En España existe una víctima de la Guerra Civil que no goza del derecho a descansar en paz. Padeció, como tantos otros, una muerte injusta. Pero para él no son de aplicación las leyes de reparación, ni se respeta su dignidad de damnificado.
Fue ejecutado después de una farsa judicial, pero nadie tramitará la anulación de su condena. Algunos, incluso, le volverían a fusilar si pudieran. Otros lo siguen haciendo a su manera, ya sin balas, mancillando su nombre y tergiversando su semblanza. Muy pocos se acuerdan de él.
El sábado pasado, Santiago Abascal, en un mitin de Vox, tuvo la valentía de recordar su figura. Es extraño que ningún historiador o intelectual salga públicamente a defender la dignidad de sus restos o el interés histórico de su biografía. Da la impresión de que no importase a nadie.
Al contrario de lo que sucedió en otras épocas, hoy sus seguidores no son relevantes y la voluntad de sus herederos conocida ayer ("realizar la exhumación de sus restos en la más estricta intimidad") debe de ser respetada para no ser "objeto de más humillaciones", algo que con razón ellos denuncian.
Queda claro que, a todas luces, es un maldito.
Por no tener, no tiene escritos ni sus apellidos en la lápida debajo de la cual todavía yacen sus restos (una tumba a ras del suelo en la basílica del Valle de los Caídos) Únicamente una cruz y su nombre: José Antonio.
Por no figurar no está grabada ninguna referencia vital del difunto: murió a los 33 años (1903-1936). Ni las circunstancias trágicas de su fallecimiento: fusilado en la cárcel de Alicante tras el "enterado" dado por el Gobierno del Frente Popular (cuyo presidente era el líder socialista Francisco Largo Caballero).
Ni exaltación, ni memoria histórica, ni referencia alguna personal o política sobre su sepultura. Nada de nada. Tampoco un RIP (requiescat in pace) o su DEP castellanizado (descanse en paz), que no harían sino mentir sobre el destino de unos huesos que, 86 años después de su defunción, no han reposado nunca con tranquilidad.
Como señala su familia en su comunicado, "su nuevo enterramiento sería el quinto de su mal llamado eterno descanso".
En realidad, la trascendencia de su figura debería quedar reducida a la controversia propia entre historiadores. Y en torno a ella se ha escrito de todo. Es la libertad de investigación histórica y hay que esperar que, a pesar de la aprobación de nuevas leyes totalitarias, siga existiendo.
Yo me acojo a la tesis expuesta por Stanley Payne según la cual se puede explicar perfectamente la II República y el estallido de la Guerra Civil sin mencionar en ningún momento a José Antonio Primo de Rivera ni a su partido. Tanto la persona como su movimiento no intervienen decisivamente en ninguno de los acontecimientos históricos que derivan en el 18 de julio de 1936.
Eso sí. No se podría entender lo que sucedió en España a partir de esa fecha si no se explica la trascendencia de lo que ocurrió el 29 de octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid, cuando José Antonio Primo de Rivera fundó Falange Española.
La falta de una auténtica voluntad de reconciliación convertía hoy los despojos de José Antonio en los invitados silentes al aquelarre mortuorio que Pedro Sánchez quería oficiar durante los próximos meses con la intención de obtener una ventaja electoral. Torpe además de equivocado. Todos los pronósticos apuntan a que ocurrirá todo lo contrario. Y gracias al adelanto anunciado por la familia, se evitarán nuevas vejaciones.
La nueva Ley de Memoria Democrática aprobada el pasado miércoles en el Senado establece que para "dignificar" y "democratizar" el Valle de los Caídos se debe "reasignar" el lugar que ocupan los restos mortales de José Antonio.
Es curiosa la terminología utilizada. Reasignación de los restos de una víctima que, a fin de cuentas, consiste en remover los restos de un asesinado por decisión de los herederos del partido político que lo ejecutó.
El Gobierno no cesa de repetir que el objetivo de la nueva ley es honrar a las víctimas de la Guerra Civil. Pero en realidad lo que se iba a perpetrar era el ultraje a una de ellas. Una víctima que no fue responsable de la contienda (llevaba preso en la cárcel desde marzo de 1936) y que en agosto de 1936 intentó conseguir desde la prisión de Alicante, proponiéndose él como mediador, un cese de hostilidades y la creación de un Gobierno de unidad nacional.
Y, lo más relevante de esta tragedia. Que dejó escrito un testamento un día antes de ser fusilado que, en su totalidad, supone la plasmación más autentica de una verdadera voluntad de reconciliación nacional: "Ojalá sea la mía la última sangre española vertida en discordias civiles".
Este anhelo se adelantó dos años al deseo manifestado por el que fuera último presidente de la República española, Manuel Azaña, para todos los españoles: "Paz, piedad, perdón".
Hoy, aunque parezca mentira, siguen haciendo falta las tres demandas de aquella pretensión. Y, en nuestro caso concreto, la paz definitiva para José Antonio.
Javier Castro-Villacañas es abogado, periodista y autor del libro 'El fracaso de la monarquía'.