No es país para viejos

El profesor Robert Gordon, de la Universidad de Northwestern, publicó en los inicios de 2016 un libro titulado «Auge y caída del crecimiento americano». Gordon pone allí en solfa el optimismo tecnológico y para ello comienza por describir cómo eran los EE.UU. en torno a 1870: donde hoy se ven autopistas y arquitectura «elevada» y moderna, había barro y agua estancada. Casas sin agua corriente y habitantes que gastaban casi todo su peculio en comida (escasa y mala) y en ropa de dudosa factura. El principal medio de transporte era el caballo. Por no hablar de la ausencia de sanidad pública y de la baja salubridad, todo lo cual daba como resultado una esperanza de vida en torno a los 25 años.

Tres décadas más tarde las casas ya tenían electricidad y agua corriente en buenas condiciones sanitarias y con conexiones a redes de alcantarillado. Los coches habían sustituido a los caballos, y el ferrocarril, a las diligencias. Una persona podía comunicarse a miles de kilómetros con otra gracias al telégrafo y luego al teléfono. Existían el cine, los grandes almacenes, los frigoríficos y las lavadoras. Una persona de 70 años nacida en torno a 1870 no podía creer (en 1940) que vivía en el mismo mundo de su infancia.

A partir de 1920, en los EE.UU. la productividad por hora trabajada subió exponencialmente y aquel fue el periodo más espectacular de crecimiento que el homo sapiens había conocido. Luego se lo calificó como la segunda revolución industrial.

A partir de 1970 –según Gordon– esa segunda revolución industrial había agotado su capacidad… y llegaron los ordenadores. Pero la nueva inyección tecnológica (era digital se la ha llamado) no ha producido ni de lejos el crecimiento y el bienestar de la anterior revolución industrial. «Quisimos coches voladores y ahora tenemos que conformarnos con 140 caracteres», escribió Peter Thiel a este propósito.

El amable lector perdonará otra cita, esta vez del Nobel Peter Solow: «La era de los ordenadores se ve por todas partes menos en la productividad del sistema económico».

Todo lo anterior no quiere decir que el correo electrónico, los móviles, la venta de productos por internet, las redes sociales, el WhatsApp, los e-books, etc., etc. no sean metas positivas, pero por muchos libros que se vendan a través de Amazon no llegan a la suela del zapato a los 100.000 libros diarios que facturaba en 1900 Lears&Roebuck (un catálogo de ventas de libros por correspondencia creado en 1893).

Gordon trata básicamente de los EE.UU., pero es que a Europa le ha ido peor. Nunca se cumplirá lo que Negroponte («La edad del optimismo») afirmaba: «La tecnología digital puede ser una fuerza de la naturaleza que llevará a las personas a una mayor armonía mundial».

La falsedad de tal afirmación ha quedado patente tras los desastres políticos, económicos y sociales que ha traído la crisis. Bastaría con mirar la cara de Donald Trump para que las palabras de Negroponte nos parezcan una memez.

Y todo ello sin hablar del desempleo masivo que la robotización va a traer consigo, de tal suerte que los más optimistas hablan de unas capas medias que se verán golpeadas por esa sustitución de personas por máquinas, proceso que, según dicen, durará veinte o veinticinco años.

A este propósito, Andy Haldane, director económico del Banco de Inglaterra, anunció recientemente un «impacto devastador para el empleo» a costa de las nuevas tecnologías. Por su parte, un informe de la Universidad de Oxford cifraba ese desastre en la desaparición en los próximos 20 años del 47 por ciento de los empleos actuales.

Se le ha reprochado a Gordon su precipitación, pues quizá esta tercera revolución industrial –la tecnológica– aún no ha tenido tiempo de dar sus frutos (el pleno funcionamiento de la electricidad tardó cuarenta años), pero estos «optimistas» olvidan un asunto fundamental: las nuevas tecnologías están creando ya un auténtico muro, imposible de salvar, entre quienes saben manejarse con ellas y quienes jamás llegarán a poder utilizarlas… Desde luego, la electricidad no trajo consigo tamaño inconveniente.

Y lo que –a mi juicio– puede ser más grave: esa brecha insalvable se está abriendo a través de una sola variable, la edad. Pongámonos ante un jubilado que ha tenido un empleo que exigía cierto nivel educativo y hasta técnico, pero que hoy prefiere leer el periódico en papel en lugar de buscar en la red su diario favorito, y lo mismo le pasa a la hora de leer una novela. La prefiere bien editada y no quiere bajársela gratis a su e-book. Es una persona tranquila a la que le gusta ir a comprar al mercado o a la tienda y no hacerlo a ciegas a través del ordenador. También prefiere darse una vuelta por la sucursal del banco, donde siempre le habían atendido amablemente, pero ya no lo hacen, pues el banco le exige comunicarse a través de internet, para lo cual ha de salvar no se sabe cuántas contraseñas. Tampoco puede comprar en una taquilla los billetes del AVE. Por otra parte, sabe que sus reclamaciones jamás serán atendidas por una persona con cara y ojos. Odia los móviles, no tiene ni desea tener un ordenador, detesta internet y, sobre todo, eso que llaman redes sociales, donde según él sólo hay insultos y basura intelectual. Ha sido una persona de su tiempo, pero su tiempo se ha acabado. Se ha convertido en un ser perseguido y acorralado. Las nuevas tecnologías le han echado del baile, le han aislado, y sólo le cabe esperar el desprecio y el maltrato. Es ya un marginal que si quiere sobrevivir en este mundo tecnificado tendrá que pedir socorro a sus nietos quinceañeros, pues, eso sí, aunque incultos (jamás han leído un libro) e incapaces de mantener una conversación medianamente interesante, le dan al IPhone que lo rompen.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

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