No habrá sangre

“¿Y si fuese la grieta lo que sustenta la pared?” —Grafitti, siglo XXI

Uno. Al escribir estas líneas, me acuerdo del niño italiano que aplaudía de alegría porque había visto los aviones parados en el aeropuerto; entre ellos saltaban las liebres y los conejos y algunos pájaros hacían sus nidos. Era un niño de unos cinco años. Estábamos en plena primavera pandémica, Italia registraba tantos fallecimientos que no había manera de enterrar a los muertos, el dueño de una funeraria decía, conmovido, que nadie reclamaba los cuerpos, y él, el único gesto de cariño que podría tener con aquellas personas fallecidas era apoyarles la cabeza sobre una almohada, como si fuesen de su familia. Al mismo tiempo, el niño de cinco años aplaudía porque ahora ya no había tantas emisiones de carbono y ya se podrían cerrar todos los pozos de petróleo.

No habrá sangreEste discurso seguramente se lo habrían enseñado en una familia ecologista, pero lo que más impresionaba era la alegría del niño que, ante lo que estaba pasando, se transformaba en un símbolo. Él era el futuro que miraba al presente como un paso ya dado en la historia. En su graciosa charla para reproducir en Youtube, el niño, nacido en 2015, se despedía del pasado que somos nosotros, los que pensamos en el año 2020 como el año de la pandemia causada por un coronavirus. Y yo pensé en la película de Paul Thomas Anderson Pozos de ambición, basada en la novela ¡Petróleo!, de Upton Sinclair. Pensé en la figura de Daniel Plainview, interpretado por Daniel Day-Lewis, soñador, delante del primer chorro de petróleo.

Pensé en esa película y en ese libro porque ambos retratan el inicio de la fiebre de los combustibles fósiles que se apoderó del mundo durante el siglo XX y de donde surgió ese impulso transformador tan extraordinario que permitió, en cien años, cambiar la faz de la Tierra y la vida de los seres humanos, dándoles una comodidad con la que nunca habían soñado. Pero al mismo tiempo, siguiendo la fábula de Sinclair, un impulso no solo sin la posibilidad de evitar nuevas tragedias, sino con la condición de aproximar a nuestra propia especie al límite de su extinción. Ese es el dilema que tenemos delante de nuestros ojos en estos días. El virus no ha hecho sino aclarar el estado en el que nos encontramos, como si estuviésemos en un campo abierto y caminásemos a la luz de un relámpago.

Dos. A esa luz intensa y espectral que es nuestra conciencia conmovida, es como si esta pandemia prefigurase una entidad vengadora por la forma incauta en que se fueron explotando progresivamente los recursos de la Tierra desde el siglo XVIII hasta que llegamos a un agotamiento sin retorno. Ahora, el virus, esa pequeña partícula de materia que se reproduce de un modo admirable a partir de nuestro cuerpo, por el desorden planetario que provocó, como si fuese un ser antropomórfico lleno de ira, permite demostrar que existe una injusticia clamorosa en la distribución de la riqueza al dejar fuera de la senda del progreso a la mayor parte de las siete mil millones de personas que habitan en la Tierra.

Como si estuviese imbuido de cualquier sabiduría política, la propagación del virus ha puesto de relieve la forma en la que las democracias se vuelven presas fáciles de los extremismos sanguinarios, basados en supuestos individualistas, que conducen a la defensa intransigente de los nacionalismos más arcaicos. No por él, sino por sus hechos, las naciones que se habían proclamado de vuelta a great again [grande otra vez], acabaron por parecerse a los más pobres y mostraron cómo sus miserables también tienen que pedir limosna y mueren sin asistencia médica. Dirigentes primitivos, salidos de las incultas cavernas de la nueva modernidad acaban por demostrar claramente cómo traen dentro de sí la Edad de Piedra. Y, de paso, el virus, pura materia orgánica creada por el principio esencial de la supervivencia, ha permitido demostrar que el principio de Margaret Thatcher de que no había sociedad, solo había individuos, al final se trataba de una aporía nacida de las cuentas de un feriante y que sirve en los momentos prósperos, pero que se debilita a largo plazo y, sobre todo, nos prepara para no entendernos los unos a los otros cuando se aproxima una catástrofe.

El momento que estamos pasando demuestra de forma clara que Albert Camus sigue teniendo razón cuando defendía que, si estamos solos sobre la Tierra, por lo menos que seamos hermanos. Por eso, probablemente, estamos inaugurando un nuevo periodo, ese que cierra el siglo del ¡Petróleo! para entregarnos a una nueva época que aún no tiene nombre pero que, ahora, más claramente que hace un año, comienza a definirse. De momento, solos en el espacio, viviremos de la energía de las olas, del viento, de la luz solar, del suelo cultivable, de la floresta, es decir, nos quedaremos en la superficie de la Tierra para que la humanidad sobreviva. Es curioso cómo la naturaleza entra en la historia por una metáfora.

Tres. Por eso, paradójicamente, estamos en un momento de esperanza. Las señales que se dan no caben en una página. Nunca como en este momento se habían asociado la medicina, las ciencias y la tecnología para plantar cara a una dificultad mundial de semejante magnitud y nunca como ahora sentimos cómo esos que nos cuidan son tan próximos. Nunca la tecnología nos había servido para tanto, al mismo tiempo que la arrogancia de su eficacia se enfrentó con la peligrosidad de su uso a la deriva, lo que reclama una unión con la cultura humanística que le aporte deontología, ética y sentido de la existencia.

Además, nunca como en estos días hemos entendido, de forma tan evidente, cómo el arte y la cultura son bienes esenciales para la vida humana. Es posible que ese dominio, siempre traicionado por los poderes públicos, pueda ahora mostrar que es imprescindible, por la comparación de la tragedia que lo asola y en contraste con la falta que nos hace a todos. Es posible que el propio libro, amenazado de muerte por la gran escoba digital, después de estos largos meses de castigo, haya demostrado a la sociedad lo que ya se sabía, que se trataba de un objeto imprescindible para la creación de subjetividad humana, el lugar donde se ejercita la decencia, la compasión y se aprende a encarar la belleza como una realidad hermana. Su potencial de reclamar la paz es invisible, aunque incalculable. Lo que nos enseñan estos días es que esa reclamación va a ser esencial a lo largo de la vida del niño de cinco años que aplaude de alegría porque está presenciando un mundo nuevo. Él, por cierto, va a pertenecer a una generación que caminará sobre una inscripción en la que diga que no habrá sangre sobre la Tierra. Él aún no lo sabe, pero en breve sabrá que ese es el salvoconducto que le dejamos en herencia. Lo aprendimos a la luz de un relámpago.

Lidia Jorge es escritora. Ha obtenido, en 2020, el Premio de Literatura en Lenguas Romances que concede la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara (México).

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