¿No hay nadie impecable?

En La muerte de Virgilio, el poeta, en su fascinante y tortuoso diálogo con el emperador Augusto, reconoce implícitamente que la destrucción de la Eneidaes, también, una rebelión contra el uso de la poesía como instrumento político; en última instancia, Broch, a través de este diálogo, nos recuerda que no todo es razón de Estado y que, por ello, la recuperación de los valores morales como guía de la acción pública es la forma de salir de la tentación totalitaria en la que Europa se hallaba atrapada. La política, sin ética que la contenga, se convierte en un devorador de belleza y bondad y, finalmente, en una máquina infernal que aleja al ser humano de su propia esencia y sentido. Recuperar estas reflexiones en tiempos de recesión democrática, cuando las pasionales masas se rebelan, comprensiblemente, ante abusos y corruptelas y, desde su inducida fascinación por lo desconocido, están dispuestas a dejar en manos de políticos sin principios el destino de nuestras sociedades, creo que puede ayudarnos a comprender los riesgos que corremos. Como decía Ortega, el pasado, sobre todo en Europa, debe ser dominado por la memoria, refrescándolo, porque si lo olvidamos, “vuelve siempre contra nosotros estrangulándonos”. En consecuencia, la mejor forma de luchar contra la ola autoritaria que llega a nuestras desprotegidas orillas consiste en recuperar el valor moral de la democracia, la dignidad que exige a los representantes públicos y la calidad de las instituciones que genera cuando se le permite ser coherente con sus principios esenciales.

Esta invocación a la guía y respeto de los valores democráticos no debe confundirse con la infantil creencia en la política como espacio de pureza virginal, donde seres especialmente dotados para la bondad deliberan en paz sobre el bien común. La política no puede ser impecable, como muy bien decía Rafael del Águila, pues siendo ejecutada por seres humanos necesitados de poder para habilitar sus proposiciones e incapaz de discriminar en su club a los participantes honestos de los deshonestos, siempre necesitará de la retórica, la estrategia y, en definitiva, la habilidad táctica para poder ser efectiva. Más aún, cuando los muros de esta noble fortaleza han sido abandonados por mucho tiempo, la intromisión de aventureros y delincuentes es común y luchar contra ellos, expulsarlos del templo, requiere capacidades especiales para el combate. No se trata de jugar con sus mismas cartas, pero sí de no ofrecerles la otra mejilla.

La llegada de Pedro Sánchez al Gobierno de España es fruto del cansancio con la ola de escándalos de corrupción que afectaron al Partido Popular durante el Gobierno de Rajoy, aunque este no fuera ni el único ni el principal responsable. En consecuencia, Pedro Sánchez llegó al Gobierno con un mandato implícito de limpiar, regenerar la vida pública. Una forma de hacerlo, a mi modo de ver claramente insuficiente, como luego veremos, fue nombrando a personas presuntamente impecables en los altos cargos del Ejecutivo. Nombrar un Gobierno de élites técnicas y morales y venderlo adecuadamente fue la primera piedra del edificio. Con ello, además, se contraponía esta limpia imagen a la de importantes cargos del PP que en ese momento estaban siendo descalificados por actos de su vida privada que indicaban un bajo listón de exigencia ética (caso Cifuentes y caso Casado).

Como es lógico, la defensa del Partido Popular fue la de empezar a investigar en la vida privada de los nuevos miembros del Gobierno. El resultado ha sido demoledor: en muy poco tiempo cuatro miembros del Gobierno son descubiertos como personas que no reunirían los requisitos de impecabilidad que se presumía que todos tenían. La respuesta inicial fue cesar a los dos primeros ministros afectados; pero cuando las acusaciones llegaron a los dos siguientes la respuesta lógica fue mantenerlos y evitar esa batalla en la que, poco a poco, todos/as los miembros del Ejecutivo podrían caer. Sánchez no nombró ángeles y lógicamente, todas las personas del Gobierno en algún momento de su vida podrán haber cometido actos que éticamente no están a la altura del imperativo categórico kantiano. El problema para este Gobierno es que no ha sido capaz de demostrar “que no todos somos iguales”. A los ojos de la mayoría de la ciudadanía esta batalla por la honestidad personal probablemente ha quedado en empate y, con ello, la desconfianza en los políticos se habrá reforzado aún más.

Y es que la clave de la regeneración no puede estar en la santidad de los electos y nombrados, sino en la calidad de las instituciones que se generen. La esencia de la dignidad democrática está en la capacidad de conseguir que hasta los demonios tengan que cumplir las leyes, que tengan que asumir valores como la imparcialidad y la transparencia, que tengan que rendir cuentas de forma continua y asumir las consecuencias de sus actos. Esto exige reformas institucionales profundas y holísticas. Y ahí, el Gobierno debe dar respuesta cuanto antes.

Manuel Villoria es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Rey Juan Carlos.

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