No hay plan B

Estamos asistiendo aún creciente aumento de la preocupación entre nuestros juristas más prudentes y moderados. O, más bien, de la exteriorización de una preocupación que, aunque largamente madurada, probablemente una mañana amaneció transmutada en un genio imposible ya de ser contenido en la lámpara segura de la privacidad.

Se sugiere así en los titulares y en los tanteos iniciales de columnas y entrevistas la existencia de un estado de excepción disimulado bajo la apariencia de un estado de alarma, en el que no se limitan, sino que directamente se suspenden derechos fundamentales de los ciudadanos. Y, además, con una vocación indisimulada de casi eternidad y proclamando a voz en grito la consigna de que no hay más plan que parar el mundo. Porque hay desescalada, sí, pero no para descender totalmente nuestro particular Gólgota del estado de alarma, sino para seguir transitando por él, sin terminar de llegar de una vez al campamento base de la normalidad constitucional.

Y es que el Gobierno niega los test masivos y lo que ello significa: no poder discriminar entre contagiados y no infectados en la aplicación de las restricciones de derechos. En definitiva, confinar a ciudadanos sanos y, a la vez, mantener indefinidamente vigente el riesgo de un rebrote de la epidemia, lanzando a la calle a portadores no detectados del virus como agentes involuntarios de un nuevo desastre. Dos meses perdidos, unidos a la desesperanza causada por el temor de que les seguirán más, porque el propósito de enmienda ni está ni se le espera, por grande que sea el coro de expertos que reclaman uno y otro día la urgencia de lo obvio.

Ilustres juristas sugieren que el Gobierno ha secuestrado la libertad de los ciudadanos. En realidad, es peor: lo que ha secuestrado es la llave de la salud de todos, y el precio del rescate que nos exige es nuestra propia libertad. Y es peor porque se nos obliga a que aceptemos agradecidos esta situación, forzándonos a que seamos nosotros mismos, a través de nuestros representantes en el Congreso, quienes aprobemos la postración de nuestros derechos: o consentimos en protagonizar, quincena tras quincena, el Día de la Marmota de la hibernación de nuestras libertades, o se nos señala el caos como único destino porque no hay otra alternativa al “plan” del Gobierno. Esta “inexistencia de alternativa” es el sermón en piedra del Gobierno, replicado hasta la extenuación por las televisiones afines, que son prácticamente todas.

Lo malo es que tienen razón, al menos si nos limitamos al muestrario que ofrecen nuestros políticos. El Gobierno no tiene un plan B ni está dispuesto a tenerlo. Sería éste el plan del sentido común, el que pasa por devolver sus vidas a los sanos y limitar la cuarentena a los contagiados. O sea, el de los inevitables test generalizados a toda la población, acompañados de una monitorización preventiva de los no infectados.

Pero la oposición tampoco parece tenerlo: más allá de la propuesta desperdigada de medidas varias, muchas de ellas acertadas pero también desconectadas, en los sesenta días que llevamos de confinamiento la oposición no ha sido capaz de diseñar un plan integral de respuesta a la epidemia, incurriendo en el fatal error de olvidar que la ausencia de una alternativa al plan de Sánchez es traducido inevitablemente por los ciudadanos como la ausencia de una alternativa al Gobierno de Sánchez.

Mientras la oposición no hace su trabajo, el Gobierno gradúa caprichosamente la espita de nuestra libertad

Y mientras la oposición no hace su trabajo, el Gobierno continúa graduando caprichosamente la espita de nuestra libertad. Al mejor estilo soviético, un Comité secreto de 17 miembros decide el cambio de fase por territorios, con un criterio que se dice sanitario, pero que cuando conviene se torna en indisimuladamente político: vean el caso de Vizcaya y Granada e intenten entender por qué los primeros son libres (un poco) y los segundos siguen confinados.

Por lo demás, el rodaje de este vodevil trágico sigue estrictamente el plan de producción acostumbrado. Así, además de la consolidación del No hay Plan B como hit de moda indiscutible, continúa la misma banda sonora del comienzo, con tres temas convertidos ya en auténticos superventas.

Primero, el n.º 1 del Unidos podemos vencer al coronavirus, deslizando ya que la responsabilidad de los que mandan y los mandados es exactamente la misma y que, caso de derrota, la culpa será de la falta de disciplina de estos últimos.

Segundo, Aplausos y coros y danzas, como efecto sonoro compulsivo dirigido al personal sanitario, a ver si se olvida que su heroicidad no fue elegida, sino obligada por la incompetencia de un Gobierno incapaz de dotarlos de los más elementales medios de protección personal.

Tercero, el Nadie quedará atrás, en un asombroso intento de obviar que más de 27.000 españoles ya se han quedado atrás.

Y, cuarto, el disco platino del Ejemplar comportamiento de la mayoría de los ciudadanos, temprana canción del verano repetida hasta la náusea por los portavoces del Gobierno, con la indulgente condescendencia de quien ve a los ciudadanos como a niños a los que hay que estimular recordándoles constantemente el comportamiento que se espera de ellos, porque por sí solos lo olvidarían, abandonándose a sus naturales inclinaciones de la irresponsabilidad y el egoísmo.

Hungría, Polonia, Venezuela… hace tiempo que la derrota de la libertad ya no es rápida ni heroica

Al fondo del plató, el decorado también sigue siendo el mismo: un control parlamentario bajo mínimos y un derecho a la información burlado hasta el escarnio, sin posibilidad de repreguntas en las ruedas de prensa y con los preguntantes multiplicados por mil para diluir la visibilidad de los medios que sí pueden hacer daño.

Y por último en el foso, dirigiendo la orquesta, el presidente Sánchez. Aunque leyendo, cada vez más disciplinado, el libreto de un Pablo Iglesias dominado por el frenesí orgásmico de ver cumplida su fantasía adolescente más soñada: decidir sobre las vidas y haciendas de cuarenta y siete millones de ciudadanos.

Pese a todo, se equivocan quienes recurren al tremendismo de trazo apocalíptico y califican a Sánchez de “dictador constitucional” y a Iglesias de leninista ejerciente, que utiliza la epidemia como su maestro hizo con la Gran Guerra, sabedor de que la servidumbre voluntaria sólo es posible con una crisis que lleve a la gente a sacrificar su libertad en el altar del miedo.

Más allá de cuáles sean las fantasías inconfesables de Sánchez o los delirios totalitarios de Iglesias, es obvio que hoy, por mucho que se quiera abusar de las metáforas, no hay en España dictadura, ni constitucional ni proletaria. Hoy eso no está pasando porque, simplemente, no puede pasar. Lo impide la Constitución, lo impiden los jueces, lo impide Europa y lo impide la vigilancia de un grupo aguerrido de servidores públicos, intelectuales, periodistas y ciudadanos, activos y alerta en la defensa de nuestro sistema de libertades.

Pero tampoco debemos olvidar que en el mundo del siglo XXI la democracia ya no muere a golpe de corneta, con soldados desfilando por las calles y Parlamentos tomados a caballo. Hungría, Polonia, Venezuela… hace tiempo que la derrota de la libertad ya no es rápida ni heroica. Ni siquiera queda registrada como tal en los libros de historia.

La muerte de la democracia llega tras un largo proceso de degradación, lento y suave en sus inicios, y muy gris y muy sordo, que siempre empieza con una mayoría de ciudadanos que miraron hacia otro lado el primer día que tenían que haber alzado su voz.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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