No es un fantasma inventado

El libro que acabo de leer se cierra con una frase tajante: «Ya se imaginarán ustedes lo que me recorre el cuerpo cuando oigo decir que el peligro del comunismo es un fantasma inventado por el imperialismo. A quien así habla, que Dios le coja confesado. Yo ya estoy de vuelta... no deseo otra cosa que, los que van, estén pronto de regreso, como yo».

El que nos transmite este mensaje final no es un fascista, ni un miembro de la extrema derecha, ni un capitalista opresor. Se llamaba Julián Fuster Ribó, era un cirujano catalán, republicano, miembro del PSUC, que participó en la guerra civil. Al concluir ésta, pasó a Francia, fue internado en el campo de acogida de Saint-Cyprien y decidió, con toda su ilusión, marchar a la Unión Soviética.

No fue un caso único. Al acabar nuestra guerra, fueron a Rusia cerca de 350 españoles: niños, maestros, pilotos, marinos... Todos los que hicieron alguna crítica al régimen, acabaron en un campo de concentración.

Desengañado por lo que veía, Julián pidió permiso para marchar a Méjico, donde tenía algunos familiares: «Aunque en Méjico no me haga una clientela, ganaré más de lo que gano aquí. Además, tendré sol y corridas de toros».

No es un fantasma inventadoLe negaron el permiso; le despidieron del trabajo; fue detenido, acusado de «desfalco en un banco». De nada le sirvieron sus protestas: «¡Pero si nunca he tenido ni diez rublos! ¡Además, no sé dónde están los bancos aquí en Moscú!». Descubrió que existían cientos de páginas con las transcripciones de sus palabras.

Le torturaron en la temible Lubianka y acabó firmando su confesión: estuvo en un campo de concentración de 1948 a 1955. Atendió a los heridos en «los cuarenta días de Kengir», una rebelión y masacre de prisioneros: «Ciento veinte muertos dejaron los tanques bajo sus orugas». (Al relatar el terrible episodio, Soljenitsin menciona al «español Fuster»). Su resumen es simple: «Lo extraño no es que no hubiésemos muerto, sino que no nos hubiésemos vuelto locos».

Después de siete años en el Gulag, Julián Fuster logró ser liberado, gracias a una amnistía. Pudo volver a España en 1959, veinte años después de haber salido de ella. No encontró trabajo y se fue a Cuba: también denunció el régimen de Fidel Castro y tuvo que salir de allí. Contratado por la Organización Mundial de la Salud, trabajó tres años en el Congo. Volvió definitivamente a España en 1964, se instaló en Palafrugell y se hizo buen amigo de José Pla, que lo retrata con respeto y afecto: «Es una gran persona, muy inteligente, muy desengañado, de un escepticismo total... Es un hombre que lo entiende todo porque prescinde de los prejuicios y de los convencionalismos. He tenido ocasión de hablar con él de muchas cosas. Es el hombre de Palafrugell que gasta más dinero en papeles impresos... uno de los más grandes liberales que he conocido en este país. El hecho de que haya meditado con la profundidad que lo ha hecho sobre estas cosas es un fenómeno insospechado y admirable».

No sabía yo nada de Julián Fuster Ribó antes de leer sus testimonios, en el libro «Cartas desde el Gulag», escrito por la profesora Luiza Iordache Cârstea. Aporta varios documentos, como una «Carta sin sobre a Nikita Jruschov» de 1960, cuando éste solicitó clemencia para un joven argelino, en la que le recuerda terribles crímenes, como «la exterminación física de cientos de millares de ucranianos, compatriotas suyos».

Incluye también, su «Testimonio del “Paraíso Comunista”. Yo ya estoy de vuelta», en el que hace esta puntualización: «En el año 1917, la Revolución acabó con la aristocracia y la gran burguesía; en 1930, se erradicó la pequeña burguesía de la ciudad y del campo; en 1937, se coronó la extirpación de los disidentes del partido. ¿Quiénes eran, pues, los diez millones de condenados a trabajos forzados que, en los años 1948-1955, llenaban los campos de concentración? Gente del pueblo, otra no había en Rusia, en esos años».

El testimonio del cirujano Julián Fuster Ribó impresiona, sobre todo, porque es creíble, cuenta lo que él vivió... pero no es nuevo. Coincide plenamente, por ejemplo, con lo que dice Soljenitsin, en «Archipiélago Gulag», que suscitó tantos ataques.

Recordemos que Soljenitsin vino a España en 1976, meses después de la muerte de Franco, y, en una entrevista con José María Íñigo, en Televisión Española, dijo que veía un país donde la gente tenía libertad de movimientos, podía comprar prensa extranjera, fotocopiar lo que quisiera... Nada de eso podían hacer en Rusia. Provocó un escándalo su conclusión: la auténtica dictadura era la soviética.

Por decir eso, a Soljenitsin le llamaron algunos periódicos españoles «espantajo, hipócrita, multimillonario, delirante, enclenque, fanático, chorizo, mercenario...». Ahí están las hemerotecas, para quien quiera comprobarlo.

La denuncia más llamativa fue la de Juan Benet, en la revista «Cuadernos para el diálogo», nacida democristiana: «Yo creo firmemente que, mientras existan hombres como Soljenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez debían estar un poco mejor guardados para que personas como Soljenitsin no puedan salir de ellos...». Sin comentarios.

Este tipo de reacciones no se produjo sólo en España. Para muchos intelectuales europeos, el comunismo sustituyó a la religión: lo explicaba todo, lo justificaba todo. Se basaba en el silencio y el sectarismo, llevado al límite: publicar la realidad de sus crímenes resultaba un intolerable sacrilegio. Lo resumió Christian Jelen en un certero título: «La ceguera voluntaria». Sobre ese libro escribió Jean-François Revel: «Ojalá su lectura pueda, de una vez por todas, enseñar a la izquierda que siempre se sale perdiendo y que siempre se es culpable cuando uno se sitúa en el bando de los enemigos de la libertad».

¿«De una vez por todas»? Me temo que no. Basta con recordar los casos de Cuba, China, Corea, Venezuela... Todo esto no es solamente historia. Lo demuestra -más allá de sus méritos- que sea ahora mismo un «bestseller» un tomazo de casi 750 páginas, la «Memoria del comunismo. (De Lenin a Podemos)», de Federico Jiménez Losantos. Si tantos miles de españoles lo compran es porque temen que, bajo otros disfraces -populismo, «nueva política»-, el comunismo sigue siendo una amenaza absolutamente real, amparada por el sectarismo y la ignorancia de algunos que se proclaman «progresistas».

Como escribió este cirujano catalán y republicano, que lo había sufrido en sus carnes, el peligro del comunismo no es un «fantasma inventado por el imperialismo». Cualquiera que tenga un mínimo de información, de respeto a la realidad y de amor a la libertad lo sabe de sobra. Cualquiera... menos algunos ministros del actual Gobierno de España.

Andrés Amorós es catedrático de Literatura Española.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *