No hay alternativa

Elizabeth Taylor, Peter Sellers, Roger Moore, Orson Welles, Joan Collins o Ringo Starr: Todos decidieron cambiar su estado civil en Caxton Hall, la Oficina Central del Registro de Londres situada en Westminster entre 1933 y 1978, el lugar elegido por los famosos y miembros de la alta sociedad para casarse. Por sus salas pasó el futuro primer ministro Anthony Eden con la sobrina del entonces primer ministro Winston Churchill, Clarissa Spencer-Churchill. Hasta Sir William Beveridge sucumbió a la moda en 1942, el mismo año en el que el liberal sentó las bases de la seguridad social como la conocemos hoy en nuestro país. Las bases que sirvieron al laborista Clement Attlee para poner en marcha el Estado de bienestar tras ganar las elecciones a Churchill finalizada la II Guerra Mundial. También fue en Caxton Hall donde, desde 1907, el movimiento sufragista británico celebraba, al comienzo de cada sesión parlamentaria, un simbólico Parlamento de Mujeres, que concluía con una marcha hasta las Cámaras del Parlamento para entregar personalmente su petición al primer ministro, algo que nunca lograron.

Así las cosas, no es de extrañar que Caxton Hall fuera elegido también por Bertran Russell para hacer público el Manifiesto Russell-Einstein, firmado por un grupo de intelectuales destacados, incluyendo a los principales ganadores del Premio Nobel. Fue diez años después de que Estados Unidos lanzaran la bomba Little Boy en Hiroshima, y Fat Man en Nagasaki, con el resultado de más de 100.000 civiles muertos. En ese manifiesto denunciaban el gran riesgo de una guerra nuclear entre bloques a escala global, y solicitaban a los líderes mundiales que buscaran soluciones pacíficas a los conflictos internacionales. El manifiesto dio paso a las Conferencias Pugwash fundadas en 1957 por Bertrand Russell y Joseph Rotblat, y financiadas por el entusiasta empresario canadiense Cyrus Eaton en su ciudad natal de Pugwash, en Nueva Escocia, Canadá.

En nuestro país, los manifiestos, incluso en los que participan intelectuales, suelen hacerse primordialmente contra alguien, y no, o secundariamente, a favor de algo. Quizá por eso, su efecto se divide entre la apatía de la ciudadanía que los escucha y el desdén de aquellos a quienes van dirigidos. Por su experiencia y conocimiento especializados, los intelectuales tienen una mayor responsabilidad de liderazgo respecto al resto de fuerzas que configuran nuestra sociedad. Entre los que siguen una senda de intereses particulares, incluso lícita, pero que no tiene en cuenta sus consecuencias negativas; y una ciudadanía habitualmente desencantada, resignada, y a veces, hasta engañada, se encuentran los intelectuales. A ellos les corresponde exigir que se les escuche de forma coordinada y alertar de situaciones que ponen en riesgo el interés general.

Un claro ejemplo de acción concertada de los intelectuales fue el citado Manifiesto Russell-Einstein y las subsecuentes Conferencias Pugwash. Y un claro ejemplo de senda particular fue la campaña del Brexit, en la que de nada sirvió la opinión de la mayoría de los expertos en economía. El que mejor representó el mal que nos aqueja fue el entonces secretario de Justicia del Reino Unido Michael Gove cuando afirmó: "La gente en este país ya ha tenido suficientes expertos". Es el mismo Gove que dijo que el Reino Unido enviaba 350 millones de libras a la Unión Europea cada semana, sabiendo que esa cifra era falsa, como ya puntualizó la Autoridad de Estadísticas del Reino Unido. El mismo Gove que hasta el 2008 calificó la guerra de Irak como "un éxito de la política exterior británica". Y, a pesar de todo, de practicar entonces la misma política post-verdad que hoy utiliza Donald Trump asiduamente, Michael Gove dirige hoy la Oficina del Gabinete en el Gobierno del primer ministro británico Boris Johnson.

Es solo un ejemplo de los muchos que existen. No es de extrañar que el político genere desconfianza en el ciudadano medio. Descartados los que viven en la discrepancia permanente, y los convencidos de serie, la inmensa mayoría se limita a aceptar lo inevitable, sabiendo que solo se les escucha en cada proceso electoral y por necesidad. Para esa mayoría, no hay alternativa.

Pero es a esa mayoría a la que hay que conquistar. El político puede ostentar la potestas, pero para conseguir la auctoritas, más allá de la ejemplaridad que resulta obviamente exigible, por mucho que haya sido infringida por algunos, es necesario desarrollar y apoyar el uso de políticas basadas en la evidencia, centrándose en áreas donde existen riesgos de consecuencias muy negativas a corto y largo plazo.

Si los que han adquirido la representación de los ciudadanos no gozan de la experiencia y conocimientos necesarios, su responsabilidad es escuchar y luego desarrollar políticas cooperativas y con visión de futuro. Por su parte, la responsabilidad de los expertos es ceñirse a las aportaciones para solventar los problemas que tiene la sociedad, dejando al margen los argumentos políticos. El natural escepticismo y desconfianza que existe entre la clase política y la comunidad científica solo puede superarse si el único interés que mueve a unos y a otros es el de la ciudadanía. El conocimiento en general, y la ciencia y la investigación en particular, no son un problema de izquierda frente a derecha, sino que deberían servir a la causa de la paz, del progreso y de la prosperidad de la humanidad.

Joseph Rotblat, el único científico del Proyecto Manhattan que renunció por razones morales, y las Conferencias de Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales, recibieron el Premio Nobel de la Paz en 1995. En su discurso de aceptación y conferencia Nobel, Rotblat citó el último pasaje del Manifiesto Russell-Einstein: "Hacemos un llamamiento, como seres humanos, a los seres humanos: recuerda tu humanidad y olvida el resto". No se puede resumir mejor. Al político y al experto hay que recordarles permanentemente su humanidad. No hay alternativa, porque la alternativa es inaceptable.

Rubén Moreno fue secretario de Estado de Relaciones con las Cortes.

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