No hay que esperar al choque de trenes

Hay algunas cosas que deberían saber quienes quieran resolver el conflicto con Cataluña si es que efectivamente hay alguien que quiera resolverlo.

Artur Mas tiene mucha responsabilidad personal en lo ocurrido. Ha cometido muchos errores. Pero no ha sido Mas quien ha creado el problema. Ni siquiera ha sido Convergència. Si acaso han contribuido a empeorarlo. Pero no han sido los únicos. En el capítulo de los errores habría que contar también con otros: por ejemplo, quienes instalaron mesas petitorias para celebrar una consulta contra el Estatuto catalán, instigaron el boicot a los productos catalanes o presentaron el recurso ante el Tribunal Constitucional. No tan solo Aznar, claro está, también Rajoy. Y muchos más que han contribuido al desvarío.

Seguro que no es difícil documentar manipulaciones en los medios y esfuerzos de adoctrinamiento en las escuelas catalanas. Pero la denuncia de estas intromisiones gubernamentales en la sociedad catalana, sean imaginadas o sean reales, no cambiará en nada la realidad de la decantación de la opinión pública en favor del derecho a decidir ni mitigará la fuerza del independentismo. Sin contar por descontado con las manipulaciones en los medios y en las escuelas del otro lado, tan perfectamente documentadas como las anteriores por sus respectivos adversarios, y que al final explican muy poco: a fin de cuentas los jóvenes antifranquistas salieron del adoctrinamiento franquista.

El catalanismo ha sido hasta ahora pactista y moderado, comprometido en la democracia y en la estabilidad españolas, algo que algunos solían interpretar de forma malévola y arrogante como síntoma de un tipo de acción acomplejada y débil, insuficientemente obstinada y consecuente. Ahora hay que reconocer, al parecer, que “los catalanes van en serio” y que están dispuestos a que todo vaya mucho peor antes de que vaya mejor, aunque probablemente ninguno de los dos juicios advierte la seriedad del catalanismo en toda su historia centenaria ni la vocación pactista y moderada de muchos de los que se sienten actualmente arrastrados hacia un callejón sin salida.

Es posible, y probablemente muy necesario, desnudar el problema de los personalismos y de las culpabilizaciones fáciles. Ahora se trata de resolver, a ser posible definitivamente y cuanto menos para la próxima generación, lo que quedó pendiente y en una nube de ambigüedad en la negociación de la Constitución. Y esto consiste en saber si España es capaz de seguir aceptando como parte integrada de sí misma a Cataluña con su lengua, su personalidad diferenciada y su voluntad de autogobierno o si no hay más remedio que reconocer lo contrario, que se trata de realidades incompatibles y de suma cero, de forma que lo que añades a una lo restas a la otra y viceversa. Eso sería la nación de naciones, la España plural o el federalismo plurinacional, también la Espanya Gran de Prat de la Riba y Cambó, objetos identificados en la actualidad como obsoletos, desconocidos o incluso indeseables por unos y otros. O dicho de otra forma: el final del café para todos y el regreso al proyecto inicial de la Transición de reconocimiento de las nacionalidades históricas. Cataluña no es ni puede ser como Murcia, aunque el presidente Valcárcel se sienta autorizado a tachar de fascistas a los independentistas catalanes.

Si estamos por la primera hipótesis, mejor que nos pongamos a dialogar y pactar lo antes posible, no fuera caso que los malentendidos y las tensiones nos conduzcan finalmente a la segunda. Si estamos ya en la segunda, como muchos nos tememos y algunos desean fervientemente, entonces es obligado que respondamos a una pregunta muy sencilla antes de que pasemos a la siguiente fase: ¿cómo se piensa gobernar este país en el futuro con una parte de su territorio y de su población, 7,5 millones de ciudadanos, 19% del PIB, un tercio de las exportaciones, en permanente estado de desafección y de alejamiento electoral respecto a los dos partidos de Gobierno en España y con una abierta expresión, cada vez que se convoca a las urnas, de una creciente voluntad de constituirse en Estado independiente?

Habrá quien quiera resolverlo a garrotazos. Quien esté imaginando este camino debe saber también que quien va a perder de forma súbita y estrepitosa será quien cometa la primera falta. Esta es una regla de juego no escrita que al parecer no saben algunos independentistas, pero sí la sabe el presidente Mas. Tampoco la saben los gatos al agua ni los santos neofalangistas, pero la sabe muy bien el presidente Rajoy. A la primera ilegalidad que cometa alguna autoridad o institución catalana su causa estará ya perdida, sobre todo para la fase llamada de internacionalización: la solidaridad entre socios europeos, la exigencia de estabilidad no tan solo monetaria sino política y social, y el respeto al Estado de derecho caerían sobre las cabezas de quienes jugaran a romper la regla de juego y a situarse fuera de una construcción cimentada en la cooperación entre Estados democráticos y en el derecho. Pero exactamente lo mismo vale para el Gobierno central: suspender la autonomía o encarcelar al presidente Mas, como aúlla la caverna, sería entregar una baza preciosa al independentismo. Porque ni la UE ni la comunidad internacional se quedarían con los brazos cruzados ante el abuso de corte balcánico y serbio por parte de la España centralista de siempre con la pequeña Cataluña democrática y republicana.

Declarar la independencia como inevitable es tan osado como declararla imposible. Ambos son dos actos de lenguaje con funciones más próximas a la superstición que al conocimiento racional. La palabra así utilizada actúa como una rogatoria para que llueva, es decir, para afirmar un deseo. Aunque es verdad que aplicada con intención negociadora también busca funciones disuasivas sobre el adversario. Todos sabemos que nada está escrito y que los lodos de mañana vendrán de los polvos de hoy. Nada hay imposible en política y todo es evitable cuando sabemos aprovechar la oportunidad que nos ofrece la fortuna y ponemos la inteligencia y el empeño necesarios. O así debiéramos comportarnos si todavía conservamos una chispa de esperanza en la libertad política y en la fuerza de la voluntad democrática.

Si nada se hace para regresar al territorio donde se fraguan los pactos y los consensos, no puede descartarse ninguna de las dos hipótesis más extremas: ni que los independentistas se encuentren con el peor negocio de la historia para ellos y para todos los catalanes, es decir, compuestos con menos autonomía y sin el novio de la independencia; ni que sus adversarios se vean obligados a tragar con una consulta y con una negociación sobre el estatus futuro de Cataluña, incluida la eventualidad de la independencia, después de haberse negado a una y otra cosa con el propósito de regresar a su España unitaria de siempre.

Entre tanto, sin embargo, queda muy corta la idea de la suma cero entre dos realidades que se declaran por esencia incompatibles y se fastidian una a la otra tanto como pueden y cada vez que tienen ocasión de hacerlo. Corresponde hablar de sustracción como operación opuesta a la capacidad inclusiva de una España capaz de aceptar a Cataluña tal como es: su resultado final es menos España y también menos Cataluña, disminuidas ambas tanto dentro como fuera, justo en el instante en que el poder en el mundo se desplaza desde el Atlántico al Pacífico y cuando los europeos entramos en una etapa de peligrosa irrelevancia. Por tanto, una sencilla pero eficaz contribución a nuestra decadencia. Esto es lo que ya está ocurriendo y lo que va a intensificarse, a menos que medie un golpe de timón que nos devuelva a todos la cordura, sin necesidad de esperar a que se produzca el profetizado y tan enigmático choque de trenes. De hecho, a poco que reflexionemos veremos que no hace falta esperar al choque de trenes; ya se produjo. Y lo peor es que no ha sido el hijo de dos voluntades fuertes sino del encontronazo entre dos debilidades que se afirman en su empecinamiento.

Lluís Bassets

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