¿No hay otra izquierda?

Son pocos los gobernantes que en nuestro tiempo se refieren a sí mismos como dictadores. Eso quiere decir que hasta el déspota más despiadado honra los valores democráticos o liberales, esto es: reconoce un común paisaje político-moral susceptible de ser invocado. Esa circunstancia abre la posibilidad del debate; por ejemplo, de la crítica: «Eso no es una verdadera democracia». No es poca cosa.

Eso sí, para que esa crítica funcione resulta imprescindible disponer de una idea previa de democracia, ajena a la voluntad del déspota. Dicho de un modo más general: la autocalificación necesita del concepto. De otro modo, más terrenal: la afirmación «yo soy una mujer porque me considero una mujer» solo resulta inteligible si disponemos de una idea independiente y precisa de mujer, si la segunda aparición de la palabra mujer es distinta de la primera. Es la única manera de entender qué es lo que se considera esa persona. El concepto no depende del usuario en particular. En lo que me interesa: la buena reflexión política resulta inseparable de la clarificación analítica.

¿No hay otra izquierda?Aunque no lo parezca, con la digresión anterior estoy tratando de defenderme, en particular, frente a quienes califican como ingenua -otros, quizá más sinceros, la consideran imbécil-la crítica a la actual izquierda por alejarse de los ideales de la izquierda. «No hay otra izquierda que la que padecemos», me dicen los amigos, antes de inventariar los delirios reaccionarios de nuestros gobernantes: la defensa de las identidades, esto es, de la tradición y hasta de las religiones, especialmente las más oscurantistas; la crítica a la objetividad y el desprecio a la ciencia, en particular, a los resultados de la biología; el autoritarismo y la intolerancia. Incluso algunos documentan la continuidad entre la izquierda clásica y la actual exprimiendo textos clásicos de la tradición socialista.

Aunque mis amigos no mienten, creo que sus argumentos deben tomarse con cautela. Sobre todo, los filológicos. Y es que la historia de las ideas es un género muy propicio a los trapicheos. En el interminable flujo de las letras -impresas o en anotaciones- siempre cabe encontrar algún hilo que relacione una cosa con cualquier otra, tarea especialmente sencilla en el caso de una izquierda con vocación logorreica: nunca falta un papel donde cosechar desatinos, sea en cartas, glosas al margen o listas del súper. A la espera de que el big data o la inteligencia artificial purguen el género mediante técnicas cuantitativas o lógicas que muestren el peso real de cada idea en cada momento, por mi parte, descreo de los ejercicios de filogénesis que no encuentren avales en textos preparados para su publicación, en razonamientos decantados.

Una reconstrucción seria de una tradición política ha de proceder de otra manera: la depuración analítica de su historia hasta identificar su esqueleto conceptual, la más austera trama de valores capaces de condensar el mayor número de sus propuestas y principios programáticos. A mi parecer, en el caso de la izquierda ese meollo gravita en torno a un ideal de emancipación: la aspiración a escapar a las determinaciones de la biografía, sean las de la historia, de la economía y hasta de la biología. Se trataría de asegurar a los ciudadanos las mejores condiciones para conducir autónomamente sus vidas. Por implicación, eso reclama una vocación racionalista para conocer bien el mundo, sus circunstancias materiales e intelectuales, y cómo -y hasta dónde- evitar vidas heterónomas, regidas por la historia, la tradición, la religión, los genes o por la jurisdicción del hambre, para decirlo como Cervantes. Un compromiso con la libertad entendida como máximo autogobierno, personal y colectivo, por resumir. Recordemos, otra vez, al clásico: «El libre desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de todos». Exactamente lo contrario de lo que pregonan nuestras izquierdas, fascinadas con la tiranía del origen.

No piensen mal. No he venido a hablar de mi libro, sino a algo mucho más interesante: a recordar que de la afirmación «no hay otra izquierda que la representada por el PSOE o UP» no sigue que «no puede haber otra izquierda» ni, tampoco, «no debe haber otra izquierda». Puede, debe y, además, esa otra izquierda se ajustaría mejor al cañamazo conceptual mencionado. Obviamente, el verdadero reto de la izquierda hoy consiste en traducir en programas la aspiración emancipatoria. Para eso ha de empezar por reconocer -y blasonar de- que muchas de sus clásicas demandas forman parte de nuestros hábitats políticos compartidos, que han sido asumidas -y hasta defendidas- incluso por tradiciones que, cuando se formularon por primera vez, las consideraron desatinos. Permítanme un recordatorio. En 1848, en los mismos días en los que se publicaba el Manifiesto Comunista, sus autores redactaban un breve folleto intitulado Reivindicaciones del Partido Comunista. Ahí van las más importantes: Alemania unida, sufragio universal masculino, legisladores pagados (para no vetar a los pobres), abolición de deudas y cargas feudales, nacionalización de los principados y estados feudales, creación de un banco central y de papel moneda, separación de Iglesia y Estado, limitación del derecho a la herencia, progresividad fiscal, derecho al trabajo y a la educación gratuita para todos. Pues eso.

No cabe descartar que el desorden de nuestras izquierdas se explique parcialmente por inercias institucionales, por seguir luciendo el palmito. Ya se sabe lo que pasa cuando el diablo se aburre. Se ignora lo ya conseguido y se inventan nuevos reclamos, sin detenerse en calibrar cuál es la naturaleza última de lo que se reivindica. Con el feminismo, me temo, ha sucedido algo así: incapacitadas para admitir que buena parte del clásico programa se ha realizado, algunas feministas se han empeñado en renovaciones que, en realidad, suponen caminos de vuelta. Sucede cuando lo que era un instrumento se convierte en un objetivo: con frecuencia, cátedras y chiringuitos se tienen que inventar cuentos de los que vivir. No se extrañen si en los próximos años vemos aparecer ansiosos investigadores de la historia de la literatura en bable, pendientes, claro, de que comience la literatura en bable. De momento ya tienen L'Academia de la Llingua Asturiana. Y la Universidá Asturiana de Branu.

No creo que en el caso de la izquierda -ni tampoco del feminismo- hayamos llegado al final de la historia. Hay mucho camino por recorrer en lo que atañe a la emancipación. Eso sí, antes habrá que desandar para despejar la senda de la chatarra reciente. Una vez realizadas las tareas de desbroce, quedará el reto: cómo traducir los clásicos principios en proyectos. Aunque está más allá de mi solvencia resolverlos, sí creo, al menos, poder inventariar algunos ámbitos en donde concentrar el foco: económicos, representativos y científico-tecnológicos. Con un poco más de precisión, solo un poco: propuestas económicas distributivas que no desatiendan las virtudes asignativas y coordinadoras del mercado; instituciones democráticas que aseguren una mayor participación y control de los gobiernos, lo que incluye la gestión de agendas de los debates públicos; exploración de las posibilidades liberadoras de los desarrollos científico-tecnológicos sin desatender que su justificación -y por ende su control último- es ética-política.

Sin duda, lo que digo es bien poco o, más bien, impreciso. Ya avisé, pero sí, a quien así piense no le falta razón. Lo que tengo más claro es por dónde no hay nada que esperar: por la ruta enfilada en los últimos años. Especialmente la española, la más trastornada de todas. Piensen en su desprecio de la lengua común. Cualquier compromiso con la igualdad exige eliminar barreras -como las lingüísticas- que impiden acceder a los ciudadanos a posiciones sociales o laborales en condiciones de igualdad por circunstancias ajenas a sus méritos. Pero es que, además, su eliminación no solo es una cuestión de igualdad, sino también de eficacia, que, no se olvide, es riqueza susceptible de redistribución.

Por supuesto, si el disparate actual se consolida, y los nuevos usos se imponen al concepto, tocará abandonar el empeño clarificador. Como con el feminismo: si las Irene Montero acaban por ensuciar el ideario irreparablemente, mejor abandonar la palabra, aunque solo sea por higiene. No me gustaría acabar como esos lunáticos que predican el apocalipsis por los parques.

Quiero pensar que todavía no ha llegado la hora de encargar el taburete.

Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *