que sea el resultado de las urnas, y cualquiera el color o los colores del Gobierno, incluso si fuera un fundido en negro que obligara a repetir las elecciones, Cataluña seguirá en el centro del debate político español y condicionará el ejercicio inmediato de la legislatura, amén del devenir del régimen durante al menos una generación. La necesaria solución política, tarde lo que tarde en conseguirse, solo puede hacerse desde el consenso mayoritario de la sociedad española y sus representantes, y con toda probabilidad a través de iniciativas legislativas que implicarán reformas constitucionales. Hubiera estado bien una reflexión pública sobre esto días atrás. Para ayudar al menos a que decidan su voto tantos millones de indecisos como todavía hay. Pero una vez que el no es no se ha adueñado del debate político, solo podemos esperar vulgaridad y hastío.

Juan Luis Cebrián

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