Este artículo pretende comentar melancólicamente el esperpento representado en el tablao nacional estos últimos días, a raíz de la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que desautorizaba las medidas del Gobierno para la capital y otras ciudades cercanas. La melancolía nace de la contemplación del espectáculo espástico de los que llevan dos días negándose, no a considerar los argumentos de los magistrados, sino simplemente a transcribirlos. Pese a todo, intentaré explicar lo sucedido, siquiera para justificar el jornal, al modo de un catecismo infantil, con preguntas y respuestas.
¿Por qué el tribunal madrileño no autoriza un confinamiento perimetral que pide la Comunidad de Madrid cuando sí autorizó otros anteriormente? ¿Es porque el no autorizado afecta a los barrios de los pudientes? La explicación la encontramos en algo que olvidamos cada vez más: las autoridades públicas están sometidas al imperio de la ley y solo pueden adoptar decisiones que afectan a nuestros derechos cuando aquella les autoriza expresamente y siempre dentro de los límites constitucionales. Cuando la Comunidad de Madrid impuso confinamientos basándose en su propia competencia (que deriva directamente de la Constitución, de su Estatuto y de una serie de leyes aprobadas en desarrollo de una y otro) esa habilitación, por el rango y concreción de esas normas, era suficiente para tomar, por razones de orden público, como lo es la protección de la salud de todos, decisiones que restringían la libre circulación. Sin embargo, cuando la Comunidad de Madrid ejecutó una decisión de un ministro del Gobierno, el tribunal examinó en qué se fundamentaba y concluyó que la ley invocada no bastaba y la intromisión carecía de soporte legal suficiente para afectar a derechos fundamentales.
¿Pero entonces, por qué sí se aprueba la restricción por otro tribunal, el de Castilla y León, cuando se aplica esa misma orden a las ciudades de León o Palencia? La respuesta se encuentra en la comparación entre las órdenes aprobadas por Madrid y por Castilla y León. La primera se limita a transcribir lo que se le impone desde el Ministerio de Sanidad, con su fundamento legal; la segunda hace algo más: proporciona a las medidas un respaldo añadido utilizando sus propias competencias. Es decir, la Comunidad de Madrid cumple con lo que no comparte, pero se le ordena –avisa también de que va a recurrir la decisión–, mientras que la de Castilla y León incluye una cobertura propia, bien porque está de acuerdo con la medida, bien porque considera que está obligada a ello.
¿Es decir, que la Comunidad de Madrid ha torpedeado la decisión del ministro dictando mal una orden? Pues no; la propia orden expone: «El Pleno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, en sesión celebrada el 30 de septiembre de 2020, con la oposición expresa de las comunidades y ciudades autónomas de Andalucía, Cataluña, Ceuta, Comunidad de Madrid y Galicia, acordó declarar una serie de medidas (…)». La Comunidad de Madrid se opuso a esas medidas. Por tanto, es defendible que no hay obligación de acordarlas utilizando su propia competencia. Si el ministro tiene razón y las medidas se pueden imponer por mayoría sin que sea precisa la unanimidad –algo discutible y sobre lo que tendrán que pronunciarse los tribunales–, esa imposición debería tener cobertura legal propia suficiente, sin necesidad de colaboración de las administraciones que consideran que no son adecuadas o necesarias.
¿Entonces el Gobierno o la Administración central no pueden hacer nada si una Comunidad Autónoma no colabora? Claro que pueden. Para empezar, podían haber impulsado el trabajo legislativo que tantos juristas vienen reclamando, ya que es obvio que los instrumentos normativos con los que contamos son ostensiblemente inadecuados. Y no solo se trata de reformar una serie de leyes en materia de salud pública demasiado escuetas y ambiguas, sino de introducir en el sistema reglas más claras y garantistas respecto de la limitación de derechos fundamentales. Digo esto porque, aunque el Gobierno está legitimado, como hizo ayer, para decretar el estado de alarma –que puede limitarse a una zona territorial concreta y tener un contenido muy diverso–, sería útil clarificar en qué medida y qué derechos se pueden limitar bajo este paraguas constitucional, porque el estado de alarma no es el de excepción o el de sitio, pese a que, durante los meses de marzo a junio, tirando de sus costuras lo pareciera, con usos muy discutibles que aunque fueron en general tolerados por los ciudadanos, preocupados por los miles de muertes y la extensión de los contagios, forzaron peligrosamente instituciones muy delicadas.
Importa hacer hincapié en que la decisión del TSJM no valora la proporcionalidad de las medidas o sin son adecuadas o útiles. No lo hace porque las medidas naufragan previamente, por falta de competencia de quien las adopta conforme al título que utiliza. Y también es importante dejar claro que esta decisión judicial, como cualquier otra, es discutible, pero que la posibilidad de que diferentes tribunales tomen decisiones contradictorias aumenta si las disposiciones legales que han de aplicar son vagas, insuficientes o deficientes. La pregunta, si uno creyese que hablamos de simple incompetencia, sería cuántos meses tienen que pasar para que el Gobierno y el Parlamento se pongan a trabajar en esas reformas. El desbordamiento de la realidad y la nitidez de las señales obliga, sin embargo, a considerar otros escenarios. Las buenas leyes no solo nos protegen, sino que constriñen la arbitrariedad y el autoritarismo de los gobernantes. Las malas leyes, sobre todo en épocas de zozobra y miedo, permiten desarrollar programas pravos, degradar las instituciones garantistas y acostumbrar a los ciudadanos a admitir lo inaceptable, al modo de la proverbial rana que no se entera de que la están cociendo a base de aumentar lentamente la temperatura del agua.
Cuando el Gobierno va dejando caer que se propone legislar sobre el Consejo General del Poder Judicial, convirtiendo un sistema ya deficiente por contrario a la separación de poderes en otro aún peor y más susceptible de injerencia política; cuando comprobamos cómo se critican agriamente decisiones judiciales, no por su contenido, sino por su objeto y como supuesta manifestación de un golpe de Estado encubierto de fuerzas reaccionarias; cuando se ataca desde las máximas instituciones al Jefe del Estado; cuando se filtran tentativas de indulto o de reforma ad hoc de gravísimos delitos cometidos por personas que explícitamente quieren acabar con la España constitucional; cuando te das abrazos con los que vienen de abrazarse con asesinos múltiples; cuando un vicepresidente proclama repetidamente que la oposición de derechas no volverá al poder democráticamente, porque esta posibilidad aglutinará a las auténticas fuerzas democráticas –Bildu, ERC, Junts, PNV, Podemos–; cuando todo esto sucede, auspiciado o consentido tácitamente por el principal partido del Gobierno, es legítimo plantearse si no mejorar la legislación o empeorarla es un programa planeado para evitarse límites que los jueces, esos molestos jueces, puedan aplicar.
Mientras tanto, los ciudadanos cada vez confiamos menos en nuestras instituciones. Tampoco en los políticos, da igual el partido en el que abreven. Todo lo más jaleamos a los de nuestro bando por puro despecho ante la intolerable presencia de los del otro. Ha desaparecido de la agenda la rendición de cuentas, sustituida por la propaganda. Quizá porque el tamaño de los números rojos es insoportable. Han triunfado transitoriamente la división y el cabreo. La responsabilidad es de muchos, pero la culpa está repartida desigualmente. La porción más grande de esa tarta les corresponde a los que están empeñados en demoler nuestro sistema democrático. Los otros solo son miopes irresponsables que no asumen que, si cae, también les aplastará a ellos. Como decía ayer el ministro Illa, si no lo ves es que estás ciego.
Tsevan Rabtan es abogado y autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).