No es 'Oro' todo lo que reduce

Un poco menos de cojonudismo exhibicionista y un poco más de hombría hubiera estado bien. Dicho esto, hay que señalar que la película se deja ver, dentro de lo previsible del argumento y de unos personajes más bien planos y con poca trastienda. Se agradece por demás el uso comedido del ordenador, una gran delicadeza en estos tiempos. Lo mejor: sin duda la interpretación de Bárbara Lennie en el papel de doña Ana.

La fórmula de Oro es eficaz y, como ya ha sido ensayada con éxito en múltiples ocasiones, puede ser repetida ad infinitum mientras sea rentable. ¿A costa de qué? De volver a vender con beneficios la imagen sancionada por los siglos del Imperio español de América. La única posible al parecer e, insisto en ello, rentable. No falta detalle. Como si pasaran lista, ahí están todos. Los perros feroces de fray Bartolomé que fueron tan bien dibujados en los grabados de De Bry. Hombres sin entrañas repartiéndose indias a destajo. Una aparición fugaz pero efectiva del Edén indígena primordial, y hasta una mención -forma parte del canon- del Saco de Roma. Que ya es difícil que dos soldados que participaron en el Saco de 1527 vayan a encontrarse de nuevo en las selvas americanas, pero la puesta en escena tradicional de la "furia española" exige dicha mención y la mención se hace, claro está. Lo bueno que tienen los géneros literarios es que está todo previsto y no hace falta arriesgar nada. Y la Historia de España es el género literario más fecundo de Occidente. En lengua flamenca se dice da spaanse furie y es un clásico de su historia, de su literatura y de su vida. ¿Es mucha maldad suponer que en el presente contexto la película será un éxito en Bélgica cuando se estrene?

No es Oro todo lo que reduceEl repugnante dominico no podía faltar (ah, Schiller) y con ello además se paga la cuota anticlerical que permite colocar la producción de la película a prudente distancia de la derecha nacionalcatólica. Porque el cojonudismo está siempre a punto de ponerse a cantar Soy el novio de la muerte y ya sabemos todos de qué lado está la Legión. Protegido este flanco, el de mayor peligro, podemos seguir avanzando por las selvas. En algún helecho feroz se quedaron enredados los pronombres y vamos de tú a tú, con usted y usted, y una inesperada aparición de vos, no se sabe por qué, cuando ya nos habíamos acostumbrado al familiar tuteo selvático. Pelillos a la mar.

La película tiene algunas deudas. La más evidente es la de El Dorado de Carlos Saura (1988), que venía de abundar en el adorado asunto de los españoles enloquecidos en busca de oro tras la sin duda magnífica Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog (1972). También el alférez Gorriamendi desafía la autoridad del rey y se proclama libre del vínculo con su señor natural, como hizo Lope de Aguirre. El hecho es absolutamente excepcional en la vida del Imperio y por eso lo conocemos. Pero esta inclinación a convertir lo excepcional en norma ha sido lo tradicional en la visión sancionada por los siglos de la historia de España. Expediciones enloquecidas hubo algunas, pero la mayoría no lo fueron. Nada es nuevo ni sorprendente, sin embargo. Si acaso produce cierta inquietud intelectual tan sorprendente unanimidad. Aguirre el loco ha merecido más películas y más relatos que los miles de españoles que armados de paciencia, conocimientos... y hombría, se echaron al mar en unos barquitos que parece mentira que fueran capaces de atravesar el Atlántico y levantaron tantas ciudades que, como dice Philip Wayne Powell, no se ha visto impulso constructivo semejante desde los tiempos de los romanos. Pero esto es muy poco gore y da escasas oportunidades de que el chorro de sangre de la yugular seccionada por un magnífico e impresionante puñal salpique al espectador de la fila séptima, que igual también lamentaba no verse chorreado. Vaya usted a saber. Están los tiempos para no sorprenderse de nada. Y la sangre peliculera lo que tiene es que salpica y parece que no mancha. Pero resulta que hace las dos cosas, aunque no se vea a simple vista.

Ante semejante panorama, conviene señalar que con un poco de paciencia y conocimientos (de la hombría podemos prescindir en este trance y el cojonudismo es absolutamente innecesario) se pueden escribir y hasta filmar magníficas historias con los pronombres en su sitio. Quedaría bien, por ejemplo, como protagonista D. Antonio de Mendoza. Este hijo del Marqués de Tendilla se crió en Granada. Hablaba el árabe como un árabe y como un árabe acostumbró a vestir hasta bien entrado en la edad adulta. Su tío Bernardino le escribió al padre que, por favor, antes de mandarlo a Castilla, lo acostumbrara a llevar el jubón acuchillado de los castellanos. El joven Mendoza no era partidario de cambiar de indumentaria y vestido de moro al mando de una tropa mora de más de 3.000 hombres participó en Villalar. Luego fue diplomático y soldado competente en los caminos de Europa. Fue el primer virrey de la Nueva España y con dosis abundantes de paciencia y conocimientos organizó la administración del virreinato, impartiendo justicia y afianzando los pactos con los caciques. No tuvo inconveniente en sentarse a escuchar sobre cuanta manta indígena le ofrecieron lo que tenían que decirle aquellos nuevos súbditos del rey vestidos con plumas. Ya era políglota y cuando volvió de América, lo era más. Su peripecia personal desde la juventud mora en Granada hasta su madurez como interlocutor de jefes indios en América es extraordinaria. Pero habiendo algún Aguirre o algún trasunto suyo a mano, para qué vamos a fijarnos en un Mendoza.

Y si nos ponemos estupendos y en vena aventurera, que también está muy bien, podemos sacar del armario al vasco-mexicano Juan de Oñate que, como Mendoza, se ha conservado magníficamente para la Historia sin necesidad de naftalina. Debieron intuir estos hombres extraordinarios que sus descendientes iban a salir no sólo flojos sino un poco gilipollas y que era mejor no contar con ellos para nada. Oñate nació allí, en Zacatecas, y murió aquí, en Sevilla. Abrió la ruta del Camino Real casi 1.000 kilómetros hacia el norte; fundó San Juan de los Caballeros, primera ciudad que existió en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos; llevó burros, caballos, merinas y cabras hacia los nuevos asentamientos; exploró el río Colorado y es seguramente responsable de la existencia del western, pues sus caballos andaluces fueron los primeros que cabalgaron por las praderas. Porque el caballo, no lo olvidemos, no existía en América antes de la llegada de los españoles y los que cabalgan con tanto brío los apaches o los sioux en las películas del oeste debieron llegar a ellos por medios que Hollywood nunca cuenta. Pero que estaría bien que nosotros contáramos, siquiera sea para sacudirnos esta mugre que nos hemos creído como la única verdad posible de nuestro pasado. Me ofrezco gratis a escribir los guiones si hay por ahí algún productor con la gallardía suficiente como para atreverse a ganar dinero simplemente contando lo bueno de nuestra historia, sin apartarse un gramo: paciencia, esfuerzo, conocimientos, capacidad de innovación, espíritu emprendedor... sin apartarse un gramo de la verdad.

La crítica cinematográfica en realidad daba para poco aquí. Cuajar una de esas películas que uno daría algo porque no se acabaran nunca es una alquimia cuasi sobrenatural. Así que si el producto sale aceptable y vendible, pues ya está bien. Pero Oro viene a cultivar más de lo mismo, y lo de siempre, y esto es ya muy cansino, o como decimos los andaluces, muy jartible. Pero sobre todo no es neutro ni aséptico. Salpica y mancha. Y no damos abasto a limpiar tanto. Vamos a necesitar paciencia, conocimientos y toda la progesterona y la testosterona que seamos capaces de amasar para conseguir que la Historia de España deje de ser carroña a la que vaya a alimentarse cuanta tendencia destructiva surja no sólo en España sino también en Europa, según estamos viendo. Porque o la sacamos de ahí o con ella nos hundimos. Y lo molesto, lo verdaderamente molesto, por decirlo suavemente, es que proporcionemos munición al enemigo con tanta alegría y quiero creer que con inocencia, aunque no lo tengo muy claro.

María Elvira Roca Barea es autora de Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Siruela, 2016).

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