No hay que equivocarse de guerra

Tras la reacción del presidente François Hollande frente a los atentados de París del 13 de noviembre, varios dirigentes occidentales –Barack Obama, David Cameron y Vladímir Putin entre ellos– han declarado la guerra a Estado Islámico (EI), que no es más que una tribu bárbara en algún lugar entre Siria e Irak. El término «guerra» me parece excesivo, una metáfora que se ajusta tan poco a la realidad como la guerra contra el terrorismo decidida por el presidente George Bush después de los atentados del 11-S.

En el escenario más optimista para Occidente, las intervenciones militares a distancia lograrían desplazar a EI de un oasis a otro, o incluso eliminar a sus dirigentes. Pero no se gana una guerra contra un enemigo imposible de atrapar, sin territorio fijo y sin dirigentes inamovibles. Si se destruye a EI, otra guerrilla u otra tribu tomará el relevo, de la misma manera que EI sustituyó a Al Qaida.

No hay que equivocarse de guerraPara entender la rabia que mueve a estos movimientos contra Occidente y, más aún, a unos contra otros, y a los suníes contra los chiíes, conviene retroceder hasta 1924, cuando el Califato fue suprimido por el primer presidente turco, Mustafá Kemal. Desde los tiempos de Mahoma, los musulmanes, aunque dispersos en miles de sectas, reconocen a un jefe supremo, el Califa, quien, durante cinco siglos, fue el sultán otomano. Los musulmanes, tan divididos entre ellos, consideraban más o menos legítimo a este califa, pero encarnaba una esperanza, la del regreso a la Edad de Oro del Profeta, una especie de mesianismo que mueve a los combatientes yihadistas de hoy en día. El Califa también era el protector de los Lugares Santos –La Meca, Medina y Jerusalén– y garantizaba el acceso a ellos a todos los musulmanes. Si la monarquía saudí es tan envidiada u odiada por los musulmanes de otros lugares es básicamente porque esta dinastía se ha apoderado de los Lugares Santos.

A título indicativo, la verdadera lucha de Osama bin Laden era la reconquista de estos Lugares Santos; solo atacó a Estados Unidos de rebote, en la medida en que los estadounidenses apoyan a la dinastía saudí. El único fin de este apunte histórico y teológico es recordar la futilidad de una intervención occidental en este conflicto secular, ya que no pararán de surgir nuevos candidatos al Califato.

En el mejor de los casos, los occidentales lograremos contener los efectos indirectos para nosotros, las salpicaduras sangrientas de esta guerra santa en el islam. La otra guerra que hay que librar en nuestros países –que será larga y difícil, pero que se puede ganar y puede garantizar nuestra seguridad– es la de la eliminación de los viveros de militantes yihadistas, que legalmente son nuestros conciudadanos. Pero en París, Bruselas, Roma, Madrid, Detroit o Ginebra se les considera ciudadanos de segunda clase y, admitámoslo, a menudo ciudadanos a medias. No nos extrañemos de que se reclute a los terroristas entre ellos; no hace falta hacerlos venir de Siria.

Desde hace cuarenta años, y París y Bruselas son un ejemplo de ello por desgracia, las políticas equivocadas en nuestros países han permitido que se creen unos cuasi países no integrados en los márgenes de nuestras capitales. Todos los gobiernos, indistintamente de derechas o de izquierdas, han cometido tres errores importantes.

El primero de ellos fue construir unos conjuntos de viviendas llamadas «sociales», de alquiler, lo que condujo inevitablemente a unos reagrupamientos étnicamente homogéneos y uniformemente pobres; en Estados Unidos se cometió el mismo error en perjuicio de los afroamericanos. Se tendría que haber fomentado el acceso a la propiedad para «aburguesar» a esos hijos y a esos nietos de la inmigración, porque las viviendas sociales en régimen de alquiler han hecho que la marginación se reproduzca.

El segundo error fue llevar a cabo políticas de empleo favorables a los que ya tienen un trabajo o disponen del capital social, educativo y familiar para encontrar uno. En cuanto a todos los demás, el salario mínimo obligatorio, por ejemplo, o la rigidez del mercado de trabajo, han disuadido a los empresarios de contratar a los jóvenes procedentes de la inmigración, cuyos padres, que no son violentos, vinieron con un contrato de trabajo en el bolsillo.

El tercer error no fue no tomar nota de las desastrosas consecuencias de estas políticas de viviendas sociales y de la rigidez del empleo, sino tolerar sus efectos, como la creación de enormes territorios de lumpemproletariado de los que fueron retirándose progresivamente la Policía, los colegios, los servicios médicos y las empresas.

Mientras no reconozcamos estos errores de política interior y tardemos varios años en iniciar la guerra contra nuestras falsas ideas, los candidatos a la yihad estarán en nuestras puertas.

Y también añadiría, especialmente en el caso de un país laico como Francia, que la prohibición cada vez más extendida de practicar el islam, en nombre de nuestra laicidad intolerante, es otro error más. Si no se puede ser musulmán en Europa, uno se convierte en musulmán contra Europa. Evidentemente, a cualquier jefe de Estado le resulta más tentador erigirse en jefe de guerra, y también es lo que esperan los pueblos que claman venganza. Pero equivocándonos de guerra, no conseguiremos la paz.

Guy Sorman

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