¡No hay ‘trilema’!

En el año 2000, el economista Dani Rodrik teorizó por vez primera su “trilema político de la economía mundial”. La globalización económico-tecnológica, venía a decir el profesor de Harvard, ha estado siempre en tensión permanente con la soberanía nacional y con las demandas de una verdadera democracia. Muy pronto el trilema traspasó la academia para convertirse en una máquina de guerra al servicio de muy variadas fuerzas. Primero, el neoliberalismo sacrificó la soberanía y la democracia a “los mercados”. Luego, el movimiento anti-mundialización, de Porto Alegre a Seattle, abanderó la guerra a una globalización identificada al abuso de las multinacionales. Ahora les toca el turno a los populismos: la crisis económica, el Brexit y Trump, han puesto a tiro cualquier discurso abierto, cosmopolita, por conspirar contra la soberanía popular y contra “la verdadera democracia” (Viktor Orbán). Estamos experimentando una extraña mutación del capitalismo norteamericano en forma de des-globalización -del comercio, aunque no de las finanzas- y una reafirmación del Estado-nación. La Unión Europea trata de recuperarse del trauma del Brexit -que es una reacción a una forma de globalización- y vive bajo la fundada sospecha de plegarse a enormes poderes no elegidos democráticamente.

Pero hay varias cosas que las fuerzas progresistas pueden hacer para desactivar el trilema. Una es pensar la política de manera diferente. Nuestro debate no puede continuar reducido a dos ejes de referencia, un eje izquierda-derecha (impuestos, público / privado, asuntos morales), y un eje abajo-arriba (pueblo / élites). Es preciso añadir un tercer eje, cerrado / abierto que, en combinación con los otros dos, nos permita abordar la política tal y como realmente la vivimos en el siglo XXI: de manera transversal, de lo local a lo global, de la seguridad al empleo, las migraciones o el cambio climático. En definitiva, un tercer eje que nos permita negociar legitimidades democráticas en conflicto.

En segundo lugar, es posible pensar otra globalización económica que aborde las cuestiones centrales del poder financiero y la desigualdad. El propio Rodrik ha admitido que su trilema se cumple únicamente en una situación extrema de hiper-globalización, esto es, si se da una desregulación financiera total junto a una eliminación incondicional de barreras al comercio. En tercer lugar, sería mejor abandonar la soberanía monolítica imaginada hace cuatro siglos por filósofos como Hobbes o Bodino, y reemplazarla sin complejos por la soberanía compartida. Por último, antes que nada, habría que entender la democracia de una manera mucho más extensa, como un continuum que atraviesa la cotidianidad de nuestras tribus, naciones y parlamentos y nos conecta con el resto. Más acá de los pueblos, y mucho más reales, están los ciudadanos que exigen su lugar en el mundo.

No resulta agradable enfrentarse a las sonoras carcajadas de populistas como Trump, Farage, Marine Le Pen o Grillo; o a la mueca resignada de conservadores como Angela Merkel o Mariano Rajoy. Al fin y al cabo, un discurso globalizante pasa factura electoral si no se explica bien. Liberales como Justin Trudeau en Canadá, o Macron y su movimiento En marche en Francia, están apuntando tímidamente a lo abierto -a las instituciones multilaterales y a la Unión Europea, respectivamente- como los ámbitos donde se juega la gran política. El problema es que nadie cree que vayan a abordar a fondo el origen de los grandes desequilibrios.

Mientras, las fuerzas progresistas están perdiendo capacidad de análisis, y por consiguiente también un terreno vital que es ocupado por otros. De un lado, está el populismo de izquierdas, al que su absolutamente otro -el populismo reaccionario y xenófobo- le deja un poco fuera de juego, hasta el punto de que en ocasiones los dos parecen original o copia, dependiendo del asunto. Su fijación por circunscribir lo político a una lucha pueblo-élites en un marco nacional, los mimetiza peligrosamente en cuestiones como el proteccionismo, la integración europea, o una política exterior que oscila entre la realpolitik y el moralismo.

En cuanto a la socialdemocracia europea, la contrarrevolución le ha pillado a la deriva y con el pie cambiado: unas veces cede posiciones al neoliberalismo, otras al nacionalismo, otras a un cierto izquierdismo. Por eso, solo si convergen en la visión tridimensional de la política que apuntamos, las diversas fuerzas de la izquierda podrían sintonizar en la práctica: buscando nuevos puntos de intersección, renunciando a viejos dogmas y malas costumbres.

Se trata de un vasto espacio difuso, aún por explorar, praxis en estado puro: es el caso, por ejemplo, del acuerdo al límite del gobierno de izquierdas en Portugal; la propuesta de gravamen al gran capital del economista Thomas Piketty; la narrativa del post-capitalismo de Paul Mason; o el movimiento de populismo europeísta de Yanis Varoufakis. Todo ello apunta desde distintos vectores hacia otra Unión Europea, donde la integración económica venga apuntalada principalmente por un refuerzo democrático y por nuevos derechos sociales. Es hora de decir en voz alta: ¡no hay trilema!

Vicente Palacio es politólogo y director del Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas.

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