No hay para tanto

Entre otros de carne y hueso, un fantasma incorpóreo recorre España: el fantasma del independentismo catalán. A los niños les da miedo que se les aparezca cuando mamá apague la luz del cuarto, algunos mayores chillan asustados. No hay para tanto. Ni los fantasmas ni los magos de Harry Potter “tienen poderes” como en las películas.

La derecha desatada se enrabia en atemorizar a los votantes más ingenuos con el peligro de una supuesta ruptura inminente de la “unidad de España” (más exacto sería hablar de la “igualdad de los españoles en los aspectos importantes”) por obra de los separatistas y con la profecía embustera de un pacto con la izquierda moderada que pondría en las manos del independentismo los rumbos del Gobierno y desembocaría a la postre en una secesión acordada. Tranquilos, niños y mayores. Ni los primeros tienen fuerza para tanto ni para mucho menos, ni la segunda tiene posibilidad ninguna en tal sentido.

Nunca me he tragado los mitos sobre el independentismo con los que comulgan banderizos, contrarios y distantes. Dicen, por ejemplo, que es legítimo. Legal, sí, y bien está, pero legítimo de ningún modo, por radicalmente antidemocrático (¿a quién se le ocurre que un club de fútbol puede cambiar por su cuenta y riesgo el reglamento aprobado por todos los miembros de la FIFA?) y por inaceptable moralmente, como contrario a la fraternidad con que gentes de muchas raíces han construido la Cataluña que ahora querrían apropiarse unos cuantos.

Dicen igualmente que responde a un problema político. Entiendo que no. Más bien pienso que sustancialmente nace de la falsa percepción que algunos ciudadanos del principado tienen de sí mismos y se nutre de una inexacta visión de la realidad española y europea. Es el consabido reconcomio de superioridad frustrada que comporta un correlativo sentimiento de víctima. Nada que se deje refutar con razones ni zanjar (aunque sí paliar) con remedios políticos.

En particular, no creo que sea fidedigno, auténtico, el independentismo de los independentistas. Para opinar al respecto no tengo ninguna autoridad ni más información que la que me proporcionan las fuentes impresas al alcance de todos. Pero los hechos que ellas documentan resultan sobradamente locuaces. Baste recordar un momento crucial, cuando el president de ocasión, el pasado octubre, declaró e inmediatamente suspendió la independencia de Cataluña. A la enigmática proclamación o no de una república no siguió ni estaba previsto ningún acto positivo para materializarla. Puigdemont requirió las de Villadiego, “fuese, y no hubo nada”. Si acaso, inocuos gestos simbólicos. Pura virtualidad.

En estas mismas páginas, y luego en el cuadernillo Paradojas del independentismo (Visor), he argüido que la veleidad de reclamar la independencia y plañir como mártires es la razón de ser de los separatistas, les gratifica más que obtenerla, forma la parte esencial de su identidad. Salvo un puñado de metafísicos y silvestres, no creo que la quieran de verdad: lo que quieren es quererla, es el derecho a decidir para no decidir.

No cabe en cabeza que personas con el buen nivel medio de cultura de los independentistas estén dispuestas a afrontar efectivamente los costes de la secesión. Ningún referéndum al propósito sería significativo (excepto por la inmensa mayoría que elegiría el no): para que se votara con fundamento, la independencia tendría que haberse dado ya y tendrían que haberse padecido las consecuencias (y no simplemente albergar la vaga esperanza de que no se cumplieran). O hablando de costes y viéndolo desde el otro lado: con la ley y la comunidad internacional de su parte, ¿cómo iría España a perder el 20% de su PIB y de sus riquezas de todo orden? No, se mire desde donde se mire, la independencia es impracticable y tampoco reportaría a sus teóricos adictos gran cosa más de la que ya tienen: aparte de los aludidos costes materiales, la notarían solo en algunos trámites administrativos. Porque con la libertad de una democracia y el grado de la actual autonomía, el Estado es poco más que eso.

Pero, sepultado el procés, sabido inviable el dispositivo de la DUI, ¿qué hay del pretendido poder decisivo que la intervención del independentismo en las Cortes ejercería sobre el Gobierno de la nación? Pues que todo seguiría como hasta la fecha y el voto de cada partido dependería de las conveniencias y las circunstancias del momento. ¿Cuántas decenas de veces el PP no ha votado lo mismo que Bildu y el PNV? ¿Pedro Sánchez no cayó por la conjunción de populares e independentistas? Con la óptica torticera que viene empleándose, ¿no se debiera denunciar un pacto de populares y terroristas?

Buena es la prudencia, sobre todo dentro de Cataluña. Pero no hay que tener miedo al espectro poselectoral que fantasean las derechas. Insisto: no hay para tanto.

Francisco Rico es filólogo e historiador.

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