No es un mercado perfecto

Tanta preocupación por el cine europeo, por la nueva ley y por los desamparados espectadores que están abocados a sufrirlo privándoles de otras exquisiteces, me inclinan, con cierto pesimismo, a ofrecer mi punto de vista pensando más en los queridos compañeros y estudiantes que en aquellos belicosos detractores a los que han vuelto del revés.

Después de setenta años de padecimientos, vida irregular, ayudas condescendientes y continuos desprecios, el cine español, ahora emparejado con el europeo, todavía recibe palos a diestro y siniestro. Hablan los dueños de las salas (¿cuándo callaron?) exigiendo libertad para que el espectador vea el cine que le gusta que, por supuesto, no es el que se hace aquí. Mercado libre, dicen. Se hacen leyes que pretenden arroparlo y terminar dejándole en evidencia y a la intemperie, y espectadoras ofendidas claman, en cartas a la prensa, enumerando un cúmulo de agravios e intentando precipitar su desaparición. No es la primera vez que la máquina programadora para la eliminación total de este medio de expresión en lo que se refiere a la producción nacional, se pone furiosamente en marcha. Parece que ahora pueden conseguirlo. Están avalados los enterradores por grandes nombres y poderosos medios, además de revistas y programas televisivos que rinden permanentemente pleitesía al viejo y contumaz invasor. Todo gira en torno a la libertad de mercado, competencia abierta y otros conceptos igualmente sacralizados. ¿Será el momento definitivo? ¿Caeremos en una fosa tan honda que no nos permita asomar siquiera la nariz para regocijo de los defensores de la libre competencia? ¿Es abrumadoramente mejor artística y formalmente nuestro principal y único oponente? Estas son las principales cuestiones. Para responder a ellas y hacer frente a la violenta tempestad que se dispone a eliminar a todas las cinematografías europeas de la faz de la Tierra, intentemos hacer una simple reflexión.

El mercado, el famoso mercado, opera como tal e impone sus leyes dando la razón a quienes lo invocan, si es perfecto. Si todos los que concurren en él se rigen por los mismos principios, si es justo, si nadie parte con ventaja, si es recíproco. Por desgracia esa perfección nunca se cumple. Las imperfecciones saltan a la vista: monopolización de medios y tareas, uso descarado de los años más oscuros, la cuantía tan distinta de las inversiones publicitarias y el trato diferente de los medios implicados e interesados en la misma manía destructiva. Para paliar estas diferencias se suceden en el tiempo diversos y vergonzantes sistemas de ayudas oficiales que nunca han dado con la fórmula adecuada.

En cuanto a la calidad se da por descontado la magia y el deslumbre del avasallador contrario. Últimamente, en viajes ferroviarios, en autobuses o en el diario y simple seguimiento de los programas de la empresa con mayor número de canales dedicados a las excelencias del cine norteamericano, cualquiera puede darse cuenta de la escasa calidad de la mayor parte de los productos que pretenden ser los únicos en cines, televisiones, tiendas y escaparates.

¿Se trata de intentar que se deje vivir el escaso y atormentado cine que se puede hacer en el país? No. Creo que el asunto nos tiene que llevar a usar el sentido común y llamar a cada cosa por su nombre. Existe una cinematografía permanentemente invasora, promocionada, solicitada, reclamada, que desea el acceso directo y único a locales y espectadores. Está habituada a estos enfrentamientos en el mundo entero y siempre ha arrasado entre otras cosas porque es la propietaria, junto con sus colaboradores y socios, de todos los puestos del mercadillo. Disponen de un material publicitario hasta la saciedad que penetra hasta el fondo de las mentes crédulas que están inermes bajo el bombardeo. La insistencia y la disponibilidad de los medios se supone que la compensan con largueza y generosidad. Pero la verdad es que sus productos punteros y notables son cada vez más escasos. Lo común es la mediocridad misma que entra a saco en cines y cadenas televisivas, aderezada con profusión de truculentos efectos especiales y doblajes torpes y baratos. El mercado no es perfecto sino todo lo contrario. Además, cierta coherencia debería manifestarse desde aquellos Ministerios que permiten que se estén formando guionistas, actores, técnicos, directores y especialistas en el lenguaje visual en buen número de excelentes Escuelas, Centros oficiales y Academias privadas. Alguien debería comunicarles que al graduarse se encontrarán en un territorio hostil en el que no cabe posibilidad alguna de expresarse. Los años de estudio y sus conocimientos, por felices que sean, se agotarán en una marcha ardua en busca de ayudas. Posteriormente continuarán los desprecios para dar prioridad al enésimo hombre araña, al más tonto de los piratas o cualquier lindeza semejante. Al final, eso es lo que quedará. Y la gran familia cinematográfica, exhibidores, cadenas televisivas, vendedores de palomitas y espectadores lo celebrarán entusiasmados el día de San Juan Bosco.

Mario Camus, director de cine.