No fue por las espadas ahogadas en sangre

De la revista Hora de España dijo el escritor norteamericano Waldo Frank en 1939 que era el mayor esfuerzo literario salido de cualquier contienda y, al mismo tiempo, la manifestación de una cultura que no debía morir. En plena Guerra Civil, quienes habían de perderla sacaron fuerza para reivindicar, en una espléndida publicación, su compromiso con una lengua, con una tradición cultural y con la peripecia histórica de un país abierto entonces en carne viva pero orgulloso de su pasado. Nación rota, pronunciada con la avidez de quienes sabían que podían morir sin volver a verla. El penúltimo número de Hora de España se publicó en octubre de 1938, cuando los severos reveses en el frente de batalla presagiaban el descalabro definitivo del régimen republicano. En trance tan desgarrador, la revista dedicó un vigoroso comentario a la evocación del 12 de octubre de 1492. Hora de España y la Fiesta de la Raza, se atrevieron a titularlo.

No fue por las espadas ahogadas en sangreLos redactores de aquellas páginas reivindicaban el sentido de los dos años de Guerra padecidos como un combate agónico por la libertad de quienes pertenecían a una misma comunidad, separada por el Atlántico, fruto de una epopeya que cambió la historia del mundo para siempre. Seguían, de este modo, la estela de Walt Whitman, el gran poeta norteamericano, que, ya en el siglo XIX, había celebrado aquel momento estelar, en unos versos inolvidables: ¿Dime, alma, no ves/ el propósito de Dios desde el principio?/ Que los caminos abarquen toda la tierra,/ que las razas, los vecinos, se casen y se concedan en matrimonio,/ que se cruce el océano, que lo lejano se haga cercano,/ que unas y otras tierras se fundan. ¿Qué pensarían los combatientes de una causa ya sin esperanza de quienes hoy airean la cultura republicana como expresión de la memoria democrática y reniegan no solo de la conmemoración de una gesta sino que la consideran puro y simple genocidio? Triste destino el que silenció tal hondura de sentimiento patriótico hasta el punto de que parecen avergonzarse de él los que, hoy, se llaman descendientes directos de los perdedores de aquella maldita Guerra.

Vivimos tiempos preñados de incoherencia, de maltrato de la sabiduría, en los que se deforma el ayer y se nos roba el presente cruzando la frágil frontera entre la conmemoración y el olvido, el recuerdo de los muertos y la desfiguración del drama que se llora. Sabemos que no existe pasado que no esté sometido al pillaje, ni historia que no sea capaz de convertirse en un campo de batalla, pero ninguna nación como España aparece tan sembrada, en la actualidad, de minas de atrocidades colonialistas, ningún otro país sufre tantos vendavales de revisionismo airado y demagógico, de tiranía de la penitencia, de anacronismo y expiación. No... no; la llaga por donde se desangra el mundo nada tiene que ver con los conquistadores y misioneros españoles.

Por sus hazañas, atrocidades y maravillas, la conquista de América fue una aventura que excedió a todo lo que había soñado la imaginación en los libros, una combinación de gestas imposibles, que bien pudieran haber formado parte de la épica clásica, y altas dosis de violencia. Las crueldades aún nos sobrecogen, si bien eran habituales también en las guerras europeas. Sin embargo, la empresa de conquista tuvo un éxito fulgurante porque los españoles aprovecharon las guerras internas de los pueblos indígenas y supieron articular alianzas con las facciones enfrentadas. Sólo así se explica que el colosal imperio azteca cayera en dos años bajo el poder de Cortés y sus poco más de cuatrocientos soldados o que el vasto territorio inca fuera presa, en ese mismo tiempo, de Pizarro y sus apenas doscientos hombres. No fueron únicamente los indios de Tlaxcala, o los de Texcoco, sino prácticamente todos los vecinos subordinados al imperio azteca y masacrados por él los que se rebelaron aprovechando la presencia española. Esto recuerda que la dominación social no es un invento de España y que en América había formas brutales de poder que rivalizaban con las practicadas en Europa o en Asia en esas fechas. El mismo Ernesto Cardenal, un poeta tan indigenista, hizo bien en recordar el rostro feroz de los incas con versos que valen igualmente para explicar las tinieblas de los aztecas: El Inca era dios / era Stalin / (Ninguna oposición tolerada) / los cantores sólo cantaron la historia oficial / Amaru Tupac fue borrado de la lista de reyes.

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las de la historia, donde el heroísmo y la abyección caminaron juntos. Pero la epopeya americana contó con una autocrítica que antes no se había producido nunca. Ni la Grecia de Alejandro Magno ni la Roma de Julio César se plantearon jamás si sus procedimientos eran o no justos. La España de los Reyes Católicos y de los Austrias, sí. Los informes, las juntas especiales y las leyes de indias revelan el empeño de la Corona por administrar los nuevos territorios con unos escrúpulos de conciencia que todavía hoy, tras siglos de lucha por los derechos humanos, no dejan de admirarnos. Abundaban, por supuesto, conquistadores y colonos, auténticos carniceros, pero la política de la monarquía dio a luz el más completo y avanzado cuerpo legislativo de su tiempo, animado por un espíritu de justicia que no se halla en ninguna otra legislación colonial. Fue con el ascenso de las élites criollas y los procesos de Independencia, y no con los Austrias españoles, cuando empezaron las políticas más despiadadas hacia los indígenas, marcados, ahora sí, por el color de su piel, cruelmente tratados.

Se repite que los españoles sólo perseguían las riquezas materiales. Y es cierto que el espejismo del oro y las ensoñaciones de El Dorado impregnaron el alma de una gran caravana de aventureros. No obstante, para entender y explicar la epopeya americana en toda su complejidad y grandeza no pueden ignorarse otros factores: valores de civilización y cultura como la curiosidad, el impulso evangelizador... No se puede olvidar que con las carabelas de Colón llegaron también la lengua recia de Nebrija que América dulcificaría, la cultura europea pasada por el tamiz peninsular -es decir, Grecia, Roma, la tradición árabe, la judeocristiana, el Renacimiento...- y la imprenta, introducida en los territorios españoles del Nuevo Mundo con cien años de adelanto respecto a la América anglosajona.

Los españoles jamás encontraron El Dorado, pero fueron capaces de fundar verdaderas ciudades. Nunca, desde los tiempos romanos, desplegó nación alguna tan asombrosa energía como España hizo en América. Cientos de urbes surgieron desde San Francisco a Buenos Aires. Las más importantes serían testigos de otro de los hitos culturales de la conquista: la proliferación de universidades, con más de una treintena de centros entre los siglos XVI y XVIII. La pionera fue la de Santo Domingo, fundada en 1538, un siglo antes que Harvard la primera universidad de la América anglosajona.

Pocas culturas del mundo poseen hoy una riqueza comparable a la de América hispana. Y esto se debe a que una nueva sociedad, heredera de la tradición ibérica, nació a la historia en el siglo XVI: un mundo mestizo surgido de la familiaridad del conquistador y el conquistado. Porque, a diferencia de lo que sucedía en las posesiones de ultramar de Inglaterra u Holanda, donde siempre se mantuvo una agresiva separación entre colonos y nativos, el contacto y la mezcla fueron la costumbre, la norma no escrita de los españoles en el Nuevo Mundo. A ello contribuyeron decisivamente teólogos como Vitoria que desde Salamanca defendieron los derechos de los indígenas, predicando un orden moral de libertad e igualdad entre los pueblos.

Decir, como se dice hoy, que la población indígena de América sigue sufriendo las consecuencias de la conquista española es tan disparatado como que un soriano culpe, ¡en pleno siglo XXI! , a los romanos de todos sus males. Ni la historia de España se detuvo en el preciso momento en que Escipión destruyó Numancia ni la de América en las jornadas bélicas de Cortés o Pizarro. La España y los ciudadanos de hoy merecen saberlo y para ello necesitan urgentemente salir de la sombra de la Leyenda Negra. No fue por las espadas ahogadas en sangre, como le gusta proclamar al indigenismo de salón o al acomplejado confesionario católico, por lo que España echó raíces en el Nuevo Mundo, sino porque la lengua de Fernando de Rojas, Garcilaso de la Vega, fray Luis de León o Miguel de Cervantes fue capaz de pronunciar la realidad de América, de conservar su memoria, de amarla y de contarla.

Fernando García de Cortázar, historiador y escritor, cuya última obra es Y cuando digo España.

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